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OPINIÓN | Huérfanos, por Enric González

El aislamiento internacional de la dictadura: la única victoria de los guerrilleros españoles

Un grupo de milicianos antifranquistas en Casaio

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Cerramos esta trilogía sobre los guerrilleros republicanos españoles –la Operación Reconquista de España, la invasión del valle de Arán,  y la obra sanitaria social del Hospital Varsovia de Toulouse– con la única victoria obtenida contra la dictadura del general Franco: el aislamiento internacional y la condena generalizada de un régimen inmoral, profundamente corrupto y despiadadamente asesino. Una victoria pírrica, limitada en el tiempo y que, al final, hizo abroquelarse al franquismo, temeroso de acabar como sus compinches fascistas y nazis, en las horcas de Núremberg o linchados por la furia popular desatada.

Hace 80 años, Francia se preparaba para medio siglo de desagradecimiento y olvido de la lucha de los guerrilleros españoles en la Resistencia francesa contra el invasor alemán. Y, salvo acciones puntuales de ayuntamientos y organizaciones que, al margen de la política oficial, reconocían su heroica lucha, no volvería a ser reconocida y honrada sino hasta finales del siglo pasado y principios de éste.

Así, ya hemos contado que el 14 de septiembre de 1944 Charles de Gaulle, presidente del gobierno provisional francés, tras condecorar a los guerrilleros españoles por su decisiva participación en la guerra contra los nazis –“Guerrillero español: en ti saludo a tus bravos compatriotas. Por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia, por tus sufrimientos, eres un héroe francés y español”, dijo, al condecorar con la Medalla Militar y la Cruz de Guerra al guerrillero socialista Pablo García Calero, gravemente herido–, un mes después, el 16 de octubre,  reconoció al gobierno de Franco –declaró: “El Gobierno francés no puede olvidar que España no atacó a Francia en 1940 y, en justa reciprocidad, Francia no piensa atacar ahora a España” (27 de octubre de 1944)– y los desarmó el 28 de octubre, cuando disolvió las Fuerzas Francesas del Interior y sus milicias, como la Agrupación de Guerrilleros Españoles.

Y por su parte, Georges Bidault, ministro de Asuntos Extranjeros y presidente del Consejo Nacional de la Resistencia, derechista y católico pero partidario de una política antifranquista contundente, declaró: “Francia no reconoce más españoles que aquéllos que al lado de los franceses han vertido su sangre por un común ideal de libertad”. Piropo insidioso –que diría Mary Wollstonecraft, madre del feminismo (y de Mary Shelley)– que perseguía que los guerrilleros se alejaran de Francia y se alistaran en la Legión Extranjera como carne de cañón en las guerras imperialistas de Francia en Indochina, Argelia...

En marzo de 1945 el gobierno francés, en reconocimiento a la participación de los republicanos españoles en la Resistencia, les concedió la condición de refugiados, un lenitivo para sus difíciles e inciertas condiciones de vida.

Pero fue el ansia de sangre y de venganza de la dictadura lo que vino, paradójicamente, en auxilio de los exiliados en su lucha antifranquista: el asesinato el 21 de febrero de 1946 en el campo de tiro de Campamento, Madrid, del guerrillero Cristino García Granda, distinguido como Héroe Nacional de Francia, con nueve de los suyos.

De la ira que produjo en Francia da cuenta la moción del 22 de febrero de 1946, presentada conjuntamente por el democratacristiano François de Menthon, el comunista Jacques Duclos, el radical Edouard Derriot y el socialista Maurice Lacroix y aprobada por unanimidad de la constituyente francesa: “La Asamblea Nacional Constituyente recibe, con indignado dolor, la noticia de la ejecución de Cristino García y de sus compañeros de lucha, fusilados por odio a la libertad que poco ha habían defendido en nuestra tierra. La Asamblea traduce la protesta de la conciencia francesa ante esta nueva aplicación de métodos de represión condenados por el mundo civilizado (...) invitando al Gobierno francés a que prepare su ruptura con el Gobierno de Franco. La libertad nace siempre de la sangre de los mártires”.

