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Abril, el mes más cruel y el de los brotes verdes

Desfile de falangistas por la calle de Alcalá en los primeros días tras la toma de la ciudad de Madrid por las tropas de Franco
6 de abril de 2024 21:26 h

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“Abril es el mes más cruel”, sentenció el poeta británico-estadounidense Thomas Stearns Eliot, pues, a pesar de criar “lilas en la tierra muerta”, mezcla “memoria y deseo” y remueve “turbias raíces con lluvia de primavera”. Aquí, durante el franquismo, fue “la vegetación en el páramo”, como dijo el admirable, por íntegro, filósofo don Julián Marías para reconocer el verdor de la esperanza en la España esteparia que le tocó vivir.

En honor de este aventajado discípulo de Unamuno y Ortega y Gasset y su ejemplar actitud política-personal –rechazó opositar a la cátedra de Ortega y Gasset en 1953 y, posteriormente, la que le ofrecieron por negarse a solicitar el preceptivo certificado de adhesión al régimen–, titulo el trabajo que pergeño estos meses: La vegetación en el páramo, unos Apuntes para una historia social de la España de Franco. Y en ellos veo, ya metido en culturillas, la importancia de llamarse abril en la historia de nuestro atribulado país.

Una historia inmediata marcada por la llegada de la II República Española, el 14 de abril de 1931, entre gritos de larga vida republicana alternados con los mueras a Gutiérrez, como se apodaba popular y despectivamente al rey Alfonso XIII; por, ocho años después, el 1 de abril de 1939, el Año de la Victoria de los golpistas y, 38 años más tarde, por el 15 de abril de 1977, cuando se convocaron elecciones generales constituyentes, primeras elecciones libres desde las de febrero de 1936. Entre la primera y la última fecha, la historia D'un temps, d'un país gris al que el cantautor valenciano Raimon ponía música y color desde 1964: “De un tiempo que es ya un poco nuestro,/ de un país que ya estamos haciendo”.

Una ciudadanía que iba recuperando, paso a paso, su país de unas manos usurpadoras, a menudo ensangrentadas, avariciosas sin límite, totalizadoras incluso para lo propio: “exijo en nombre de España”, dice un Franco impúdico en el Decreto 255 del BOE del 20 de abril de 1937, “una sola entidad política nacional, enlace entre el estado y la sociedad, garantía de continuidad política y adhesión al pueblo (...) para forjar una unidad y grandeza histórica” y a la jefatura del gobierno, en seguida del estado, y generalísimo de todos los ejércitos, suma la jefatura del partido único: Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas, a los pocos años disfrazado de Movimiento Nacional cuando la derrota de sus socios nazi-fascistas lo obliguen a disimular su naturaleza.

Pero eso será en 1943. Mientras, disfruta de la estrecha amistad de sus cómplices en la guerra civil: el mismo 1 de abril de 1939 firma en Burgos un Tratado de Amistad Germano-Español; seis días más tarde, el 7 de abril, la adhesión al Pacto Anti-Komintern en presencia de los embajadores del Eje en España y, para celebrarlo, presta entusiasmado apoyo logístico a la Operación Rügen de la Legión Cóndor alemana y la Aviazione Legionaria italiana de bombardeos en alfombra experimentales contra la población civil en Durango (31 de marzo) y Guernica (26 de abril de 1937) –me ocuparé de ello en su aniversario–.

El arte del camuflaje bélico-político

Y si abril de 1945 fue un mes nefasto para el PCE del interior –fusilamiento el día 28 del responsable, José Vitini, teniente coronel de las Fuerzas Francesas del Interior y héroe de la Resistencia, como contaba el anterior Memorando–, tampoco fue bueno para la dictadura: en la Conferencia de San Francisco, del 25 de abril al 26 de junio, asamblea fundacional de la Organización de las Naciones Unidas, el representante de México, Luis de Quintanilla, propuso rechazar la candidatura de ingreso de España y condenar el régimen franquista, propuesta que la Asamblea General aprobó por aclamación. Una consecuencia se producirá tres años más tarde cuando Truman firme el 3 de abril de 1948 el Plan Marshall, que también excluye a España de los beneficios del European Recovery Program. Curiosamente, el presidente del consejo de ministros del gobierno de la República en el exilio, doctor Juan Negrín, avisa en unas sonadas declaraciones al New York International Herald Tribune (1-2 de abril de 1948), lúcida y razonablemente por lo visto, que la exclusión lograría el efecto contrario al que pretendía, reforzaría el régimen de Franco en vez de debilitarlo.

