27 de septiembre de 1975: la noche más larga

7 de octubre de 2023 22:17 h

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El reportero estrella, subdirector de Cambio 16, era Pepe Oneto y había puesto de moda poner en sus crónicas notas “de color” sobre el tiempo, la indumentaria o la gastronomía relacionadas con la noticia. Y como yo era un joven reportero –y secretario general de redacción del semanario–, escribí: “La mañana, que había empezado con un despuntar del sol, está ahora nublada y fría. ¿Para qué?”. Ricardo Utrilla, director de Publicaciones, me dijo: “Quita el 'para qué'. No estamos para lirismos”. Lo quité de la segunda versión de mi crónica.

Era mediodía del 27 de septiembre de 1975 y en la vieja redacción de la calle de López de Hoyos de Madrid nos afanábamos en confeccionar una de las ediciones más conflictivas de Cambio 16: el número 200. El redactor-jefe, después director, Román Orozco, el reportero gráfico José Luis de Pablos y yo mismo, habíamos vuelto de Hoyo de Manzanares. En el campo de tiro llamado El Palancar del polígono militar de Matalagraja, sito en dicha población del extrarradio madrileño, pelotones de ejecución de la Policía Armada (hoy Policía Nacional) y de la Guardia Civil habían fusilado esa mañana a tres militantes del FRAP. Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz habían sido convenientemente condenados a muerte por terrorismo –los asesinatos del policía armado Lucio Rodríguez y del teniente guardia civil Antonio Pose en sendos atentados– y recibido el letal “enterado” de Franco y su Consejo de Ministros del 26 de septiembre de 1975, que suponía su inmediato fusilamiento en la madrugada siguiente.

Durante toda la noche, un numeroso grupo de periodistas velamos la “capilla” de los tres condenados frente a la puerta principal de la cárcel de Carabanchel. Mediante las noticias de familias y abogados –el fallecido y generoso Fernando Salas ya estaba allí, auxiliando a Sánchez Bravo–, acompañamos la angustia de los tres jóvenes. El milagro de un indulto de última hora del dictador acosado por todos los que podían hacerlo no se produjo. De amanecida, un grupo ya reducido seguimos la tétrica caravana de vehículos oficiales camino del patíbulo.

La guarnición de Matalagraja sólo franqueó el paso a cinco periodistas extranjeros y cinco españoles. De estos, tres éramos de Cambio 16; el cuarto era Miguel Ángel Aguilar, redactor-jefe del semanario Posible. Unos centenares de metros antes del lugar de los fusilamientos, una patrulla militar nos detuvo en el arcén del camino. Permitieron continuar solamente a tres periodistas: Orozco, Aguilar y Friedrich Kasselberg, corresponsal del diario alemán Süddeustche Zeitung, pero, al llegar al campo de tiro propiamente dicho, los tres periodistas fueron obligados a volver al punto de partida. A las 9.23 horas sonó la primera descarga de fusilería. A las 9.40 horas, oímos la segunda descarga. A las 10.00 se produjo la tercera y última descarga. Todas continuadas de sendos tiros de gracia, 'pacs' que se expandían por la límpida atmósfera de la sierra madrileña de Hoyo.

La primera crónica que hice, con mis apuntes y los de Orozco, fue leída atentamente por la troika directiva de Cambio 16: los míticos periodistas Juan Tomás de Salas, editor, el director de Publicaciones, Ricardo Utrilla, y el director de la revista, Manuel Velasco. Pero para informarse, pues no pasaría la censura del ministerio de Información. Velasco me dijo: “Reescríbela. Como si fuera para agencia”. Cuando la releo, me sorprende el estilo yerto, el minucioso relato forense de la crónica que iba en el ejemplar impreso que primero fue censurado por la portada y, posteriormente, con una nueva portada, por el contenido.

Escribí una tercera versión. Ésta, muy menguada en el contenido, pasó todas las precauciones propias. Y también la censura, con una tercera portada que ya no eran las censuradas, “Contra el régimen: A toda ira” ni “Tempestad sobre el régimen: A toda ira”, sino “Siete días de España: Así fue”, y con informaciones también notablemente mutiladas.

La tercera y definitiva versión mantenía el mismo estilo impávido y la absurda nota meteorológica –el para qué lírico lo había eliminado en la segunda versión–. Y un párrafo, que se mantuvo desde la primera, que retrataba lo que más me había impresionado a lo largo de todo el tiempo, cuando todo había terminado: “Los escasos automovilistas que cruzan la carretera indagan con la vista, asombrados por el número de guardias civiles o por una figura, la hermana de Baena, que, de repente, sale corriendo y llorando por la carretera”. En la puerta del polígono militar, donde esperaban familias y abogados, acababa de conocer por nuestra boca que se habían consumado los homicidios legales. Fue un momento especial: sucedió un silencio absoluto, como el del 'paso de un ángel', que se espesó, contra toda lógica, con el llanto desconsolado y la desesperada carrera sin sentido de la joven hermana de Baena por la carretera hacia Madrid.

A las mismas horas, los etarras Ángel Otaeguicondenado por planificar el atentado que costó la vida a Gregorio Posadas, cabo primero de la Guardia Civil– y Juan Paredes Manot, 'Txiki' –condenado por el homicidio del cabo primero de la Policía Armada Ovidio Díaz en el transcurso de un atraco al Banco Santander de la calle Caspe de Barcelona–, eran fusilados en el penal de Villalón, Burgos, y en un bosque cercano al cementerio de Cerdanyola del Vallés, Barcelona, respectivamente.

