Opinión y blogs

Sobre este blog

No los veré tras la cuarentena

...hay que aprender a convivir con los fantasmas

porque siempre vuelven

con toda su sangre

con toda su mierda engalanada

Sí. Son días de videollamadas, de necesitar abrazos y charlas con un café en la terraza del bar. Días en los que soñamos con abrazar y ser abrazadas, en los que no vemos el momento de encontrarnos con X, con Y y con Z. Agradecidas estamos de custodiar ordenador y teléfono, esos cacharros que en momentos como este nos hacen la vida más llevadera, aunque otras veces (antes) generaban un volcán de ansiedad. Y somos afortunadas porque hay mucha gente que no tiene el privilegio de la tecnología, gente que no se la puede permitir o que no sabe utilizarla. Infinita gente.

Pero ahí seguimos como jabatas. Preguntándonos qué tal estás. Bien, estamos bien, por suerte toda la familia está bien. ¿Y tú? Bien también, el abuelo de Patri anda pachucho, pero parece que con el oxígeno está remontando. Ains, me alegro, ojalá esto acabe pronto. Sí, esperemos. Y así, después de mensajes difuminados en conversaciones semejantes, concluimos que estamos bien sencillamente porque el coronavirus no se ha propagado entre personas cercanas. O si lo ha hecho, ya pasó. O el virus está aún latente, o tuvimos unos días con síntomas pero ya mejor. Porque, al igual que antes de la cuarenta, la salud se sigue midiendo por la ausencia de enfermedad física, aunque ahora empiecen a aflorar las consecuencias psicológicas que puede conllevar el encierro.

De lo que se habla poco es del dolor emocional. Y no me refiero a la ansiedad de estar confinadas o al sufrimiento por la pérdida de alguien allegado en este contexto distópico, algo totalmente comprensible. Estoy hablando del dolor por las ausencias permanentes. El anhelo de las videollamadas no realizadas, de las llamadas que nunca se producirán, del entendimiento que nunca llegará. No pienso solo en exparejas ni examantes, que también pueden reaparecer en esta época con intenciones más que cuestionables, sino en todas aquellas personas que alguna vez formaron parte de tu vida y ya no. Y ahí, aunque cueste, también se incluyen los lazos de sangre. Pero en esta cultura judeocristiana, donde la familia nuclear (sin perjuicio de la extendida), heterosexual y bienaventurada sigue siendo un valor muy en alza, resulta sospechoso hablar de ella negativamente. O decir que la relación no es buena, que lo has intentado e intentado y terminaste con el aguijón entre el pecho y el estómago una y otra vez. Y sin embargo está ahí. O no está, porque ya lo dejaste todo atrás, y ni veintisiete cuarentenas van a cambiar eso.

El prefijo ex se antepone a una palabra para denotar que una persona ha dejado de ser lo que el sustantivo o el adjetivo indican. Pero, ¿qué ocurre si estas personas nunca han sido lo que sus nombres indican? ¿Qué pasa cuando padre, madre o hermano se han convertido en un dato de la partida de nacimiento? ¿Qué ocurre cuando el veneno es el hilo conductor de esas relaciones? Pues existen dos caminos. O esa culpa inyectada en vena se antepone a tus necesidades (y sobre todo ahora, conlaqueestácayendodiosmío) y continúas alimentando al monstruo aunque sea pernicioso para ti, o decides alejarte y dejar atrás a quienes no te aportan más que tempestad. Y aquí viene lo peor, lo enrevesado del asunto: ninguna de las dos alternativas te va a parecer acertada. Honrarás a tu padre y a tu madre. Cuarto mandamiento incumplido. Estás pecando. (Re)pecando.

Antes de que comenzase todo esto teníamos nuestros vínculos. Unos vínculos más o menos consistentes donde el cuidado mutuo era, o trataba de ser, el centro de la ecuación. Esos vínculos, con paredes de por medio y sin el boca a ojos, siguen en pie. Un mensaje, una llamada, un zoom, hay múltiples vías para seguir alimentando al animal del cariño. Con una frecuencia de comunicación muy variable, dependiendo de personalidades y circunstancias varias. Del mismo modo, si antes de esta realidad alternativa no teníamos relación con ciertas personas, resulta muy improbable que un acercamiento iniciado en estas semanas vaya a tener consecuencias positivas. O que vaya a pasar de lo superficial. O que vayas a poder salir ilesa de él.

Al menos tenemos la 'excusa' del encierro. Una amiga me contaba ayer que ahora estaba más tranquila porque, al permanecer confinadas por mandato gubernamental, no podía ir a ver a su madre, no sentía esa obligación. Tenía excusa, en definitiva. Y es que es en eso en lo que convertimos muchas veces estas relaciones indeseadas. En tener que y deberías. Pura toxicidad. Demasiado interiorizado el ser buena hija, buena hermana, buena sobrina. Buena. Santa. ¿Ser buena es consentir, transigir? ¿No importa si corremos riesgo de hundimiento?

Nadie nos enseña a manejar los sentimientos contradictorios que se generan con la familia. Tampoco nos enseñan a poner límites, porque se supone que tienes que estar incondicionalmente para tus ascendientes, incluso para quienes no han estado para ti. O para quienes no han sabido estar. Que, a fin de cuentas, en ciertos momentos de la vida, es prácticamente lo mismo. Las personas, sobre todo en sus primeras etapas en este mundo, necesitan soporte, estabilidad, cariño, comprensión y muchos otros ingredientes que les permitan ir fraguando el menú más completo y equilibrado posible. Cuando esos ingredientes no están presentes llegan las anemias emocionales. Si a la falta de ciertos componentes se le añade la aparición de tóxicos alimenticios, el cuerpo se va a resentir. Y aunque parezca una metáfora, no lo es. El cuerpo se debilita, la mente se obstruye. Podemos enfermar. Y mucho. El dolor puede derivar en sufrimiento dilatado.

Así que hay que hilar muy fino (suponiendo que tenemos hilo). Y acudir a esos vínculos, familiares o no, que sí fortalecen, que sí ayudan, que oxigenan, que cooperan, que no juzgan, que no atacan. Esos vínculos que se convierten en parte esencial del organismo y se inyectan en vena para ocupar su sitio y desplazar a las cosanguinidades perniciosas.

Porque vivir en esta sociedad capitalista enferma a todo el mundo, sin duda, pero aceptar los brazos, manos y piernas que se prestan a aligerarnos la vida es importante. E intentar estar donde quieres estar. Y con quien quieres (y puedes). Hablar con quien eliges. Llamar a quien demuestra, a quien valora, a quien pide disculpas. Y a quien se deja ayudar.

E intentar dejar a un lado las obligaciones derivadas del linaje. Yo lo tengo claro: no veré después de la cuarentena a quien, desde antes, no estuviese viendo con honestas ganas.

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