CRÓNICA

El ansia por reducir impuestos consigue que Liz Truss hunda la economía británica en unos pocos días

1 de octubre de 2022 22:31 h

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Isabel Díaz Ayuso recibió encantada la noticia del recorte fiscal masivo anunciado por el Gobierno británico el 23 de septiembre. Colocó en Twitter una captura de la portada de ABC con la noticia y la utilizó contra el Gobierno español: “¿Y cómo piensa el Gobierno de Sánchez frenar el 'dumping internacional'?”.

La presidenta madrileña prefirió no decir nada cuando quedaron patentes las consecuencias de la decisión de Liz Truss. Hundimiento de la libra, aumento de la prima de riesgo de la deuda hasta situarla cerca de la italiana y anuncio del Banco de Inglaterra de que tendrá que incrementar aún más los tipos de interés a causa precisamente de esas medidas fiscales que se financiarán con más deuda.

Truss lleva sólo 23 días como primera ministra en los que la mitad del tiempo careció de actividad política a causa del fallecimiento de Isabel II. En ese breve intervalo, ha conseguido una proeza inédita en la convulsa política británica posterior al referéndum del Brexit. Las expectativas electorales de los conservadores se han hundido hasta el fondo.

Cuatro encuestas conocidas este jueves conceden ventajas astronómicas a los laboristas sobre los conservadores: 33 puntos, 21, 19 y 17. En las elecciones de 2019, los tories sacaron once puntos de diferencia a sus rivales, hoy liderados por Keir Starmer.

En la encuesta de YouGov, sólo el 15% dice que Liz Truss lo está haciendo bien. Lo peor es que el 53% de los votantes tories tiene una opinión negativa sobre la primera ministra y lo dice cuando Truss ha anunciado la que será la medida estrella de su política económica. Los votantes están huyendo de ella como de la peste.

Un periodista de Sky News le preguntó el 20 de septiembre si estaba “dispuesta a ser impopular”. Truss respondió: “Sí, lo estoy”. Desde ese punto de vista, su éxito ha sido indiscutible.

“Cada libra que tomamos de alguien es una libra que esa persona podría gastar en el futuro o ahora”. Así ha justificado Truss su reducción de impuestos a todas las rentas, incluidas las más altas, a las que ha bajado del 45% al 40% el tipo máximo fiscal para los ingresos superiores a 150.000 libras. Es una idea habitual en los conservadores británicos, pero ahora ha sorprendido las dimensiones del recorte.

Junto a otras reducciones, se trata de la mayor rebaja fiscal de los últimos 50 años en un momento en que la prioridad de gobiernos y bancos centrales es reducir la inflación.

Es un mensaje similar al del Partido Popular. “Ese excedente (por el aumento de la recaudación fiscal a causa de la inflación) puede estar en manos del Gobierno o puede estar en manos de los ciudadanos. Nosotros apostamos por lo segundo”, dijo Alberto Núñez Feijóo en abril. Desde entonces, la inflación ha seguido creciendo y el PP no ha cambiado de discurso. “No pido más que nos devuelva a los españoles lo que hemos pagado de más por comprar lo mismo”, dijo en septiembre. La inflación consiste exactamente en eso.

Tanto el PP como los tories coinciden en definir al Estado como una bestia insaciable que se queda con el dinero de los ciudadanos para gastarlo de forma ineficiente. Es mucho mejor que esté en el bolsillo de los ciudadanos sin importar los efectos que tenga en la financiación de los servicios públicos. Ni siquiera se mueven de su ortodoxia en una época de alta inflación, a diferencia del FMI y el BCE. Estos organismos temen que cuanto más consuma la gente, más aumentará la inflación.

La diferencia entre ambos es que el PP está en la oposición y siempre puede prometer que bajará los impuestos en el momento en que llegue al poder. Cuando eso ocurra, también podría subirlos, como hicieron Rajoy y Montoro.

La portada de la revista conservadora The Spectator de esta semana recupera un precedente que resulta doloroso para los tories. “¿Crisis? ¿Qué crisis?”, tituló The Sun en 1979 para resumir la actitud del Gobierno laborista de James Callaghan sobre la crisis de finales de los setenta a la que se llamó “el invierno del descontento”.

