Además de la definición canónica del Diccionario de la RAE –“abajo firmante: persona que firma un escrito”–, hay un término netamente español, el abajofirmante (que no reconoce el DRAE), que define a quien firma al pie de un escrito, proclama o manifiesto reivindicativo que juzga digno de compartir.
Aunque no todos lo sean, dignos: no hace mucho, en los 80, vecinos del barrio madrileño de Moratalaz recogieron firmas para que se derribaran los Poblados de Absorción construidos para acoger a los chabolistas gitanos habitantes del terreno antes de la urbanización del barrio. El alcalde, el socialista Juan Barranco, no hizo, naturalmente, ni caso, pero quizá recodaría con nostalgia que esos mismos vecinos habían firmado en 1976 contra la estafa continuada de la mafia panificadora franquista, la “guerra del pan” y protagonizado la primera y mayor manifestación desde la guerra civil: obreros desclasados que cambiaron de chaqueta y de firma.
Pero, en general, los escritos, manifiestos o proclamas son dignos; suelen ser nobles, generosos y solidarios.
El, en este caso, arribafirmante ha sido un conspicuo abajofirmante desde los remotos tiempos del franquismo: los periodistas progresistas prorrateamos el precio de una esquela en memoria del suicidado/asesinado presidente chileno Salvador Allende, que insertamos en La Hoja del Lunes de Madrid el 13 de septiembre de 1973; yo también aborté, con nombre, apellidos y DNI, en 1979 con motivo de la campaña contra el procesamiento de las “Once de Basauri”, diez mujeres y el médico que les practicó el aborto, y en la actualidad no hay causa que me parezca loable que no firme de las que me pasan Change.org, Amnistía Internacional, World Wide Fund (WWF), Greenpeace, Movemos Europa y todo el etcétera imaginable de plataformas de ciberactivismo (participación, movilización...) ciudadano.
En la mayoría de las ocasiones, es un inútil combate. Pero, a veces, la firma del abajofirmante es una palanca que mueve la suciedad de la sociedad y del mundo. Las Once de Basauri, por ejemplo, fueron condenadas en 1982 –de manera casi simbólica por las numerosas atenuantes que consideró la Audiencia Provincial de Bilbao, entre ellas la “extrema necesidad”, que enfrentaba las doctrinas reinantes, la eclesiástica y la posfranquista–, indultadas en 1983 por el primer gobierno del PSOE y antesala de la despenalización del aborto que impulsó el gran jurista Fernando Ledesma en 1985.
Sin la presión de los abajofirmantes, la guerra de Irak no habría despertado la ira mundial, e infructuosa, que se opuso al invasor; el 15M español no habría cobrado dimensión e imitación universales y el #MeToo habría sido considerado una pataleta feminista y no hubiera dado lugar a las legislaciones y a la nueva moral sexual igualitaria y respetuosa que se está imponiendo en la sociedad... en casi todas: Amnistía Internacional mantiene actualmente una campaña contra la inhumana ley anti-homosexualidad aprobada por el Parlamento de Uganda.
Y sin ir tan lejos, el pasado día 13, el movimiento musulmán madrileño 'Por un entierro digno' entregó al Defensor del Pueblo unas modestas quinientas firmas para que haga valer su derecho a un enterramiento de rito islámico –que exige contacto directo de la parte derecha del cuerpo con la tierra y orientación a La Meca–, pues desde que el Ayuntamiento aprobó en 2022 una moción del PSOE para ceder una parcela de 10.000 metros cuadrados en el Cementerio Municipal de Carabanchel Sur para cementerio islámico, las 'abnegadas autoridades' representadas por el alcalde Martínez Almeida no han movido un dedo por implementar la decisión. Y eso que este país no es racista... Y a pesar de estar obligado por tres leyes: la de Enterramientos en Cementerios Municipales, la orgánica de Libertad Religiosa y la Reguladora de las Bases de Régimen Local.
Es, en general digo, un inútil combate, pero el número de causas conseguidas, importantes o no, son suficientes para animarse a seguir firmando.
Avaaz, palabra indoeuropea de donde se deriva la castellana ‘voz’, es una organización civil norteamericana cuyo objetivo es “movilizar a los ciudadanos del mundo para cerrar la brecha entre el mundo que tenemos y el mundo que la mayoría de la gente quiere”, y atribuye a la influencia de los millones de firmas que recoge en todo el mundo desde el Acuerdo por el Clima de París, la creación de grandes reservas marítimas o la ley Ficha Limpa de Brasil, que supuso la destitución del corrupto Eduardo Cunha, presidente de la Cámara Baja y que Le Monde calificó como “una espectacular victoria política y moral para la sociedad civil”. La lucha contra los glisofatos de la todopoderosa Monsanto, la masacre japonesa de ballenas, la ley antimutilación genital femenina de Somalia o que Arabia Saudí dejara de bombardear las escuelas de Yemen, entre otras muchas, figuran en su palmarés.
