Con el siglo XIX nació una nueva manera de entender el noble arte de comer. Las clases más pudientes habilitaron un espacio reservado para estos momentos del día y se refinaron las formas en la mesa: prohibido tutear y hablar de política, fútbol o cualquier tema susceptible de discusión.
El protocolo culinario obligaba a los comensales a tratarse de usted cuando se reunían para celebrar cualquier comida. Un acto en el que el anfitrión no podía dejar nada al azar con el fin de que al día siguiente no se formaran los famosos “corrillos” de la época que criticaran su comida o cena.
“Cuando se pensaba en la mesa, uno de los puntos principales era dejar suficiente espacio a los comensales para que no se molestaran”, relatan las encargadas del taller “?¡A la mesa!! Modos y (modas) de comer en el siglo XIX”, organizado en el museo del Romanticismo de Madrid, dentro de la cuarta edición de la iniciativa “Gastrofestival”.
Al hablar de espacio, de nada vale pensar en las mesas actuales ya que, para quedar bien, el organizador de la cita gastronómica tenía que prever el número de comensales teniendo en cuenta que el protocolo marcaba que cada persona debía disponer de unos 60 o 70 centímetros de espacio para no molestar a su vecino.
Además, se debía tener en cuenta que la sala debía contar con el suficiente espacio como para lucir las vajillas de porcelana francesa que toda casa de alta cuna debía tener, ya que en este siglo se convierten en símbolo de riqueza.
En el siglo XIX la mesa sufrió también grandes cambios que marcaron el comienzo de la manera de comer que hoy conocemos.
Se desecha el “servicio a la francesa”, en el que todo se sirve a la vez en la mesa, y se instaura el “servicio a la rusa”, en el que hay un menú cerrado y los platos van llegando con un orden.
Y, como no, con este orden llega también la colocación de los cubiertos tal y como la conocemos en la actualidad.
“Me cuesta 40 duros al mes sin contar lo que me sisa, que debe ser una millonada”, con estas palabras recitadas en el taller, Benito Pérez Galdós pone de manifiesto lo que valía en la época tener un cocinero con técnica y conocimientos gastronómicos elevados capaz de hacer que el dueño de la casa se luciese ante sus invitados.
Y no solo cocinero, sino que las clases más pudientes, sobre todo las nobles, podían llegar a tener en casa a un maestro “asador”, dedicado en exclusiva a los asados, y un pastelero.
En este sentido, los cocineros españoles estaban bien reconocidos, pero si la casa daba oficio a uno procedente de Francia todo alcanzaba otro brillo. Lo francés estaba de moda.
Sin embargo, pese a que la cocina francesa se iba introduciendo con velocidad y fuerza en la alta sociedad española, muchos eran los que defendían a capa y espada la tradición culinaria de la época que, por obra y gracia de la reina Isabel II, tenía como plato rey al cocido u olla podrida, cuyo nombre procede de “poderío”, por los magnos productos de la que se componía.
Tal fue la importancia de este plato que en la época se decía que era una “alegoría de España”, ya que para hacerlo se necesitaban productos procedentes de toda la nación.
De la segunda mitad de este siglo, y ante el avance de las influencias gastronómicas francesas, procede también el hecho de indicar el origen de cada plato, es decir, “arroz a la valenciana” o “bacalao a la bilbaína”.
Y de buenos platos sabían muy bien en el siglo XIX porque las carnes guisadas, las piernas de cabrito o las manitas de cerdo “emborrizadas” formaban parte de las mesas que, si de cenas se trataban, se vestían con platos de pescados escabechados, grandes piezas de bacalao o calamares rellenos, la mayoría procedentes de Valencia.
El postre estaba protagonizado por hojaldres, mantecados, natillas, flanes o torrijas.
A esta siglo también se le reconoce el nacimiento del rito de la “merienda” que se valora como el tiempo de la charla, de la crítica y de la diversión.
En cuanto a la bebida, las comidas se regaban con vinos españoles, griegos, portugueses o franceses y de la llamada “cerveza clara”, mezcla de cerveza y limón, que tiene su origen en este siglo. Pilar Martín