Callaghan no dijo esas palabras, sino otras que sonaron parecidas. “No creo que otras personas en el mundo compartan la opinión de que estamos ante un caos creciente”, dijo. Su Gobierno acabó pidiendo una ayuda de emergencia al FMI.

Fue más explícito hace unos días el ministro Chris Philp ante la pregunta de si Gran Bretaña se enfrenta a una crisis. “No acepto en absoluto la palabra 'crisis'”, respondió.

El terremoto financiero causado por Truss puso en grave peligro la solvencia de los planes de pensiones, lo que obligó al banco central a anunciar el gasto de 65.000 millones de libras en trece días para sostener el valor de la divisa. Los fondos invierten una buena parte de su dinero en bonos del Tesoro británico. El descenso de su valor les colocó ante el riesgo de no contar con activos suficientes para respaldar sus operaciones, lo que ponía en peligro su existencia.

Una fuente de la City dijo al Financial Times que “no fue un momento Lehman, pero estuvo cerca”, refiriéndose a la bancarrota de Lehman Brothers que desencadenó la crisis financiera de 2008.

Truss y su ministro de Hacienda, Kwasi Kwarteng, han vendido su rebaja fiscal como una apuesta por el crecimiento. No ocurrirá así si el aumento de la deuda obliga al Banco de Inglaterra a subir los tipos de interés, lo que redundará en hipotecas más caras, un coste mayor por la compra a crédito con tarjetas y menor inversión empresarial.

El ansia por bajar impuestos para crecer es un dogma liberal cuya base científica es endeble. Un estudio reciente sobre décadas de recortes fiscales en EEUU realizado por un profesor de la Universidad de Princeton ha revelado que bajar los impuestos al 10% más rico tiene un impacto muy escaso en las cifras de crecimiento. Podría tener algún efecto en una época de tipos de interés bajos. En Reino Unido, ocurre ahora lo contrario.

Truss ha decepcionado a unos cuantos que habían puesto su confianza en ella. A principios de mes, The Economist escribió en un editorial que la primera ministra “tiene una veta de radicalismo que está a la altura de la gravedad de los problemas a los que se enfrenta Gran Bretaña”. En la portada de esta semana, aparecen Truss y Kwarteng en un bote a punto de hundirse en el agua y el titular “Cómo no gobernar un país”. El semanario cree que el Gobierno “ha hecho pedazos su reputación”.

La escasa capacidad de liderazgo de Truss ha quedado en evidencia. En el día en que el Banco de Inglaterra anunció su intervención urgente, Lizz Truss no quiso dar ninguna entrevista para intentar lo que suelen hacer los políticos en estos casos: enviar un mensaje a los mercados.

Al día siguiente, concedió varias a nada menos que ocho emisoras locales de radio de BBC esperando probablemente que las preguntas no fueran tan duras como las que harían los periodistas de los grandes medios nacionales. Los entrevistadores le demostraron hasta qué punto estaba equivocada.

El espectáculo no fue bonito. Tras una pregunta sobre el impacto de los tipos de interés en las hipotecas, pasaron tres angustiosos segundos hasta que Truss se decidió a responder. Se limitó a decir: “Tenemos que pedir prestado más dinero en invierno a causa de la crisis de la energía”. Con la pregunta posterior, pasaron cuatro segundos, una eternidad en radio. “Nadie discute que tenemos que hacer algo sobre la energía”, dijo.

Los tories acaban de descubrir que tienen que hacer algo con Truss. “Esta locura estúpida no puede continuar”, escribió el diputado Simon Hoare. Otros diputados creen que su única salida es sacrificar al ministro de Hacienda. Uno de ellos, que es además miembro del Gabinete, dijo de forma anónima al Financial Times que “Liz tiene una alternativa rápida: o bien ejecuta al canciller (Kwasi Kwarteng) o puede perder el puesto en un mes”.

Como ha ocurrido con frecuencia desde 2016, lo único seguro es que correrá la sangre en el Partido Conservador.