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Todas las veces que pudimos ser “ella”
Imagino el asco y se me pone mal cuerpo. El olor y las risas de esos animales mientras “jugaban” a pasarse una muñeca rota. Imagino también la amargura y la “suciedad” en la piel los días que vienen después. Esas ganas de arrancártela a tiras, como si ya no fuera tuya.
Puedo sentir la cantidad de veces que se habrá culpado por andar sola, por estar en aquel lugar de noche, por besar a uno de ellos, por haber bebido, por haber charlado y haberse mostrado simpática, puede que “accesible”. Si ella no lo ha hecho, ya están muchas voces que le “recuerdan” lo que no debe hacer “una mujer de bien”. La rabia se vuelve ira: quiero ser libre, quiero que todas seamos libres.
Recuerdo ahora todas las veces que pude haber sido ella. Todas las ocasiones en las que denunciar o pelear habría alargado la condena, en cualquier caso.
Muchas mujeres podemos contar nuestra vida enlazando violencias.
Nos dicen que denunciemos, después nos castigan. Por “putas”, por libres, por guapas, por feas, por gordas, por faldas, por pantalones, por subir, por bajar, por beber, por todo.
Cuando el novio que tuve con 15 me cruzó la cara después de dejarle con todo un autobús mirando, él tenía ya casi 18 años. Nadie se levantó de su sitio en aquel autobús. Todo el mundo fue cómplice de aquella violencia.
Cuando un chico del colegio, repetidor que me doblaba la estatura, me dejó el culo morado a golpes porque no me dejé manosear, el conductor del autobús del colegio ni se inmutó. Arrancó y dejó que aquel tipo me pateara. Fue mi padre quién le buscó para mirarle a los ojos y llevar a cabo una suerte de justicia simbólica.
Cuando en el descampado frente a una discoteca, un chico de mi instituto trató de forzarme y después de negarme y resistirme (con la escasa fuerza que me dejaba la parálisis que se apoderó de mí), me insultó, se marchó y me dejó allí tirada. Yo no se lo conté a nadie. Sentía que yo había hecho algo malo. Me moría de la vergüenza y la culpa.
El silencio de las víctimas de cualquier tipo de violencia machista no les hace culpables. Es nuestra sociedad la culpable de sus silencios. Los juicios sociales son para nosotras, no para los que agreden. ¿Cómo pretendéis que rompamos el silencio en una sociedad que siempre va a cuestionar lo que digamos, que siempre va a ponernos en duda, que nunca va a parar el autobús?
La sociedad es cómplice de cada asesinato, de cada violación y de cada agresión con su silencio y su indiferencia. Toda la sociedad con la connivencia de un Estado que ha dimitido en educar para la igualdad, que ha retirado fondos para la protección de quién lo necesita, un estado que sencillamente no se lo toma en serio. Sois tan responsables, sois tan cómplices... Si no paras el autobús, si no te levantas de tu asiento, si no denuncias, si las cuestionas, si las ninguneas… eres cómplice.
Si cada una de nosotras echa un vistazo a las muchas veces que pudimos haber sido ella, puede que la rabia haga llenar las calles en un reguero de mujeres exigiendo justicia. Incluso de aquellas que aún no han escuchado el ruido que hacen sus cadenas. Aquellas que, como yo, durante mucho tiempo, pensaron que hay cosas que nos tocan por el hecho de nacer mujeres.
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Imagino el asco y se me pone mal cuerpo. El olor y las risas de esos animales mientras “jugaban” a pasarse una muñeca rota. Imagino también la amargura y la “suciedad” en la piel los días que vienen después. Esas ganas de arrancártela a tiras, como si ya no fuera tuya.
Puedo sentir la cantidad de veces que se habrá culpado por andar sola, por estar en aquel lugar de noche, por besar a uno de ellos, por haber bebido, por haber charlado y haberse mostrado simpática, puede que “accesible”. Si ella no lo ha hecho, ya están muchas voces que le “recuerdan” lo que no debe hacer “una mujer de bien”. La rabia se vuelve ira: quiero ser libre, quiero que todas seamos libres.