“Dentro de 100 años de mí no se acordará nadie, no me importa la posteridad”

DAVID MARTOS

Que Santiago Carrillo ha fumado prácticamente hasta su muerte, a los 97 años, se puede leer en todas las necrológicas; lo que no se cuenta en ellas es cómo fumaba. Lo hacía con verdadera pasión. Encendía un cigarrillo, lo apuraba hasta el filtro aspirando hasta la última voluta de humo, y con una lenta seguridad llevaba la mano hasta la cajetilla para atrapar el siguiente. Era un proceso continuo, inexorable, para el que no le hacía falta apartar la vista del interlocutor. Como si la nicotina, y no el oxígeno, fuese el combustible que le permitía seguir hablando y viviendo. Cuando se acababa el paquete, con voz firme pero galante, -“¡Carmen!”-, reclamaba uno nuevo a su mujer, que se lo ofrecía con cierta resignación. Como si estuviera permitiendo a un niño de más de noventa años que disfrutase de su único vicio. En medio de esa nube de humo, en el salón de una casa modesta y llena de recuerdos, los años setenta volvían a la vida.

La escena descrita se produjo durante la tarde del 28 de diciembre de 2006. En aquellos días se cumplían 30 años desde su detención en Madrid tras varias décadas de exilio, y el viejo dirigente excomunista, entre calada y calada, recordaba la noche de 1976 que pasó en la desaparecida Dirección General de Seguridad, y lo hacía con una sonrisa socarrona: “Estuve explicándoles a los policías toda la noche lo que yo pensaba que iba a ser el cambio. Muy bien, muy amistosamente, pero por la mañana, cuando ese equipo terminó su horario, me metieron en la Brigada Político-Social, y ahí sí pasé un mal rato, porque eran todos unos fascistas y unos asesinos, y en voz alta decían: 'A este tío hay que matarlo, hay que aplicarle la Ley de Fugas. Si no, a lo mejor, dentro de una semana es ministro...'. Me llevaron al calabozo y me hicieron desnudarme, pero no se atrevieron a tocarme”. Otra sonrisa. Otro cigarrillo.

El exilio influyente

Carrillo llevaba años preparando ese cambio que explicó a los policías. Llevaba décadas influyendo en la oposición clandestina desde París, y allí recibió, por ejemplo, una llamada telefónica de alguien muy cercano a un cargo militar de alto rango para pedirle que no se preocupase por el atentado que acabó con la vida del almirante Carrero Blanco en 1973. “Yo he llegado a la convicción de que era imposible que un grupo de ETA actuara un año en Madrid, cometiendo imprudencias increíbles, sin que los descubrieran” -dice Carrillo con parsimonia. “Y he llegado a la convicción de que, quizá sin que lo supieran los mismos etarras que realizaron el atentado, hubo en torno a ellos un manto de protección muy serio. Kissinger estuvo en Madrid unos días antes y todo el barrio fue peinado cuidadosamente, no solo por los servicios españoles, sino por los servicios americanos... No encontraron nada”.

Pocos recuerdan que, entre Francia y Madrid, varios emisarios fraguaron la relación entre el Partido Comunista clandestino y el futuro régimen democrático. “En el verano de 1974 yo estaba en Livorno con mi familia, y me llama Teodulfo Lagunero diciendo que una persona muy importante iba a París y quería verme. A la hora de la cita me encontré con el sobrino del general Franco [Nicolás Franco Pascual de Pobil]. Venía enviado por el príncipe, por Juan Carlos -aunque eso no me lo dijo-, para informarse de cuáles eran los puntos de vista del Partido Comunista ante la desaparición de Franco”. Carrillo, encogiendo los hombros en un gesto que podía leerse como una disculpa con la persona aludida, recuerda sus impresiones tras el encuentro: “En aquellos años estaba muy extendida la idea de que el príncipe era un personaje sin carácter, incluso se decía que era tonto, y bueno, pensábamos que a lo mejor era verdad”.

El año de la peluca

Franco murió en la cama, y el hombre que cambió el marxismo tradicional por el 'Eurocomunismo' decidió regresar a España clandestinamente en 1976. En pleno centro de Madrid, y tras haber esquivado al gobierno con varias identidades falsas y un disfraz muy logrado, convocó una rueda de prensa en la que explicó a los medios su programa político. “Al terminar salió del edificio López Raimundo, y eso convenció a la policía de que estaba allí, y entonces la orden que dieron a los agentes era que si salía de allí una monja, o un cura, o un general... que no vacilaran y que le detuvieran. Cuando salgo de la reunión veo que mi chofer me está haciendo unas señas raras. Yo llevaba la peluca puesta, y cuando me tienen rodeado, me dicen: '¿Es usted Santiago Carrillo?'. Y yo digo: '¿Y ustedes quién son?'. 'Policía'. 'A ver, enséñenme ustedes sus papeles, no, no, la placa no me basta'. Lo que a mí me preocupaba era que en vez de ser la policía fuera algún grupo ultraderechista... Y cuando vi que era la policía, les dije: 'Bueno, pues sí'. Me quité la peluca, se la di, y me llevaron a la Dirección General de Seguridad”.