A Franco –y con él al generalato, la Iglesia nacionalcatólica y el gran capital que lo sostenían– le daba igual: en julio de 1948 puso en circulación 150 millones de monedas de una peseta donde se autoproclamaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”, apropiándose para la naturaleza de su poder del motto de los reyes de España: como el fundamento de su autoridad no era de este mundo, poco podía contra él la conjura “masónico-marxista” (el apellido “judeo”, salvo alguna que otra alusión anecdótica, ya había sido prácticamente apeado de la palabrería propagandística.

Las monedas habían sido acuñadas en 1947, tras la aprobación de la ley de Sucesión en la Jefatura del Estado –que, sometida a referéndum el día 6 de julio de 1947, había sido aprobada por unos imposibles 93% de votos y el 89% del electorado–, en la que si bien España se constituía en Reino –de acuerdo a los deseos anglosajones–, Franco se instituía como dictador perpetuo y se reservaba el nombramiento de su sucesor, lo que tenía que ser ratificado por las Cortes, unas Cortes que también eran suyas.

Un toque de aviso al heredero in pectore, Juan de Borbón, que el  7 de abril emitió el contundente Manifiesto de Estoril, en el que tachaba de ilegal la nueva “ley fundamental”, pues “prevé un sistema por completo opuesto al de las Leyes que históricamente han regulado la sucesión a la Corona (...) lo que ahora se pretende es pura y simplemente convertir en vitalicia esa dictadura personal, convalidar unos títulos, según parece hasta ahora precarios, y disfrazar con el manto glorioso de la Monarquía un régimen de puro arbitrio gubernamental”.

Tal cual era: Stanley G. Payne y Jesús Palacios recogen en su libro Franco, mi padre (Ed. La Esfera de los Libros, Madrid, 2008) un testimonio tan poco sospechoso como el de su hija Carmen: el epíteto de dictador “no le molestaba demasiado” a Franco, porque, dice, “Al fin y al cabo era una dictadura, y a él, en su época, la Dictadura de Primo de Rivera le parecía que era buena. No estaba tan demonizada como ahora, que cualquiera podría decir: «¡Ufff, una dictadura!, ¡llamarme dictador a mí!». Y eso no le molestaba porque comprendía que lo era. Y a mi madre, tampoco”.

(Una digresión: con Eduardo Chamorro tuvimos el honor de llamarle dictadura a la dictadura por primera vez en letra impresa legal en España; lo hicimos en nuestro libro Las bases norteamericanas en España –ed. Euros, Barcelona–, en enero de 1976).

Pero había, nuevamente, que disimular: el 6 de abril de 1948, nueve años y cinco días después del celebrado Día de la Victoria, seguía vigente el estado de guerra que habían ido imponiendo los sublevados en cada territorio que caía en sus manos. El día 7 dejó de estar vigente, aunque se mantuvo hasta 1954 en zonas de Aragón, Catalunya y la Comunitat Valenciana donde perduraba la actividad guerrillera. De todas maneras, la ley de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 y el decreto-ley sobre Bandidaje y Terrorismo de 18 de abril de 1947, concomitantes con el estado de guerra, permitían cambiar algo para que todo siguiera igual.

Lo que, naturalmente, no colaba. Desde luego, de puertas afuera: tras la firma del Tratado de Washington fundacional de la OTAN, el 4 de abril de 1949, Dean Acheson, el secretario de Estado del presidente Truman, que había trabajado para incluir a España en las estructuras defensivas-ofensivas de Occidente, expresó su frustración y culpó a Franco de la exclusión por negarse a la liberación de su régimen, que volvió a tachar de fascista y, por tanto, indigno de alinearse con las democracias europeas

Pero es que ni siquiera convencía a los suyos: tras un incendiario discurso pronazi que pronunció ante el Consejo Nacional de Falange en el quinto aniversario del alzamiento en el que dio por ganada la guerra por Hitler, incluso aunque Estados Unidos cayese en la tentación de involucrarse, el monárquico general Luis Orgaz, uno de los artífices de su subida a la jefatura de la traición, comisionado por el alto mando, le advirtió que no debía volver a hacer discursos sobre política exterior como el pronunciado sin consultar antes con el Consejo Superior del Ejército y exigió que Serrano Suñer, verdadero responsable de tales pronunciamientos, fuera destituido inmediatamente. Seis meses más tarde, el 15 de diciembre de 1941, en la clausura de las reuniones que había celebrado el Consejo Superior del Ejército para evaluar la situación política interior y exterior, el general Alfredo Kindelán, otro de los artífices de su subida a la jefatura de la traición, tomó la palabra para poner en duda la cantada victoria de la Wehrmacht, criticar al gobierno por incompetente e inmoral por su ineptitud para atajar la extendida corrupción de la burocracia falangista y exigió la ruptura con Falange y separar las jefaturas del Estado y del Gobierno. El alto mando militar le reprochó el descrédito creciente del ejército a causa de la continuada represión, que abarrotaba las cárceles, los fusilamientos sin cesar y convertir en escuadrones de exterminio los inhumanos batallones de castigo. La embajada británica en Madrid distribuyó copias de la intervención de Kindelán a los aliados y a los aliadófilos españoles.

