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Cifuentes huye hacia delante por la obsesión de dejar tras de sí un legado que le trascienda

Los políticos no son lo que son. Sino lo que fueron. O lo que la gente recuerda que fueron; lo que los periodistas contaron que fueron; lo que los historiadores dejaron para la posteridad.

Todos los líderes, políticos y militares se han hecho acompañar desde la historia clásica de escribas y cronistas que dejaban para la prosperidad sus hazañas: obviamente, sus señores siempre quedaban bien; y obviamente, los enemigos eran mucho más mezquinos, sangrientos y despiadados. Ya fuera en cornisas, tablas, columnas, pinturas, papiros y cuadernos o libros, lo más importante era resaltar los éxitos, lo conseguido y lo legado.

El legado para un político es lo más valioso, es aquello por lo que será recordado. Si acaso merece la pena ser recordado. El legado representa un punto de inflexión: Esperanza Aguirre pudo pasar a la historia como la Margaret Thatcher española, pero terminó pasando como la líder del PP madrileño que más rodeada ha estado de corrupción. Alberto Ruiz-Gallardón pudo pasar a la historia como quien más cambió Madrid en su superficie –y en su subterráneo–, pero siempre será quien endeudó a la ciudad por encima de sus posibilidades y quien tuvo que abandonar un ministerio empujado por el feminismo por idear una reforma de la ley del aborto reaccionaria. José María Aznar pudo pasar a la historia como quien aplicó las tesis neocon en Europa y sacó a España de la crisis de los noventa; pero pasará como quien retorció el 11M y metió a España en la guerra de Irak con la mentira de las armas de destrucción masiva.

Cifuentes, como tantos otros, como Felipe González, que continuó a pesar de los casos de corrupción, de Filesa, Luis Roldán y los GAL; Jordi Pujol, que se hacía el ofendido en la comisión del Parlament que le investigaba y evidenciaba como el título de Molt Honorable era incompatible con él; o José Manuel Soria, aferrándose al cargo hasta que le dejó caer quien nunca se mueve, Mariano Rajoy.

La presidenta madrileña se ha presentado este lunes como una víctima de una conspiración contra ella, de “una cacería” alimentada por estar en contra de lo que ella dice representar: limpieza, regeneración y renovación. En su retahíla de conspiradores, ha incluido a Francisco Granados, Ignacio González y los periodistas de eldiario.es Ignacio Escolar y Raquel Ejerique, contra quienes ha anunciado una querella por las informaciones sobre su máster.

Como víctima de esa conspiración y como víctima de universidad: “Por un error informático ajeno a mi responsabilidad se reflejó en el sistema que aparecía como no presentadas, el propio profesorado hace la gestiones oportunas para subsanar el error”.

Pero Cifuentes, después de tres décadas en la política –se afilió a Alianza Popular en 1980–, no será recordada por sus reformas, ni dentro del partido ni dentro de la institución. Y contra eso lucha Cifuentes, por eso huye hacia delante, aferrándose al intento de ganar un tiempo en el que pueda hacer algo que le trascienda: para que su legado no sean las investigaciones de la UCO sobre la Mesa de Contratación de la Asamblea de Madrid o las actuaciones policiales durante su gestión en la Delegación del Gobierno. Después de 30 años en la política, Cifuentes no quiere pasar a la historia como alguien a quien le reglaron un máster. Pero para eso necesita aportar pruebas: de su gestión como presidenta y de sus méritos como estudiante. Pero lo único que ha anunciado son querellas: “No van a poder con todos nosotros, no van a poder”.