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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Ayuso vs. Casado o la tradición del PP de Madrid de enfrentarse a la dirección nacional

Es ya casi una tradición en el Partido Popular, y Pablo Casado no se ha podido escapar de ella. Si durante la primera parte de su mandato al frente de la organización parecía que sus principales rivales internos podían ser los presidentes gallego, Alberto Núñez Feijóo, o andaluz, Juan Manuel Moreno Bonilla, la maldición de Madrid –ahora con Isabel Díaz Ayuso en la disputa– vuelve a sobrevolar la sede de Génova 13, cuyas paredes albergan la que puede ser la última gran batalla política antes de la venta del edificio, de tan infausto recuerdo para los dirigentes de la formación.

La moción de censura que Pedro Sánchez ganó en junio de 2018 abrió un agujero en el PP, que confiaba en que el PNV no apoyara al PSOE. Pero lo hizo, Sánchez fue investido presidente por el Congreso y Mariano Rajoy se despidió con aquella comida en la que, según se contó entonces, corrió el whisky hasta bien entrada la noche. El bolso de Soraya Sáenz de Santamaría ocupó el escaño vacío de quien apuraba sus horas de presidente del gobierno y líder de su partido.

Rajoy dimitió y el PP entró en un congreso muy abierto y que contaría por primera vez con el voto directo de los militantes, aunque solo para la primera vuelta. Al proceso se presentaron casi todos los candidatos esperados. La mano derecha de Rajoy en el Ejecutivo, Sáenz de Santamaría. Su gran rival, y mandamás del partido, María Dolores de Cospedal. Y Pablo Casado, que asumió el rol de defender la génesis ideológica derechista del PP ante la presión de Ciudadanos y la amenaza, por aquel momento, incipiente, de Vox.

Quien no concurrió fue el cuarto hombre que todo el mundo esperaba. De hecho, Cospedal y Sáenz de Santamaría no se lanzaron hasta que él se descartó. Alberto Núñez Feijóo era la apuesta de muchos y el delfín oficioso: presidente de la Xunta de Galicia con la mochila cargada de mayorías absolutas, alto cargo en diferentes gobiernos con José María Aznar, aliado de Rajoy y con un muy trabajado perfil público moderado (no siempre refrendado por sus políticas). 

Pocos se acordaban de sus años de amistad con el contrabandista Marcial Dorado. Pero el dirigente gallego se bajó del tren antes de que saliera de la estación. El motivo esgrimido, entre lágrimas en el último segundo, fue su compromiso con Galicia.

Sea como fuere, Feijóo aguardó desde su plácida baronía gallega mejores presagios y, contra todo pronóstico, fue Casado quien se llevó el congreso. Pese a que la exvicepresidenta ganó las primarias, los odios internos pesaron más y los delegados acabaron dando el triunfo gracias al apoyo de Cospedal (y todo el resto de candidatos salvo Santamaría) al que fuera asistente de Aznar cuando dejó el Gobierno.

Pocos meses después, el PP andaluz estableció contra todo pronóstico su propia baronía. Juan Manuel Moreno Bonilla logró lo que parecía imposible: el Gobierno de Andalucía para la derecha. Con el respaldo de un Vox que irrumpió con 12 diputados. 

Pese a ello, tanto Moreno como Feijóo se establecieron como los rivales internos de Casado, especialmente tras la foto de Colón. Ambos defendían un discurso más moderado, de mayorías, y avisaban a su presidente nacional de que, más allá de la burbuja mediática de Madrid, había sectores muy importantes de la población que renegaban del discurso cada vez más escorado de su líder. 

Las dos elecciones de 2019 les dieron la razón. Casado cosechó dos malos resultados y vio como a Ciudadanos le sustituía Vox como tercera fuerza del Congreso. Entre medias, en las elecciones autonómicas y municipales, fueron otra vez los candidatos aparentemente moderados los que mejores resultados cosecharon. Isabel Díaz Ayuso, una candidata semidesconocida entonces que fue la apuesta personal de Casado, perdió las elecciones y a duras penas logró retener el crucial Gobierno de Madrid gracias al bastón de Albert Rivera.