De los logros conseguidos por otras grandes organizaciones internacionales, como Amnistía Internacional, defensa de los derechos humanos; WWF, en la promoción y en la conservación del medio ambiente o Greenpeace, que lucha desde por el conservacionismo al desarme, tenemos noticias en la prensa todos los días en sus respectivos campos.
El caso de la popular Change.org, es algo peculiar, pues no se trata de una ONG sino más bien de una empresa estadounidense “cuyo negocio se basa en la venta de publicidad en su propia plataforma, peticiones patrocinadas y micromecenazgo” y se dedica a recopilar firmas que apoyen causas, en muchos casos pequeñas y personales, para conseguir que las cosas cambien, como predica su nombre. Así, entre sus peleas recientes, encontramos desde la petición de justicia por el abandono y muerte de 20.000 ancianos en las residencias geriátricas durante la pandemia del coronavirus, especialmente las de Madrid, y también para Shireen Abu Aqleh, la periodista palestina asesinada en 2022 por el ejército israelí. O parar la mina a cielo abierto de cuarzo metalúrgico destinado a Noruega que destrozará 2.785 hectáreas de Duruelo y Cerezo de Abajo, Segovia. O contra la imposibilidad de conseguir cita previa en la Seguridad Social, también especialmente en la Comunidad de Madrid; los refugiados ucranianos; rebautizar el aeropuerto de Palma como Aeropuerto Internacional Rafael Nadal o buscar al torturador con fuego del perro Tintín, sustraído en Torreiglesias, Segovia, que volvió malherido a su hogar... Sin olvidar la petición a WWF España para que el rey emérito Juan Carlos I deje de ser su presidente de honor, por ser, o era, un conspicuo depredador de animales en peligro de extinción, como los elefantes.
Change ha recogido, desde su fundación en 2007, las firmas habituales de 500 millones de personas; tiene más de 12 millones de usuarios activos y en su expansión compró la española Actuable, dedicada a los mismos menesteres, como que el Instituto Madrileño del Menor y la Familia devolviera a Habiba a su bebé, que se lo arrebataron con la excusa de que le daba de mamar durante demasiados meses. O que la Yago School sevillana dejara de discriminar a los hijos de familias homoparentales...
Una fórmula distinta, muy interesante, es la de la española Osoigo, fundada en Donostia en 2014 por Eneko Agirre, una plataforma en la que 630 políticos de 40 partidos políticos están comprometidos a responder las preguntas de los ciudadanos si vienen avaladas por cierto número de firmas interesadas en la respuesta.
La firma tiene un precio
Pero firmar escritos, manifiestos o proclamas tiene un precio: no es lo mismo soltar un denuesto en las redes sociales, generalmente enmascarado por un pseudónimo, que plantar nombre, apellidos y DNI y otros datos personales al pie de un escrito que, seguro, va a molestar a alguien. Lo primero, o lo segundo, que hacen los ofertantes de empleo es rastrear las huellas digitales del solicitante...
El caso del prestigioso economista Antonio Cabrales es emblemático. Catedrático de la universidad madrileña Carlos III, le duró unas horas su puesto de consejero del Banco de España, las que tardaron en averiguar que su firma figuraba, junto a otros acreditados economistas y académicos, en una carta dirigida al rector de la universidad escocesa de Saint Andrews para recomendar la contratación de la prófuga nacionalista catalana Clara Ponsatí, amiga con la que había trabajado en la universidad Pompeu Fabra. Pues el economista Cabrales no sólo no era independentista sino que había sido propuesto por el PP y aceptado por el gobierno socialista... Y es que scripta manentk, dice el periodista Ignacio Vidal-Folch, que a raíz de este hecho, decidió pasar de abajofirmante a “no firmar nada que no haya redactado yo mismo”: lo escrito permanece, le dijo Cayo Tito al senado romano.
Otros, en cambio, reivindican su condición: “Cuando llegamos a acuerdos y somos los abajofirmantes es porque estamos pensando en la ciudadanía”, dijo Luis Manuel Monforte, secretario general de la UGT en Castilla-la Mancha, y “estamos acostumbrados a que nos llamen abajofirmantes”, recalcó Ángel Nicolás, presidente de la Confederación Regional de Empresarios de Castilla-la Mancha. Ambas partes, que han firmado 25 acuerdos que no se verán afectados por las elecciones, presumen de “orgullo abajofirmante”.
Yo también.
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