Ese “preparar su propia ruptura” fue la máxima concesión que habían obtenido De Gaulle y Bidault en vez del “llevar a cabo su propia ruptura” de la moción original. Pero la pasión nacionalista que levantó en Francia el fusilamiento de Cristino García por una dictadura que hizo oídos sordos a la petición universal de clemencia, desactivaba cualquier tentativa gubernamental francesa –más bien del ministro de Asuntos Extranjeros– de tratar de volver a suavizar la moción parlamentaria. Además, con el cierre de la frontera con España el 1 de marzo y la autorización de que el primer gobierno republicano en el exilio, formado en agosto de 1945 y presidido por José Giral, se trasladara a Francia desde su exilio en México, el nuevo presidente del Gobierno provisional de la República Francesa, el socialista Félix Gouin, sucesor de De Gaulle, quería enfrentar a Estados Unidos y Gran Bretaña ante hechos consumados en la convocada Conferencia de Londres sobre España.

La Conferencia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, se celebró el 4 de marzo de 1946, pero Francia no obtuvo la ruptura propuesta, aunque sí un compromiso bienintencionado –una Declaración Tripartita de rechazo a la dictadura de Franco y el deseo de que los españoles se gobernaran según su voluntad democrática–, que la haría posible poco después:

“Los gobiernos de Francia, Estados Unidos de América y Reino Unido han intercambiado puntos de vista en relación al actual Gobierno español y sus relaciones con el régimen. Están de acuerdo en que mientras el General Franco continúe gobernando a España, el pueblo español no puede esperar una colaboración cordial y entera con las naciones del mundo, que, por su común esfuerzo, han provocado la derrota del fascismo italiano, y del nazismo alemán, fuerzas que han ayudado al régimen español actual a subir al poder, y de los cuales este régimen ha tomado el modelo. No está en las intenciones de los tres Gobiernos el intervenir en los asuntos interiores de España, debiendo el pueblo español mismo trabajar para trazar su propio destino. A pesar de las medidas represivas del presente régimen contra los esfuerzos del pueblo español para organizar y dar expresión a sus aspiraciones políticas, los tres Gobiernos están seguros de que el pueblo español no será sometido a los horrores de la guerra civil. Por el contrario, se espera que los dirigentes patriotas y liberales españoles tengan los medios para obtener una retirada pacífica de Franco, la abolición de la Falange y el establecimiento de un Gobierno provisional bajo el cual el pueblo español puede tener la oportunidad de determinar libremente el tipo de Gobierno que deseare darse y de elegir sus representantes. Una amnistía política, el regreso de los españoles exiliados, la libertad de reunión y de asociación política y disposiciones que permitan libres elecciones públicas son medidas esenciales. Un Gobierno provisional que se dedique a tales fines recibirá el reconocimiento y el apoyo de todas las naciones amantes de la libertad. Tal reconocimiento incluiría las plenas relaciones diplomáticas y la adopción de medidas prácticas para lograr la solución de los problemas económicos de España, que puede ser practicable en las circunstancias previstas. Tales medidas no son ahora posibles. La cuestión del mantenimiento o terminación por los Gobiernos de Francia, Estados Unidos de América y Reino Unido de las relaciones diplomáticas con el presente régimen español es una materia que habrá de ser decidida a la luz de los acontecimientos, tomando en cuenta los esfuerzos del pueblo español para construir su propia libertad”.

Los intereses de las tres potencias aliadas eran diversos: Francia apostaba por la restauración republicana; Gran Bretaña, por la monárquica y los Estados Unidos, por un gobierno democrático, con una Falange proscrita y apoyo internacional. La jefatura del estado español en una monarquía constitucional y democrática ocupada por Juan de Borbón, heredero del depuesto Alfonso XIII, era una solución aceptable para todos.