Desde entonces han pasado dos años largos, una eternidad en política. Más que suficientes para que los amigos internos hayan dejado de serlo hasta convertirse en los más peligrosos rivales. Casado, que mantiene una relación de tira y afloja con la extrema derecha, protagonizó una sonora ruptura con Vox durante la moción de censura que Santiago Abascal presentó contra Sánchez. El líder ultra no solo no logró sumar un solo voto a su propuesta, sino que recibió un duro rapapolvo de todos y cada uno de los portavoces que subieron a la tribuna a defender su no

Especialmente el de Casado, que le espetó un “no quiero ser como usted” del que Abascal no parece haberse resarcido y que todavía le reprochan a su líder desde el ala dura del PP. Un sector al que el presidente nacional desairó en 2020, cuando cesó a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria. Y aunque no ha abandonado algunos de los eslóganes más duros contra el Gobierno de coalición, ya no tacha de “ilegítimo” al Ejecutivo, ni se pone el primero de la fila a tildar de “traidor” a Pedro Sánchez. 

El cambio (relativo) de estrategia, los intentos de moderación del discurso, siquiera por comparación con quienes califican de “enemigos de España” a las personas migrantes, así como la gestión de la pandemia, y sobre todo la debacle de Ciudadanos han resarcido al PP y a Casado en las encuestas privadas, aunque el CIS vaya por otro lado. El PP intentó pasar de puntillas por la reedición de la foto de Colón de junio de este año, lo que propició que sus principales dirigentes se llevaran aquel día un buen saco de insultos de los sectores más ultras. No es que Casado se haya vuelto colaboracionista con Sánchez, ahí está el bloqueo de importantes órganos constitucionales y se ha negado reiteradamente a dar su apoyo en la gestión de la pandemia salvo para ofrecer soluciones diferentes a las del EjecutIvo y que ha tumbado habitualmente la mayoría del Congreso. Pero el ala dura del PP madrileño acostumbra a demostrar que no admite titubeos ni complejos en su relación con Vox.

Y hete aquí que cuando mejor pinta la situación para Casado, con el riesgo de una ruptura de la compleja y endeble mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno de coalición por las negociaciones en Catalunya, la absorción de Ciudadanos viento en popa en algunas comunidades y un estancamiento de Vox y de su mensaje, la apuesta personal de Casado para Madrid se ha erigido en su auténtica némesis dentro del PP. Ayuso, su amiga, rama del mismo árbol que plantaron Aznar y Esperanza Aguirre, se le ha revuelto. Y para intentar colocarse a su nivel.

La plaza que todos quieren controlar

La presidenta de la Comunidad de Madrid inauguraba este septiembre el curso político con la batalla por el poder interno como telón de fondo. El día antes de su regreso oficial de vacaciones filtraba su intención de pugnar por el liderazgo del PP de Madrid y el anuncio cayó como un jarro de agua fría en Génova. El entorno de Casado aseguró que el paso al frente de la dirigente madrileña se había hecho a espaldas del líder nacional que ahora, en vísperas de su convención, no esperaba hablar del liderazgo de Madrid. 

Los próximos a la presidenta regional aseguran sin embargo que Ayuso informó “en varias ocasiones” de sus intenciones al líder del partido poco después de las elecciones del 4 de mayo, unos comicios que la catapultaron como nueva baronesa del PP y rival de Casado. “Ayuso adelantó el anuncio de su candidatura después de que se empezase a mover la opción de una tercera vía”, reconoce una persona muy cercana a la presidenta madrileña. “No sabemos qué ha pasado, no entendemos el miedo y por qué ahora se habla de Ana Camins”, añade.

