Élites pactando. Repartiéndose cargos, instituciones y prebendas. Puertas giratorias entre la política y la empresa. Partidos blindados, cuyas direcciones eligen diputados, alcaldes, consejeros de empresas públicas y el gobierno de los jueces. Y todo ello coronado por un rey, que juró los principios fundamentales del régimen franquista, que se apuntó a la democracia cuando murió el dictador y que se dio un baño de legitimidad en el 23F. Un rey, que, 33 años después de aquel golpe de Estado, ha abdicado.
Si Juan Carlos fue ungido por el dictador, el presidente, Adolfo Suárez, exsecretario del Movimiento, lo fue por el monarca. Y la Constitución, a su vez, por siete padres, si bien fue tejida entre bambalinas por los números dos de UCD y el PSOE, Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra. El patio de la política era tan reducido como lo eran sus camarillas, con un terreno de juego de notables limitado, siempre ante la atenta mirada de los Estados Unidos de Jimmy Carter y la Alemania de Willy Brandt y Helmut Schmidt. Los actores podían contarse con los dedos de las manos.
Eran tiempos en los que el PSOE de Felipe González cantaba en sus mítines “España, mañana, será republicana”, y en los que el PCE eurocomunista de Santiago Carrillo cambiaba la tricolor por el “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”. Fue la reforma, en lugar de la ruptura. Fue el harakiri de las Cortes franquistas. Fue la reconciliación plasmada en una texto constitucional que instauraba una monarquía parlamentaria que preponderaba los partidos mayoritarios a través de la circunscripción electoral provincial, a los que situaba en el centro de la política, y que enterraba los crímenes del franquismo.
La izquierda organizada, el PCE, venía del exilio, y la derecha, del franquismo. En la memoria estaba vívida la Guerra Civil, la dictadura de Primo de Rivera, las guerras carlistas del siglo XIX, los vaivenes constitucionales desde la primera Carta Magna, la de 1812. ETA mataba un día sí y otro también, y la extrema derecha sembraba el terror, y la muerte, como la de los abogados de Atocha.
La Constitución de 1978 responde a 1978. Pero 2014 ya no es 1978.
Los grandes actores de aquellos años han ido desapareciendo. El último, el señalado como demiurgo del tránsito de la dictadura a la democracia, Adolfo Suárez, ha fallecido hace dos meses y medio. En septiembre hará tres años de la muerte de Santiago Carrillo, quien dirigió a los comunistas a la reconciliación con los vencedores de la Guerra Civil –sus torturadores– y al juancarlismo. Manuel Fraga, quien reconvirtió a la derecha franquista en el Partido Popular, murió en enero de 2012. El más joven de aquella época, Felipe González, quien hizo al PSOE renegar del marxismo en Suresnes hace 40 años, jarrón chino por excelencia, ha abogado en la última campaña electoral por la “gran coalición entre PP y PSOE” y ha alertado de las “alternativas bolivarianas” tras el resultado del 25M. Miquel Roca, padre de la Constitución y nacionalista catalán, es el abogado defensor de la infanta Cristina. Él, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón son los tres ponentes constitucionales que siguen vivos.
Y, por encima de todos, el rey, quien este lunes ha abdicado.
Los despachos en Zarzuela, las visitas estivales a Marivent, los pactos bajo cuerda, la política de unos pocos con el consenso como valor supremo, lo que se decide institucionalmente qué es y no es política, ha recibido este lunes otro varapalo. Uno más de los muchos que le han golpeado desde el 15M, hace apenas tres años.
Si a alguien va destinado el “no nos representan” es a ellos, a los políticos y partidos que participaban en este juego con el derecho de admisión reservado. Cuando se grita “lo llaman democracia y no lo es”, se intenta sacar las vergüenzas a un sistema controlado por unos pocos y se reclama otra democracia; más democracia. Cuando se para un desahucio, se ponen en cuestión leyes que se ceban en los que menos tienen y protegen a los poderosos. Cuando se marcha en la calle y en los tribunales contra privatizaciones sanitarias, se enmienda una legislación que se considera injusta. Cuando se hacen asambleas en plazas, universidades, nodos, redes sociales y asambleas –o círculos–, se toma una palabra que, hasta ahora, parecía propiedad del Congreso y el Senado. Cuando se atiende en las consultas médicas a los inmigrantes, se desafía una ley que les ha negado ese derecho. Cuando una Via Catalana reúne a cientos de miles de personas, se exige el fin del Estado autonómico.
Una ciudadanía que se organiza, debate y hace política, principalmente sin partidos, y que este lunes ha salido a la calle en toda España para pedir un referéndum sobre el modelo de Estado mientras los políticos dominantes se aferran a los jirones del régimen de 1978. La abdicación de Juan Carlos, pactada en tiempo y forma entre el rey, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, es el penúltimo episodio, el enésimo “atado y bien atado”, en el que un PSOE en mínimos electorales históricos, sin rumbo definido, apuntala de nuevo el edificio tambaleante de la Transición, con todo lo que representa. Como hizo en agosto de 2011, sellando con el PP una reforma constitucional exprés para limitar el tope de gasto público.
2014 ya no es 1978.
Ahora, el PP y PSOE, únicos representantes del modelo nacido en 1978, están por debajo del 50% de apoyo electoral, después de las elecciones de hace ocho días, las europeas del 25M. Y la izquierda a la izquierda del PSOE, principalmente Izquierda Unida y Podemos, superan el 20%, expresando una clara contestación al bipartidismo y al régimen instalado en los últimos 36 años. Un régimen que, además, ya no tiene la amenaza de ETA, y que se ha visto erosionado por las imputaciones a Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón, los papeles de Bárcenas, el caso de los ERE, la cacería en Botsuana y el reparto desigual de los efectos de la crisis, que ha disparado el paro hasta el 26%.