Otros seis condenados a muerte por cuatros consejos de guerra sumarísimos, expeditivos y sin garantías procesales, habían sido indultados por penas de reclusión mayor en el Consejo de Ministros del día anterior: los militantes del FRAP Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández Tovar, Concepción Tristán y María Jesús Dasca (ambas por estar embarazadas) y Manuel Cañaveras, así como al etarra José Antonio Garmendia, autor material del atentado en el que murió el cabo Posadas, esquivaron la muerte.

La puntilla a un régimen y a un ‘caudillo’ agonizantes

Como doce años antes, en 1963, con la ejecución de Julián Grimau, dirigente en el interior del Partido Comunista de España, el régimen hizo oídos sordos a todas las peticiones nacionales e internacionales de clemencia, sólo atento a las presiones internas de los grupos de poder del régimen y a su insaciable sed de venganza. Pero si el ajusticiamiento de Grimau fue un tiro en el pie de la dictadura, que congeló sine die el ingreso de España en la OTAN y en la Comunidad Económica Europea, la integración total en Europa, los fusilamientos del 27 de septiembre fueron la puntilla a un Franco y un franquismo que ya agonizaban por su propia cuenta.

Porque de 1963 a 1975 se habían producido hechos que habían empoderado a las sociedades civiles, principalmente a las generaciones jóvenes, que, desde el movimiento 'hippy' a la revolución de mayo del 68 y la Primavera de Praga, habían puesto en crisis modelos sociales y políticos obsoletos. Y habían puesto de relieve la fuerza de la protesta y la lucha en la calle.

La reacción internacional fue inmediata, contundente y, en muchos casos, violenta. Millones de personas se manifestaron en todo el globo y fueron especialmente numerosas en las capitales europeas. Y airadas: el odio al dictador español, su brutalidad y nulo respeto a los derechos humanos, que había sido mantenido en el poder durante cuarenta años por los intereses estratégicos norteamericanos y británicos, desató tal ira que se tradujo en el asalto y destrucción de la embajada española en Lisboa y otras delegaciones del régimen en el extranjero, así como destrozos en empresas de propiedad española, como, entre muchas, las sedes de Iberia de París y Roma.

La furia ciudadana fue asumida por los gobiernos de los países de la CEE, que llamaron a consulta a sus embajadores e incluso, al día siguiente de los fusilamientos, 28 de septiembre, el presidente de México, Luis Echeverría, solicitó la reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU para votar la expulsión de España de los organismos internacionales… México había sido “uno de los pocos regímenes políticos del mundo que mantuvo el compromiso que las naciones democráticas adquirieron en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial y que ratificaron a su término: el de no establecer relaciones diplomáticas con los países que abiertamente habían colaborado con el eje nazi-fascista” y, en consecuencia, no reanudó nunca las relaciones diplomáticas con la España de Franco.

En su mensaje al secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, Echeverría decía que “México une, vehemente, su convicción y su voz a la comunidad internacional en su condena por las graves y repetidas violaciones a los derechos humanos que ha cometido el régimen dictatorial que, desde la destrucción de la República, ofende al pueblo español (...) Es el momento en que deben cambiar su actitud todos los países que, en una u otra forma, han mantenido relaciones o han apoyado a la dictadura española, impuesta por el nazi-fascismo, para que hagan una honrada rectificación a su conducta” y solicitaba una reunión urgente del Consejo de Seguridad, para que, de acuerdo con los artículos 5 y 6 de la Carta de la ONU, pidiera a la Asamblea General que “el régimen español sea suspendido del ejercicio de los derechos y privilegios inherentes a su calidad de miembro”.

Iniciativa que desoyó un Consejo de Seguridad dominado por los Estados Unidos, Unión Soviética, Inglaterra, China y Francia, con derecho de veto, y que sólo acogió el miembro de turno, Checoslovaquia. Echeverría, no obstante, ordenó el 29 de septiembre romper los vínculos comerciales y las comunicaciones de México con España.

Pero el de Franco era un “régimen sordo a la opinión pública mundial” y una caricatura de un Franco enfermo apareció por última vez en los balcones del Palacio Real de Madrid el 1 de octubre, fiesta del régimen, ante una multitud conducida a la plaza de Oriente ante la que, sin voz ni fuerzas, repitió su vieja retórica de la campaña orquestada internacionalmente, “una conspiración masónico-marxista de la clase política, en contubernio con la subversión terrorista-comunista en lo social” –ya hacía años que había apeado de la conspiración a los judíos, cuando su hermana Pilar le dijo: “Paquito, nosotros somos judíos” (Nosotros, los Franco, ed. Planeta, 1980)–. Fue su último discurso, coincidente con los primeros de su larga dictadura. Dos semanas después, comenzó su larga y terrible agonía hasta el 20 de noviembre. Murió como había vivido: matando y mintiendo.

Y si algo positivo pudo extraerse de tan inhumanos hechos fue que los fusilamientos zarandearon de tal manera a la sociedad española que multiplicó la oposición no sólo al franquismo sino a la pena de muerte, lo que fue crucial para su posterior abolición en la Constitución de 1978, que aún exceptuaba lo que dispusieran las leyes penales militares en tiempos de guerra, excepción anulada después por la Ley Orgánica del 27 de noviembre de 1995.