“Tenemos alguien que gana elecciones… pero nos va la marcha”, se quejaba Ayuso de las trabas internas a su candidatura desde la tribuna parlamentaria de la Asamblea de Madrid este jueves. La presidenta madrileña pide que el Congreso se celebre “cuanto antes”, y en Génova la respuesta es que “no toca”. Casado celebra a finales de mes una convención nacional del partido con la que pretende fijar las líneas ideológicas de la formación de cara a las elecciones generales de 2023, si no es que se adelantan. 

El paso al frente de Ayuso ha sido percibido como un intento de eclipsar al líder nacional en esta cita tan importante para el líder nacional ahora que la mayoría de las encuestas le sonríen. También la petición de adelantar el Congreso regional, que en la dirección nacional critican que se quiera hacer coincidir con la convención. 

La batalla campal ya es imposible de disimular. Ni siquiera Pablo Casado, que guardó silencio los primeros días después de que Ayuso confirmara lo que era un secreto a voces. El líder nacional metía después en la ecuación a José Luis Martínez-Almeida, alcalde de Madrid y portavoz nacional del partido, antes incluso de que él mismo se haya confirmado. 

¿Por qué es importante el control del PP de Madrid? En primer lugar, porque Madrid es el territorio donde más afiliados tiene la formación. En segundo, porque quien controla el partido, controla las listas y se compra voluntades. En último, porque los congresos del PP se ganan desde el aparato, y el de Madrid es poderoso.  De entrada, Ayuso ya cuenta con el apoyo del núcleo más duro del partido que encabeza Aguirre y en el que también se sitúa Cayetana Álvarez de Toledo, enfrentada a Casado desde que ésta fue destituida.

En Génova, tratan de desviar el tiro hacia el todopoderoso jefe de gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, al que señalan como muñidor de la disputa interna. En el entorno de Casado dudan de las intenciones del exsecretario de Estado de comunicación de Aznar y consideran que su aspiración va más allá de controlar las listas. En la Puerta del Sol, señalan al secretario general del partido y mano derecha de Casado, Teo García Egea, y dicen que es el más interesado en debilitar las relaciones entre el líder del PP y la presidenta madrileña, quien repite a quien quiera oirla que no se habla con el número dos del partido.

Madrid, la eterna pugna 

El caso de Casado y Ayuso no es nuevo en el PP. De hecho, no es nuevo, a secas. Madrid es siempre el punto de fricción más importante para los partidos. No quiere decir que las diferencias o las broncas sean más grandes que en otros sitios. Simplemente, disponen de más altavoces y estallan con más virulencia al compartir todos los sectores los mismos espacios de poder en la región, donde cohabitan instituciones estatales, autonómicas y municipales. En el caso del PP, especialmente delicado es el equilibrio entre Sol y Cibeles, entre presidente y alcalde.

Quizá por eso, José María Aznar impuso en 1995 una excepción en Madrid. Si en el resto de comunidades autónomas los presidentes autonómicos, o líderes de la oposición, eran también los máximos dirigentes del partido, en Madrid se optó por una tercera vía. Aquel año, Alberto Ruiz Gallardón arrebató el Gobierno de la Comunidad de Madrid al PSOE. Cuatro años antes fue José María Álvarez del Manzano quien había logrado la alcaldía de la capital.

Ambos se dedicaron a la gestión de sus instituciones, mientras el partido quedaba en manos de Pío García-Escudero. Fue el germen de los ya más de 25 años de poder (casi) ininterrumpido al frente de los dos centros de poder más importantes de la región y de los más de España. Pero en 2003 Aznar forzó que Gallardón sustituyera a Álvarez del Manzano, para lanzar a Aguirre a la Puerta del Sol. El movimiento, que no gustó al protagonista, casi acaba en desastre. Aguirre no revalidó la mayoría absoluta y solo la traición de dos diputados socialistas, el tamayazo, permitió salvar los platos con una esperpéntica repetición electoral unos meses después.