Las malas relaciones Franco-Juan de Borbón

La monarquía era la descrita y prometida por Juan de Borbón en el segundo Manifiesto de Lausana (Suiza, 19 de marzo de 1945, redactado por Eugenio Vegas Latapié y Julio López Oliván), de condena y oposición al franquismo: “Me resuelvo, para descargar mi conciencia del agobio, cada día más apremiante, de la responsabilidad que me incumbe, a levantar mi voz y requerir solemnemente al General Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandone el poder y dé paso libre a la restauración del régimen tradicional de España, único capaz de garantizar la Religión, el Orden y la Libertad”; una monarquía que sería el reverso del régimen de Franco y cuyas “primordiales tareas serán: aprobación inmediata, por votación popular, de una Constitución política; reconocimiento de todos los derechos inherentes a la persona humana y garantía de las libertades políticas correspondientes; establecimiento de una Asamblea Legislativa elegida por la nación, reconocimiento de la diversidad regional; amplia amnistía política; una más justa distribución de la riqueza y la supresión de injustos contrastes sociales contra los cuales no sólo claman los preceptos del cristianismo, sino que están en flagrante y peligrosísima contradicción con los signos político-económicos de nuestro tiempo” y avisaba a “a quienes apoyan al actual régimen” de “la inmensa responsabilidad en que incurren contribuyendo a prolongar una situación que está en trance de llevar al país a una irreparable catástrofe”.

En el primer Manifiesto de Lausana – de 11 de noviembre de 1942, atribuida su redacción a Pedro Sainz Rodríguez, el primer ministro de Educación de Franco, conspirador golpista y luego conspirador monárquico–, confiaba en la rápida restauración de la monarquía, hacía votos por la reconciliación nacional bajo su reinado, se posicionaba a favor de la neutralidad de España en la conflagración mundial y reclamaba para el país “el mayor respeto de todos los beligerantes”.

La correspondencia, las relaciones, entre Franco y Juan de Borbón se habían iniciado por éste el 7 de diciembre de 1936, en carta en que le daba tratamiento de “Jefe de Estado” y en la que se ofrecía a embarcarse en el crucero Baleares para participar en la guerra y así colmar “este anhelo mío de servir a España al lado de mis compañeros”, lo que Franco rechazó. Esta extrema cortesía inicial fue agriándose y subiendo de tono conforme el heredero se daba cuenta de que su corresponsal rechazaba toda negociación –una regencia tutelada por el Movimiento...– y no pensaba abandonar el poder sino utilizar la monarquía como referencia lejana de llegada de su “estado totalitario”.

Por su parte, Franco abandonó las cautelas y dobleces anteriores cuando interceptó una carta de don Juan a su secretario en la que lo tildaba de “usurpador ilegítimo” (“Por la torpeza de la persona portadora de una carta vuestra, que dio lugar a su extravío y que cayera en manos de un agente extranjero del que pudimos rescatarla, hube de enterarme de su contenido y de la intimidad de vuestro pensamiento”, le escribió el 6 de enero de 1944). Respondió con amenazas directas: “Nosotros caminamos hacia la monarquía, vos podéis impedir que lleguemos a ella. Yo puedo aseguraros que los monárquicos verdaderos están consternados con esta situación que hoy os rodea; por sentir a su patria y conocer sus realidades, no tienen otra impaciencia que la de que no os gastéis ni malogréis su porvenir; aspiran a ver asegurado el Régimen y la sucesión futura en vuestra persona, ya que saben que fuera de él volvería a reinar el caos (...) Mi deber leal es el de preveniros para que no podáis decir jamás que no os lo he anunciado en la forma más clara”.

La respuesta de don Juan (tras una ironía inicial: “Honda inquietud y preocupación me ha producido su carta del 6 del corriente que me escribe como consecuencia de haber leído una particular mía dirigida a mi secretario, interceptada, según V.E. me informa, por agentes extranjeros que al parecer han tenido la posibilidad de intervenir el servicio postal entre Irún y San Sebastián”, 25 de enero de 1944) le anunciaba la ruptura: “Siempre me he negado a acceder a los requerimientos escritos por V.E. para identificarme con el Estado falangista, por estimar que ello era incompatible con la esencia misma de la monarquía, que ha de ser genuina y absolutamente nacional y para todos los españoles. Pero he llegado al firme convencimiento de que esta actitud que he venido observando no basta para salvaguardar en el futuro los intereses de la patria, ya que son muchos los que en España y en el extranjero interpretan mi silencio como una identificación con el Régimen presente. Ello me obliga a dar a conocer a España y al mundo la total insolidaridad de la monarquía con él”.