Disparos de salva: Franco consiguió consolidar su régimen y neutralizar la disidencia militar, verlo amparado por el concordato con el Vaticano y los acuerdos con los Estados Unidos en 1953 y recibir el espaldarazo internacional con el ingreso de España en la ONU en 1955.

El poeta gallego Celso Emilio Ferreiro levanta acta de la oscuridad en 1962 con su Longa noite de pedra: “O teito é de pedra./ De pedra son os muros/ i as tebras./ De pedra o chan/ i as reixas./ As portas,/ as cadeas,/ o aire,/ as fenestras,/ as olladas,/ son de pedra./ Os corazós dos homes/ que ao lonxe espreitan/ feitos están/ tamén/ de pedra./ I eu, morrendo/ nesta longa noite/ de pedra (El techo es de piedra./ De piedra son los muros/ y las tinieblas./ De piedra el suelo/ y las rejas./ Las puertas,/ las cadenas,/ el aire,/ las ventanas,/ las miradas,/ son de piedra./ Los corazones de los hombres/ que a lo lejos esperan,/ hechos están/ también/ de piedra./ Y yo, muriendo/ en esta larga noche/ de piedra)”.

Brotes verdes: huelgas y rebelión estudiantil

Pero entre los intersticios, creció la hierba; por las rendijas, se coló la luz. Tras tres meses de enfrentamientos con los militantes del falangista Servicio Español Universitarios y la policía, los “hijos de los vencedores y los vencidos” –los de familias de vencedores de la guerra civil (Sánchez-Mazas, Pradera, Kindelán...) y de los  vencidos (estudiantes progresistas de izquierdas) lanzaron el 1 de abril de 1956 un manifiesto de oposición y reconciliación: “En este día, aniversario de una victoria militar que, sin embargo, no ha resuelto ninguno de los grandes problemas que obstaculizaban el desarrollo material y cultural de nuestra patria, los universitarios madrileños nos dirigimos nuevamente a nuestros compañeros de toda España y a la opinión pública. Y lo hacemos precisamente en esta fecha –nosotros, hijos de los vencedores y los vencidos− porque es el día fundacional de un régimen que no ha sido capaz de integrarnos en una tradición auténtica, de proyectarnos a un porvenir común, de reconciliarnos con España y con nosotros mismos”. En el reverso de los panfletos –que rechazaban “una nostalgia de la República” y expresaban un deseo “de superación del enfrentamiento de 1936, que se intuía como un gran fracaso nacional”–, un extracto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.

La lucha estudiantil se inscribía en la primera gran oleada de huelgas que consiguió recuperar en 1956 los niveles retributivos anteriores a la Guerra Civil. No sin pagarlo en sangre: mucho antes que el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy en Dallas, en 1963, la policía franquista inventó la bala de múltiples trayectorias, pues disparando al aire asesinaba a huelguistas y manifestantes; otro invento de la dictadura fue, se decía con amarga ironía, ‘el obrero volador’: el 3 de abril de 1973 la policía mata a Manuel Fernández Márquez, afiliado a Comisiones Obreras en las protestas de los trabajadores de las empresas constructoras de la central térmica barcelonesa de Sant Adrià de Besòs. Otras muertes se sucedían en tierra, premeditadas y tras consejos de guerra sumarísimos o juicios caricaturescos, como el de Julián Grimau, el 19 de abril de 1963.

