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Una superviviente

Julia tiene 35 años. Todo pasó hace un mes y pico en el sofá de su casa, aunque, en realidad, todo empezó más de una década atrás. Estaba viendo una serie de televisión en absoluta paz. Llevaba días un poco revuelta por la sentencia de la agresión grupal a una chica de 18 años en Pamplona durante los Sanfermines. Cada vez que alguien dejaba asomar alguna duda sobre la reacción de sumisión de la chica, algo se disparaba dentro de ella: “Empatía pura y dura”, pensó.

Volvamos al sofá. Julia y su marido comen palomitas en el sofá mientras ven un capítulo. Una escena muestra de forma explícita y clara una violación. La actriz deja que sus lágrimas resbalen por su mejilla, está borracha. El tipo empuja con violencia su cuerpo hacia él mientras ella se convierte en un ratoncito inerte, en un trozo de carne roto, lloroso y asustado.

El cerebro de Julia desbloquea algo que vivía aletargado, algo que jamás había existido para ella. Julia se ve a sí misma desde fuera y recuerda aquella noche. Una noche que ella había reconstruido de otra forma, con otro nombre, para poder seguir viviendo, supone. Se escucha a sí misma diciendo que “no” sin parar. Se siente a sí misma inmóvil, con las piernas bloqueadas por las de aquella bestia, con los brazos sujetos sobre la cabeza, con la tripa revuelta de asco, con la garganta bloqueada, sin poder gritar. Solo decía que “no”, mientras lloraba sin parar. No sirvió de nada hacer fuerza para quitarse de encima a ese tipo. Era más fuerte que ella y no pudo hacer nada. Lloró todo el tiempo: una jodida eternidad. Solo quería que acabara pronto. Negarse, llorar y retorcerse no servía, así que cerró los ojos y se fue de allí con la mente. “Qué asco tan grande”, piensa Julia.

Apenas se conocían, pero el chico tampoco era un completo desconocido. Estaban en la misma universidad. Ella estudiaba a muchos kilómetros de casa. Se habían quedado solos de forma casual en una habitación de una casa enorme en una de esas fiestas universitarias. La gente que estaba riendo, bebiendo y fumando en esa habitación se fue marchando poco a poco, pero ella estaba tranquila y confiada. Pensó que ese chico agradable quería tener una conversación con ella y que luego seguirían al resto para continuar la fiesta en un bar de la ciudad. Pero no fue así. Julia no recuerda exactamente la secuencia previa, pero sabe que en un momento dado, cuando ya estaban solos, se abalanzó sobre ella, la sujetó y todo se hizo pedazos.

Después se marchó, como si no hubiera hecho nada, como si no acabara de violar a una chica de 20 años. Ella se fue a casa sola, con parte de la ropa hecha jirones, escondiendo aquello como si fuera una vergüenza para ella, con el estómago encogido por las náuseas. Solo podía llorar.

Así, hecha un ovillo y llorando sin parar, se la encontró unas horas después una amiga, su compañera de piso. Julia mintió: no había ido detrás del resto porque se había enrollado con este chico y después se había sentido fatal por recordar a un ex novio. Podía afrontar esa mentira, pero no podía afrontar la verdad.

Julia siguió con su vida como si nada de aquello hubiera pasado, arrastrando seguramente algunas heridas abiertas aquella noche. Pero la amnesia remitió en aquel sofá y la verdad le arrolló revolcando por el suelo todo.

Desde ese día en el sofá Julia vive pendiente de sus nauseas, de un nudo en el estómago y otro en la garganta. Por la noche, cuando la luz se apaga, empieza un infierno de insomnio, miedo, asco, vergüenza, culpa, rabia, enfado… Está en tratamiento para que esas sensaciones físicas desaparezcan, para que su vida pueda seguir con la misma felicidad que ella ha construido. En terapia ha sido capaz de ver otras relaciones abusivas que ha soportado a lo largo de los años porque ella, simplemente, “no merecía nada más”.

El cuerpo de Julia está rígido, es casi de madera. Evita tener demasiada vida social últimamente porque teme que “alguien lo note” o ponerse a llorar de repente. No puede aguantar la frivolidad que le rodea. Sencillamente le resulta insoportable. Una parte de ella quiere gritarlo, la otra no quiere ser “esa chica”.

Julia se repite que no fue su culpa. Lo sabe como feminista, pero ahora se lo tiene que creer de verdad. Había bebido, había fumado hachís y había hablado animadamente con él, incluso había tonteado levemente. “Y si no hubiera bebido puede que mis reflejos…”; “Y si no hubiera sido tan alegre y bromista con él…”; “Y si me hubiera ido con todas”; “No debí quedarme sola”. Una y otra vez su mente le traiciona y luego llega a una conclusión: él la violó y eso es lo único que no debió pasar aquella noche.

Ahora, las heridas: visitas a una psicóloga de la que sale completamente hecha añicos; comprenderse, recolocar lo sucedido, dejar salir la rabia, el miedo, el dolor, la vergüenza, la suciedad dolorosa atascada durante años...

Le queda sobrevivir sin náuseas y perdonarse la larga amnesia mentirosa, que fue al fin y al cabo una manera de protegerse. Aquello era demasiado para una niña que vivía a miles de kilómetros de casa.

La propia palabra escuece, decirla quema, pensarlo le asquea. Su cuerpo rechaza a aquel otro cuerpo cada maldita noche desde hace ya demasiados días.

Julia se levanta, trabaja, va al parque, lee, hace las cosas que le gustan, va a conciertos y sigue con su vida. Ahora solo quiere, como aquella noche, que esto pase, que cerrando los ojos y volviéndolos a abrir, aquello desaparezca de la historia de su vida. Pero eso no pasa.

Julia es una superviviente, pero poca gente lo sabe. Es difícil comprender los moratones que quedan en el corazón, en el estómago y en la garganta. Ahí, en la garganta, está atascado el grito que por alguna razón no fue capaz de dar aquella maldita noche.

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Julia tiene 35 años. Todo pasó hace un mes y pico en el sofá de su casa, aunque, en realidad, todo empezó más de una década atrás. Estaba viendo una serie de televisión en absoluta paz. Llevaba días un poco revuelta por la sentencia de la agresión grupal a una chica de 18 años en Pamplona durante los Sanfermines. Cada vez que alguien dejaba asomar alguna duda sobre la reacción de sumisión de la chica, algo se disparaba dentro de ella: “Empatía pura y dura”, pensó.

Volvamos al sofá. Julia y su marido comen palomitas en el sofá mientras ven un capítulo. Una escena muestra de forma explícita y clara una violación. La actriz deja que sus lágrimas resbalen por su mejilla, está borracha. El tipo empuja con violencia su cuerpo hacia él mientras ella se convierte en un ratoncito inerte, en un trozo de carne roto, lloroso y asustado.