Planteada la ruptura, le invitaba en términos duros a abandonar las mentiras y los disimulos hipócritas: “No estimo oportuno en esta ocasión refutar la afirmación de V.E. relativa a que el Régimen camina generosa y noblemente hacia la restauración de la monarquía. Hasta hoy sólo he tenido noticia de la prohibición de toda propaganda monárquica, de los ataques en discursos y publicaciones oficiales a la monarquía, y de los documentos conteniendo graves acusaciones para mi persona que obligatoriamente ha insertado toda la prensa de España”.

Entre esta carta de don Juan y el segundo Manifiesto hubo unas declaraciones de don Juan, que irritaron sobremanera a Franco, en La Prensa de Buenos Aires –“periódico que [se] viene distinguiendo por su hostilidad hacia España”–. El 7 de febrero de 1944 las contestó con amenazas de violencia: “En esto no hay en España discusión, el sentir es unánime en todos los sectores del país: el Ejército, que sabe lo que se juega en la aventura, la Falange con su espíritu combativo y su ardor juvenil, los excombatientes, los católicos, todo el pueblo sensato y patriota que advierten a lo que nos condujo el liberalismo y han conocido el terror rojo con sus crímenes y checas, no consentirán en España ningún cambio que pueda poner en peligro una paz y una justicia lograda a costa de tantos sacrificios”.

Lo había expresado ya en telegrama previo: “España no está dispuesta a consentir que con motivo de la general contienda puedan desvirtuarse los frutos de la victoriosa Cruzada y defenderá por todos medios, sin contar los días ni los años, nuestra soberanía hasta el último hombre y el último católico”.

Sin dejar su estrategia de vagas promesas, menospreciaba a su interlocutor: “Los cambios que en esos siete años [de correspondencia] vengo observando en vuestro pensamiento, sujetos a la oportunidad de cada momento, me permiten considerar lo poco arraigado de vuestras convicciones e intentar una vez más, aunque con poca esperanza, el apartaros de un camino que sólo podrá conduciros, en un eventual momento de desgracia de España, que Dios y los españoles no han de permitir, a llegar a ser el Rey efímero de una monarquía estilo griego y no el legítimo soberano querido por la nación”.

Las relaciones entre ambos quedaron en suspenso y Franco no las reanudó tras hacerse público el Manifiesto a los Españoles de Juan de Borbón (19 de marzo de 1944), pero sí dos años después, el 23 de enero de 1946, cuando trató de evitar, tras mandarle un emisario, que don Juan se instalase en Lisboa, “por no agradar a la nación portuguesa y no poder ser aceptable tampoco para la nación española esta proximidad”. Sin conseguirlo: el 3 de febrero de 1946, con el régimen franquista bajo las amenazas de tormenta, Juan de Borbón estableció su residencia en Estoril e instituyó su Consejo Privado para asesorarle en sus relaciones con el régimen franquista y para la inútilmente esperada restauración monárquica en su persona.

La victoria del aislamiento

La escasa representatividad del gobierno en el exilio formado por Giral, con exclusión de centroizquierda y comunistas, apoyaba el diagnóstico británico de la restauración monárquica. Pero lo refutaba la división de los monárquicos, pues a los 'alfonsinos' del viejo régimen y a los 'juanistas legitimistas' se venía a sumar la facción del Opus Dei, monárquico-franquista, a la que le venía bien el Nuevo Estado nacionalcatólico y ponía la vista en el horizonte lejano de un Juan Carlos que apenas comenzaba a formarse en las primeras letras.