Todo salpicado, como si fueran estaciones de un vía crucis, de estados de excepción, que en el llamado Segundo Franquismo, a partir del Plan de Estabilización de 1959, comienzan con la huelga minera en la cuenca de Mieres, el 7 de abril de 1962, que se extenderá por la minería de todo el país y por las grandes ciudades: el estado de excepción del 4 de mayo se decreta para Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. Vizcaya sufrirá el de abril de 1967, a raíz de la huelga de Laminaciones de Bandas en Frío de Echévarri. En solitario, como el de agosto de 1968 para Guipúzcoa tras los primeros asesinatos de ETA, el del guardiacivil José Pardines y el de Melitón Manzanas, jefe de la Brigada de Investigación Social de la comisaría de San Sebastián, brutal torturador y colaborador de la Gestapo nazi. Las reacciones en toda España con motivo del asesinato el 17 de enero de 1969 del estudiante Enrique Ruano, un joven militante del Felipe (Frente de Liberación Popular), por tres policías de la odiosa Brigada de Investigación Social, el 24 se ordena en todo el territorio nacional el estado de excepción y se restablece la censura previa de la prensa. Paralelo al proceso de Burgos contra 16 etarras acusados de tres asesinatos, el 4 de diciembre de 1970, tras el estado de excepción para Guipúzcoa y para todo el país las garantías de detención. Y, en fin, un Franco preagónico dicta el 25 de abril de 1975 su último estado de excepción; casualmente coincide con la Revoluçao dos Cravos portuguesa...

Una ley de Prensa para una prensa sin libertad

La censura previa para las publicaciones, vigente desde la ley de Prensa de 22 de abril de 1938 –calcada, como tantas leyes franquistas, las legislaciones hitleriana y mussoliniana–, había sido abolida por la ley de Prensa de 1966, que entró en vigor el 8 de abril de 1966. Una ley llamada a dar respuesta al clamor internacional por la libertad de prensa en España –y, especialmente, a las presiones de los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca–. El autoalabado parto de los montes dio a luz –en realidad: a las sombras dictatoriales– un ridículo ratón.

De la llamada ‘ley Fraga’, por ser su artífice como ministro de Información y Turismo de 1962-29 de octubre de 1969, el gran periodista Antonio Fontán, director del diario Madrid y miembro de la secta Opus Dei –que en 2000 sería distinguido como uno de los 50 “héroes de la libertad de prensa mundial” por el Instituto de Prensa Internacional– decía en 1969: “creó un nuevo clima en los periódicos españoles, ha ejercido influencia en la política general, en la mentalidad de muchas gentes y en los modos de expresión del país y ha ensanchado el conocimiento que los españoles tienen de la realidad nacional”. Lo decía cinco años antes de que, tras sufrir diecinueve procesos por el siniestro Tribunal de Orden Público y una lluvia de sanciones administrativas entre 1967 y 1968, el 30 de mayo de 1968 el diario fuera suspendido durante cuatro meses por un artículo del presidente del diario, Rafael Calvo Serer, también del Opus. El artículo, titulado “Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle”, hablaba de los sucesos del revolucionario Mayo del 68 francés, pero paralelamente le confeccionaba un traje a medida al general Franco. El castigo fue prólogo para, tras encontrar como excusa leves irregularidades en el accionariado –402 acciones sin titularidad, como exigía su ley, de las 48.000 de que constaba la empresa– cerrarlo el 25 de noviembre de 1971 por orden del sucesor de Fraga: Alfredo Sánchez Bella –apodado sotto voce ‘La Bella Sánchez–, también conmilitón de la secta católica. El edificio del diario fue derribado el 24 de abril de 1973 mediante la entonces moderna técnica de la ‘voladura controlada’ con dinamita. El corresponsal del International Herald Tribune describió así el hecho: “It was a dramatic and symbol end to one of the country´s few independent voices” (IHT, april.25.1973). Fue, en efecto, un dramático y simbólico final de una de las pocas voces independientes del país. Cuatro días después, el 28, De Gaulle se vio obligado a dimitir tras su mala gestión de los sucesos revolucionarios. Franco, no .

La realidad es que, aunque la ley de Prensa del 66 supuso un acicate para alcanzar mayores cotas de libertad de expresión e información, puso de relieve la inmiscibilidad de la libertad de prensa y la dictadura y, salvo en el más negro periodo de la inmediata posguerra, con cierres de medios, apropiación de cabeceras, asesinatos y largas penas de prisión,  prensa y periodistas no sufrieron mayor represión en forma de cierres de cabeceras, suspensiones temporales, multas, inhabilitaciones y penas de prisión que bajo la ley Fraga, el que se ufanaba de que “la libertad de prensa la he hecho yo”.

El 15 de abril de 1977 se convocaron las primeras elecciones libres desde 41 años antes, las de febrero de 1936, y dos días después el 17, se volatizó el Movimiento Nacional. La pesadilla había terminado; vendrían malos sueños ocasionales, pero el dinosaurio ya no estaba allí.

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