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Iglesias y Cebrián bucean en los rincones oscuros de la Transición, pero con mucho cuidado

Iglesias saluda a Cebrián junto al autor del libro, Daniel Serrano.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Una novela puede conseguir muchas cosas. En Madrid, hizo posible el miércoles un encuentro en público entre dos personas que deberían estar enfrentadas en todas las trincheras en las que se debata sobre la Transición española a la democracia, la Transición con T mayúscula, claro. Pablo Iglesias y Juan Luis Cebrián. El líder de Podemos y el exdirector de El País y expresidente de Prisa. La ruptura contra la reforma. Los de abajo contra los de arriba frente al mejor socio periodístico de Felipe González, interlocutor privilegiado de los bancos y, en sus últimos años, aliado de Soraya Sáenz de Santamaría.

En 2017, Podemos lanzó un autobús a las calles del país para denunciar la España del establishment, por tanto de la corrupción. El vehículo llevaba en los laterales retratos de sus figuras más eximias, es decir, lo peor de lo peor. Ahí estaba Cebrián entre Felipe González y Jordi Pujol. Vaya pareja de guardaespaldas.

¿Había una ambulancia del Samur en la puerta del Círculo de Bellas Artes por si se producían heridos? ¿Volaron las sillas en los momentos más dramáticos? Noooo, la cosa fue muy civilizada. Básicamente, porque Iglesias lanzó algunas bolas con intención, pero Cebrián nunca buscó el 'home run', sino devolverlas con cuidado. Que siguiera el juego. Los de arriba no están por la labor de pegarse con los insurgentes. Siempre hay gente dispuesta a asumir ese papel a cambio de un sueldo razonable.

La novela de la que hablaban es 'Cal viva', del periodista Daniel Serrano, un intento de ajustar cuentas con el drama interno y generacional de la izquierda desde los años 70. Los padres que se resignaron a aceptar lo posible tras la muerte de Franco frente a los hijos que se quedaron pensando: ¿a esto se reduce todo? “Somos una generación que siempre pierde”, dijo Cebrián citando una de las frases del joven que coprotagoniza el libro.

Iglesias se refirió a eso cuando dijo que en la otra generación, la del padre en la novela, “no admiten nada”. Ni las decepciones, ni tener que tragar con lo que se aceptó esos años, por ejemplo que Billy el Niño y otros torturadores como él siguieran en la Policía y luego disfrutaran de una cómoda jubilación. “Hablar de Billy el Niño es sacar las vergüenzas de quien ha gobernado España tanto tiempo”, dijo, pensando obviamente en el PSOE y en eso que la gente como Cebrián decidió aceptar sin pestañear porque pensaban que no había alternativa.

Ese fue el momento en que Cebrián bajó el listón de las exigencias, es decir, introdujo el componente de la realidad que a veces se ignora en la izquierda. “Mi generación quería la democracia en España”, comentó. Se refería a una democracia como la de Francia, Italia o Alemania, lo que había disponible en el escaparate ideológico de Europa Occidental cuando existía la URSS y la Guerra Fría. Nada más. Lo decía un hijo de la clase privilegiada del franquismo que aspiraba a que el país fuera una democracia liberal sin aspavientos ni desafíos ideológicos al capitalismo.

De ahí que sea tan sencillo entender a Cebrián cuando dijo después que “lo más importante de una democracia es la institucionalidad”, por tanto, que las instituciones funcionen, en especial que sean capaces de representar los deseos y necesidades de los ciudadanos, pero sin pasarse. No es pedir mucho –demuestra hasta qué punto las aspiraciones de su generación eran modestas–, y resulta que eso es algo que Cebrián reconoció que ahora se está perdiendo.

Iglesias hizo más hincapié en el presente para responder a esa idea. “He aprendido (en estos años en la política) que el poder no respeta las instituciones”, dijo. El poder protege eso que Cebrián llamó la “institucionalidad” si le gustan los resultados en las urnas, siguió. De lo contrario, se ponen en marcha “mecanismos policiales y mediáticos” para controlar a los insurrectos. El líder de Podemos se refería a las cloacas –“policías que vienen de la tradición de los torturadores”– que tenían la misión de “eliminar” a Podemos, un partido con amplia representación parlamentaria y por tanto parte del sistema político.

Aquí la cosa se podía haber puesto caliente. Cebrián puso al frente de El País a Antonio Caño, que viró al periódico de forma brusca hacia la derecha para situar a Podemos como uno de los mayores peligros que afrontaba el sistema democrático. No fue el medio que utilizó con más intensidad la materia prima que cocinaban Villarejo y otros comisarios con pruebas falsas sobre las conexiones de Podemos con Venezuela e Irán, pero uno de sus editoriales destacó que “hay evidentes vínculos entre algunos de los impulsores de esta formación y los regímenes venezolano e iraní”.

Cebrián estaba muy ocupado en salvar en ese momento de la bancarrota al grupo de comunicación que presidía. Si ese era el precio que había que pagar, no había ningún problema.

Pero todo era muy civilizado en la charla. No era el día para imputaciones personales. Cebrián sí dijo algo que es cierto: “Las cloacas del Estado están en todos los estados”. Los ejemplos son fáciles de encontrar. La guerra sucia contra el IRA en Reino Unido. La bomba que mató a un fotógrafo puesta en un barco de Greenpeace por los servicios secretos franceses en la época de Mitterrand. Qué decir de Italia, donde durante décadas las cloacas eran el Estado, como ha contado muy bien el periodista Íñigo Domínguez en sus dos libros sobre la Mafia.

Es cierto, pero es un consuelo muy escaso, cínico, evidentemente.

Cebrián se puso estupendo recordando la época en que se codeaba con la élite financiera mundial. “La globalización es real. Creo que el problema de la izquierda es que no sabe que los poderes reales son globales”, argumentó con el traje de alguien que por estar ha estado hasta en el Club Bilderberg y en otros sitios con menos leyenda, pero más influyentes.

Desde luego, nadie en la izquierda ha hablado en los últimos años de las multinacionales que pagan cantidades ínfimas de impuestos en los países de los que obtienen grandes beneficios. O de los paraísos fiscales y de la presencia de los grandes bancos europeos en ellos. O de bancos como HSBC, accionista de, ejem, Prisa con Cebrián.

Iglesias también se puso estupendo. A su manera. Cebrián había citado el golpe del 23F para decir que “no toda España se metió debajo de la cama” (él no lo hizo) y referirse al miedo que daba el Ejército entonces (“las nuevas generaciones no sabéis lo que era el Ejército”).

El líder de Podemos no le desmintió, pero creyó que era el momento de pasar por encima de uno de esos mitos fundacionales de la Transición, esas cosas de las que no se habla para no dejar en mal lugar al anterior monarca y deslucir el cuadro idílico habitual en los medios. El golpe fue “una operación oligárquica” del general Armada, muy cercano al rey, para acabar con Adolfo Suárez y sustituirlo por un Gobierno de coalición en el que incluso habría ministros del PSOE. “Cuando Suárez deja de obedecer las órdenes de la monarquía, se organiza un golpe. No es un golpe fascista, sino para acabar con Suárez y poner otro Gobierno. Que de eso no se habla”.

Ya lo creo que no se habla, excepto en algunos libros. En realidad, hubo varios golpes en marcha, y uno de ellos fue el que describió Iglesias. Era ya el final de la charla y Cebrián optó por no prolongarla con lo que sabe de ese golpe. Estaba bien hablar de la Transición por la publicación de un libro, pero tampoco había que pasarse. Hay secretos que podrían poner en peligro la “institucionalidad”.

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