El muñidor de la Declaración Tripartita de Londres fue el subsecretario de Estado norteamericano Dean Acheson, que llegaría a ser todopoderoso diseñador de la política exterior de Estados Unidos del presidente Truman. Era partidario de medidas contra Franco más contundentes que el wait and see observado hasta entonces por ellos y el Reino Unido, pues crecía la presión de la opinión pública norteamericana y Francia amenazaba con adoptar decisiones unilaterales, como sucedió el 1 de marzo con el cierre de la frontera (aunque un Franco avisado de la intención francesa se tiró un farol y decretó el cierre de la frontera española un día antes, el 28 de febrero).

Además, el ministro Bidault no estaba muy bien considerado en Washington: “El Departamento de Estado, al igual que el Foreign Office, desconfiaba de Bidault a quien consideraba un hombre ambicioso, débil y dispuesto a trabajar con los comunistas. Su política exterior –ese puente entre occidentales y soviéticos- era demasiado favorable a la URSS y sometida a la influencia del PCF. La cuestión española era un buen ejemplo”, escribe el profesor Pedro Antonio Martínez Lillo.

Luego, la realidad impuso su propia agenda y el movimiento del departamento de Estado, que sorteaba la ruptura diplomática de los aliados contra España, también fue puesto en su sitio por los hechos: la “cuestión española” llegó a la ONU, se internacionalizó, y concluyó en lo que Estados Unidos y Gran Bretaña trataban de evitar: la ruptura de la comunidad de naciones con la España franquista. La excusa en esta ocasión fue la decisión de Franco de incrementar las tropas a lo largo de los Pirineos tras el cierre de la frontera: Polonia acusó a España en la ONU de ser una amenaza para la paz mundial.

El embajador de Polonia, Oskar Lange, era un personaje respetado por Estados Unidos, pues había sido el hombre bueno entre Roosevelt y Stalin en las negociaciones sobre el estatus de Polonia al final de la guerra. Exiliado de la Polonia nazi de los años 30 y nacionalizado estadounidense, había sido un influyente catedrático de economía de la Universidad de Chicago; con el comunismo, había recuperado su nacionalidad y nombrado embajador en Washington y representante de Polonia en Naciones Unidas. De manera que cuando formalizó una denuncia contra Franco de que un ejército fuertemente armado de 200.000 soldados alemanes nazis refugiados en España se dirigía hacia la frontera dispuesto para invadir Francia –además del propio ejército español, estimado en 600-700.000 hombres–; que España estaba construyendo en secreto cuatro acorazados de 35.000 toneladas y que un equipo de sabios nazis, dirigidos por un científico llamado Von Sgerstady, trabajaba en Ocaña, Toledo, en la obtención de bombas atómicas, causó gran desconcierto. A la estupidez polaca teledirigida por Moscú se sumaron, además, por sus propios intereses, la delegación francesa y la mexicana –volcado como estaba México con la flor y nata del exilio republicano– y, naturalmente, el patrocinador de la descabellada denuncia, la Unión Soviética.

La intención obvia, que Naciones Unidas acordara una intervención militar en España, fue conjurada por británicos y norteamericanos, que consiguieron que un subcomité del Consejo de Seguridad investigara la realidad de la denuncia que el movimiento de tropas franquistas en la frontera daba cierta credibilidad, aunque sus servicios de inteligencia tachaban de falsa, como así era. La Comisión de la ONU –formada por Australia, Brasil, China, Francia y Polonia–, que lo investigó in situ y que gozó –además de los quesos y aceites de la comarca– de todas las facilidades por parte del régimen, concluyó que los alemanes censados y refugiados en España eran 2.200 y desde luego no estaban armados ni en la frontera; que lo único que había en Ocaña era una fábrica de ladrillos y otra de quesos y no se pudo identificar a nadie llamado Von Sgerstady...

Pero el burdo montaje, la moción “España es una amenaza para la paz del mundo”, produjo la temida internacionalización de la “cuestión española” con la resolución 4 del 29 de abril de 1946 del Consejo de Seguridad de la ONU y de ella se derivaría la gravísima resolución 39 (I) del 12 de diciembre de 1946: el apartamiento de España de la comunidad de naciones, influyendo en las opiniones públicas de las sociedades dirigentes en los diversos bloques mundiales que presionaban a sus gobiernos para romper relaciones con Franco.