A la detención siguió una noche en la DGS -aquella en la que terminó desnudo ante un grupo de agentes-, y una semana en la cárcel de Carabanchel, y muchas reuniones discretas con otros líderes de la oposición. Hasta que llegó su reunión clandestina más importante, en un chalet a las afueras de Madrid. “Yo había quedado en ir a las nueve de la noche a cenar, pensando que con Adolfo Suárez estaría una hora, dos horas... ¡estuvimos seis! Llegó allí, nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida, y dijimos... 'Vamos a hablar de política, de política con p mayúscula'. Y la gente piensa que allí acordamos que yo iba a aceptar la monarquía y la bandera. Nada de eso. Hablamos de la situación económica y de la legalización del partido. Suárez me decía que nos presentáramos a las elecciones como independientes, y yo le dije: 'No, mire usted, si no estamos legalizados, instalamos una urna delante de cada colegio para que vaya a votar allí la gente que quiera votarnos. Si nosotros no estamos, a su Gobierno, en Europa, no va a creerle nadie'.” Y Carrillo repite esa última palabra como un mantra: “Nadie, nadie”.

La legalidad conduce al fracaso

“¿Me traes un...?”, pregunta volviéndose hacia su mujer. Carmen sale de la estancia y regresa con un nuevo paquete de cigarrillos; a la vez, el anciano político regresa al mes de enero del año 1977. “Pues aquellos días, eh... Fueron días muy tensos, porque el atentado de la calle de Atocha fue algo terrible, y ponía en evidencia que había grupos que se podían mover muy libremente, capaces de hacer barbaridades”. La demostración de fuerza de los comunistas durante el entierro de los laboralistas fue muy contundente. “Y a partir de ahí fue cuando Suárez, según me han contado ellos después, hablando con Alfonso Osorio, le dice: 'Bueno, ¿y qué hacemos con el Partido Comunista? ¿Les fusilamos en la calle si salen?' Y fue cuando empezaron a plantearse el tema de la legalización en serio”. El Sábado Santo de ese mismo año, el gobierno legalizó al PCE, y dos meses después, las primeras elecciones democráticas se saldaron con una contundente derrota del partido de Carrillo.

“Yo lo sabía, pero no se lo dije a mi gente, porque si encima de todo lo que estaba cayendo yo les decía que íbamos a tener un mal resultado, eso iba a desanimarles. A mí, personalmente, no me sorprendió... pero a la gente le sorprendió muchísimo, porque la campaña había sido muy buena, habíamos tenido plazas de toros llenas en todas partes, estadios con un entusiasmo enorme. La gente sabía que el Partido Socialista... ¡días antes no existía, carajo!”, dice el excomunista con cierto resentimiento. Y como contraste con su actitud hacia el PSOE, los elogios hacia Suárez -y también hacia el rey, superada la desconfianza-, se convierten en una constante en la conversación: “Suárez vivió y actuó como lo que era, porque Suárez era un hijo de los vencidos, no de los vencedores. Suárez había salido de una familia republicana, se comprometió radicalmente con el cambio y se la jugó, se la jugó, él tuvo un gran papel en el acuerdo con la izquierda. Él buscó ese acuerdo y lo facilitó con una gran voluntad”.

El pasado y el futuro

Comprometido con lo que se hizo en la Transición, Carrillo recuerda lo que aún no se ha hecho: “Los caídos por Dios y por la patria se han convertido en héroes durante 40 años, han estado glorificados, se ha ayudado económicamente a las familias... De lo que se trata ahora es de desenterrar a los muertos que están en las cunetas, darles sepultura normal y anular las sentencias, nada más. No vamos a desenterrar a Franco para juzgarle”; también alaba todos los buenos resultados políticos que derivan de aquellos años: “Creo que el Estado de las Autonomías ha sido un hallazgo fundamental, y que el sistema de autonomías tiene un gran papel en los cambios que se han producido en España. A pesar de que haya 17 gobiernos regionales, hoy España está más unida que lo estaba bajo la dictadura de Franco. Ahora la unión es voluntaria, ahora es democrática”. El 28 de diciembre de 2006, muy pocos días antes del atentado de la T-4, Carrillo lamentaba que la única verdadera asignatura pendiente de la democracia española fuera el fin de la banda terrorista ETA.

Cuando el cenicero ya rebosa de colillas, el hombre que vio nacer y morir la Segunda República, que vivió las revueltas mineras de su Asturias natal y que contribuyó a solidificar el papel de la izquierda democrática, ríe abiertamente cuando se le pregunta por cómo cree que se le recordará dentro de 100 años: “Mire usted, dentro de esos años... de mí no se va a acordar ya nadie. Dentro de poco no se acordará nadie de Adolfo Suárez. Las nuevas generaciones apenas se acuerdan de Franco, y cuidado que hay motivos para acordarse del caballero. ¿De mí? De mí se van a acordar mi mujer, mis hijos, mis nietos... No, yo no tengo ninguna preocupación de eternidad. Mire usted, la posteridad... para mí no tiene importancia. Me tiene sin cuidado. Ya considero como un premio que hoy haya mucha gente, incluso que no es de mis ideas, que me ve y me saluda y me dice que aprecia lo que he hecho por España. Me parece que eso... ya es suficiente para mi amor propio y para mi vanidad, ¿no?”.

Santiago Carrillo se levanta de la mesa. “Menuda lata le he dado. No sé qué va a hacer usted con dos horas de entrevista...”. Carmen recoge el cenicero y se lo lleva a la cocina para vaciarlo.