Se abrió entonces una durísima pugna por el control del PP de Madrid. Aguirre quiso que la región fuera como el resto y situarse al frente del partido. Gallardón, que además llevó en sus listas a Ana Botella y sí logró reeditar la mayoría en las urnas a la primera, intentó evitarlo y lanzó a su número dos, Manuel Cobo, a una derrota segura. Aguirre controló al partido y Cobo tuvo que retirarse de la contienda, lo que dejó vía libre a la lideresa para extender sus dominios hasta el último rincón de la región. 

La bronca fue tremebunda. Se utilizaron todos los recursos. Se puso en riesgo incluso a una institución clave, como Caja Madrid, por cuyo control también se abrió una guerra. Entre medias, espionaje político entre compañeros de partido a cuenta de las arcas públicas.

En 2004 Mariano Rajoy sucedió a Aznar al frente del PP, lo que llevó la bronca a otro nivel. El nuevo presidente llamó al orden a sus (supuestamente) subordinados. Pero la oposición de Rajoy a José Luis Rodríguez Zapatero no despegaba y Aguirre vio la oportunidad de hacerse con el control del PP. Rajoy perdió las elecciones de 2008 y sus rivales internos se lanzaron a por su sillón. Telemadrid, donde Aguirre controlaba hasta la última escaleta, llegó a encargar una encuesta para poner en duda el liderazgo de Rajoy. El gallego aguantó, como hizo siempre hasta la moción de censura. Logró el apoyo del PP valenciano de Francisco Camps y pactó situar al frente de la secretaría general a una dura, exconsejera de Aguirre: María Dolores de Cospedal. Aguirre pensó que Madrid era España, pero la realidad fuera de la burbuja mediática le demostró otra cosa.

Aquello significó la ruptura de Rajoy con el ala más derechista del PP. La encabezada precisamente por su predecesor y quien lo designó para sucederle. La que reclama siempre dar las “batallas ideológicas” y recuperar “el orgullo de la derecha”, como repite Aguirre en sus entrevistas desde hace décadas. En una de las últimas invistió a Ayuso como la principal rival de Sánchez. Cuando menos, al mismo nivel que el presidente del partido. Y se despachó a gusto contra aquellos que no apoyan a la presidenta regional.

Aguirre había logrado revalidar un tercer mandato en la región en 2011, pero de forma inesperada dimitió de todos sus cargos en 2012. De todos, menos del de presidenta del PP de Madrid. Pese a que peleó (y logró) que el líder autonómico lo fuera también del partido, no cedió el sillón a su sucesor al frente del Gobierno regional, Ignacio González. Ni tampoco a Cristina Cifuentes, quien relevó como candidato a González, acorralado por innumerables causas judiciales, por orden de Rajoy.

Aguirre fue recuperada para la cita con las urnas de 2015, donde vio como Manuela Carmena le arrebataba al PP la Alcaldía de Madrid muchos lustros después. En 2017, con sus principales colaboradores en el Gobierno regional imputados y encarcelados, tuvo que dimitir de su último cargo: concejala del ayuntamiento. Meses antes había dejado también la presidencia del partido.

A la lideresa le sustituyó en el Pleno municipal un desconocido abogado del Estado, José Luis Martínez Almeida, quien en mayo 2019 perdió las elecciones frente a Carmena. Pero tal y como ocurriera cuatro años antes, el vencedor en las urnas no retuvo la Alcaldía, gracias a Ciudadanos y Vox. Tampoco Ayuso logró el triunfo, pero sí los apoyos, otra vez, de Ciudadanos y Vox para gobernar.

Ahora, como hace 15 años, se abre un pulso por el control del PP de Madrid que, como entonces, sirva de palanca para asaltar la dirección estatal si Casado vuelve a fracasar en su intento de llegar a la Moncloa. Feijóo y Moreno aguantan en sus baronías, a resguardo, conscientes de que, por mucho que se repita, Madrid no es toda España. Y desde la sede de Génova 13, todavía pendiente de la mudanza, nada menos que el secretario general lanza avisos envenenados a Aguirre y a Ayuso y se atreve a mentar la palabra “corrupción” para advertir de los peligros que tiene y tuvo la acumulación de poder.