No obstante, en la Conferencia de Potsdam, el 2 de agosto de 1945, Churchill, Truman y Stalin ya lo habían decidido: “Nuestros tres Gobiernos creen que es su deber señalar que no darán, en lo que les concierne, su apoyo a una solicitud de admisión que sea presentada por el actual Gobierno español, el cual, habiendo sido establecido con el apoyo de las potencias del Eje, no posee, en razón de sus orígenes, su naturaleza, sus antecedentes y su estrecha asociación con los Estados agresores, los títulos necesarios para justificar su entrada”».

Cuando la ruptura fue una realidad, bien puede decirse que el aislamiento del régimen de Franco durante diez años –en 1955, España fue admitida como miembro de Naciones Unidas– fue la única victoria conseguida por la larga lucha de los guerrilleros; victoria pírrica, inútil a la larga y a costa de un alto precio humano. 

El general de la Guardia Civil Francisco Aguado Sánchez proporciona unas cifras oficiosas, por presumirse extraídas de los archivos oficiales del franquismo: 2.173 guerrilleros muertos en 1.826 encuentros directos; otros 467 capturados en los mismos encuentros; 546 que se entregaron voluntariamente y otros 2.374 detenidos en otras circunstancias no especificadas. Más 19.444 paisanos detenidos por su colaboración con la guerrilla –de los que 12.948 serían “enlaces y cómplices”, más 5.428 “colaboradores del PCE” y 1.068 “colaboradores de la CNT y otros”–, un total de 22.831. Se habrían cometido 953 asesinatos, 538 sabotajes, 5.963 atracos y 845 secuestros. Aguado Sánchez informa de las bajas sufridas por la Guardia Civil: 258 muertos y 369 heridos en acción (El maquis en España, 1975).

El escritor anarquista y él mismo guerrillero Eduard Pons Prades ofrece otros datos, extraídos de los archivos de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y la Confederación Nacional del Trabajo (CNT): 1.134 enfrentamientos, con 1.317 guerrilleros muertos, 1.592 guerrilleros detenidos, otros 404 entregados y 12.421 enlaces y colaboradores arrestados, lo que totalizan 14.417 detenidos. También disiente en las cifras de atentados –356 sabotajes, 3.852 atracos y 649 secuestros– y muertos: 760 por los 953 de Aguado y 199 guardias muertos, 258 en Aguado. Añade que la guerrilla dio muerte –eufemismo de asesinó– a 19 alcaldes, 10 sacerdotes y 18 policías locales y guardas forestales o jurados (Guerrillas españolas. 1936-1960, 1977).

Una petición al Ayuntamiento de Madrid

Ahora que se inicia la llamada Operación Campamento, el penúltimo pelotazo inmobiliario en Madrid sobre los terrenos del barrio de las antiguas instalaciones militares del distrito de La Latina, una placa podría recordar el lugar del crimen, el asesinato de Cristino García y sus nueve compañeros.

Seguro que al primer edil del ayuntamiento de Madrid, José Luis Martínez Almeida, le parece buena idea. Es un devoto de la memoria histórica: tanto, que no quiso recurrir la sentencia de los tribunales, que, por un defecto de forma o algo por el estilo, restituyeron el nombre de ‘Crucero Baleares’ a una calle que la alcaldesa Manuela Carmena cambió por el de “Barco Sinaia”, precisamente en aplicación de la ley de Memoria Histórica.

El crucero Baleares fue un barco de la flota golpista que siempre rehuyó la batalla con la marina leal y que en su brillante hoja de servicios figura su participación en la persecución, bombardeo y los 3.000-5.000 asesinatos de las 100-150.000 personas que, en febrero de 1937, recorrían los 240 kilómetros entre Almería y Málaga, de donde huían de las bandas asesinas comandadas por el general Queipo de Llano y el coronel Francisco Borbón con sus aliados fascistas del Corpo Truppe Volontarie italiano y los falangistas: La Desbandá.

En cambio, el mérito del barco Sinaia se limitaba a haber sido el primer buque que llevó a 1.599 exiliados españoles de Francia a México. ¿Dónde va a parar?

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