En el Congreso de los Diputados pasan cosas. Unas trascienden y otras, no. El desacato de la dirección de Vox a la presidencia de la Cámara Baja ocurrido el pasado martes, ante la negativa de uno de sus diputados a abandonar el pleno tras ser expulsado de acuerdo al Reglamento, lo retransmitió en directo el canal parlamentario. Y el vídeo con la afrenta posterior en los pasillos de otra parlamentaria de la ultraderecha, Macarena Olona, a una periodista que le preguntaba su opinión por lo ocurrido en el salón de plenos saltó de inmediato a las redes sociales.
Lo que nadie pudo ver es la conversación privada entre la presidenta del Parlamento, Meritxell Batet, y el portavoz de Vox, Iván Espinosa de los Monteros, que tuvo lugar en el despacho de la primera a instancias de la tercera autoridad del Estado. Tampoco el señalamiento al que cada semana los diputados ultras someten a los informadores parlamentarios, a los que acusan de “sectarios” por sus preguntas. Y mucho menos la preocupación que recorre los pasillos del viejo Palacio de la carrera de San Jerónimo entre los grupos con la que se considera una nueva escalada del partido de Abascal de doble dirección: de un lado, la erosión sistemática de las instituciones y de otro, la provocación constante a los medios de comunicación.
Después de las vacaciones estivales, la extrema derecha “ha decidido apretar en su dialéctica entre élites y bases”, percibe un socialista. Vox no participa en rondas de negociación entre partidos, no suscribe declaraciones institucionales, no reconoce la autoridad de un Gobierno al que considera ilegítimo y, ahora, tampoco la de la presidencia de la sede de la soberanía nacional. Todo forma parte de su empeño en situarse en un marco diferenciador al del establishment. Dicho de otro modo: de un lado está la política y de otro, ellos. “Ya solo queda Vox”, repiten machaconamente en sus discursos.
“Pretenden demostrar que ellos son otra cosa, pero respecto a qué y a costa de qué”, se pregunta el secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, Rafael Simancas, para quien la estrategia, aunque ha ido in crescendo, no es nueva, ya que desde que llegó al Parlamento no ha hecho otra cosa que “deteriorar la convivencia democrática y socavar las instituciones”.
Un punto de inflexión
Está pasando y el resto de grupos parlamentarios no aciertan a concertar una respuesta que ponga freno a la escalada. Lo ocurrido esta semana ha marcado un punto de inflexión en el comportamiento de los de Abascal en el Congreso. Hasta ahora, según fuentes de la Mesa, era mayormente la bancada del PP la que más llamadas al orden de la presidencia recibía cada semana, el grupo más dispuesto a la bulla y con el que más conversaciones privadas ha mantenido Batet desde que empezó la Legislatura para intentar desinflamar un ambiente excesivamente crispado. Ahora es Vox quien le toma el relevo con un incidente que, aunque pudiera parecer consecuencia del fragor de un debate, se demostró después que respondía a una estrategia premeditada.
Varios portavoces coinciden en que si grave fue que el diputado ultra José María Sánchez llamase “bruja” a la diputada socialista Laura Berja cuando defendía desde la tribuna una reforma legal para castigar a los acosadores de las clínicas donde se realizan abortos, mucho más lo fue que la dirección de su grupo “le conminara al desacato”. De hecho, el parlamentario de Vox recogía las cosas de su escaño después de que quien ejercía la presidencia en ese momento –el socialista Alfonso Gómez de Celis–, le pidiera que abandonara el hemiciclo, fue su portavoz, Espinosa de los Monteros, que le ordenó que regresara a su sitio.
“Tú te quedas porque nosotros no acatamos ni el Reglamento de la Cámara ni la legitimidad de su presidente. Somos distintos. Y estamos aquí para desgastar la institucionalidad y alterar la convivencia democrática”, es lo que entendieron los diputados de los otros grupos que vino a decirle Espinosa a su diputado cuando le invitó a seguir sentado en el escaño. Hasta ahora en democracia, solo hay dos precedentes de expulsión del hemiciclo. La primera fue al popular Vicente Martínez Pujalte. La segunda, al republicano Gabriel Rufián. Ninguno cuestionó la orden de la presidencia. Y tampoco lo hizo la diputada de Vox Macarena Olona esta misma Legislatura cuando fue sancionada con la expulsión, no del pleno, pero sí de la Diputación Permanente.
Erosión de las instituciones y deterioro de la convivencia democrática vinculados, a juicio de una parlamentaria de Unidas Podemos, al cuestionamiento constante de los derechos civiles es el santo y seña de un populismo de ultraderecha que tardó en llegar a las instituciones españolas y que hoy marca en ocasiones el devenir de la agenda política y parlamentaria.
La preocupación en el resto de formaciones políticas es máxima, después de que VOX haya dado un salto cualitativo en su escalada y su líder, Santiago Abascal, hable ya abiertamente de “abofetear” al president de la Generalitat, Pere Aragonés, o sus parlamentarios defiendan con vehemencia que hay que dar “una patada en el culo” a los okupas. ¿Cómo aislar a la ultraderecha? La pregunta planea por cada pasillo de la Cámara sin que los portavoces de los distintos grupos se pongan de acuerdo en la respuesta o confíen lo más mínimo en que puedan concertar una posición común al respecto, com ocurre en otros países de la UE.
“El PP no entrará nunca en el aislamiento, ya que trata de seducir a los votantes de VOX, y por tanto se cree en la obligación de seguir los pasos de su extremismo. Por tanto, al resto sólo nos queda mantener un discurso firme de deslegitimación de sus posiciones y la denuncia permanente de sus políticas para ponerles en evidencia”, arguyen desde el Grupo Socialista.
¡No son de los tuyos!
Los republicanos, con Gabriel Rufián a la cabeza, han empezado a ensayar esta semana otra respuesta, que pasa por no responder a las intervenciones de los diputados de Vox y utilizar su turno para interpelar a sus electores, en especial a la clase obrera y trabajadora donde la ultraderecha ha penetrado hace tiempo.
“¡Qué mal que está la política! ¡Qué mal que está el Congreso!. Así que les invito a que hagamos la siguiente reflexión: que interpelemos a sus votantes, sobre todo a sus votantes de clase trabajadora, a los ratones que votan a gatos. ¿Cómo es posible que haya tanta gente de clase trabajadora que vote a esta gente, que vota a la ultraderecha? No son de los tuyos”, dijo Rufián desde el escaño en una nueva dinámica que tiene pensado mantener en el tiempo
La democracia está en peligro cuando los diferentes partidos políticos no son capaces de aislar a los extremismos es una frase muy repetida entre los parlamentarios, pero parece que complicada de llevar a la práctica, a tenor de lo que se ve, se escucha y se vota en el Congreso semana tras semana. PP y Ciudadanos no tienen ningún reparo a veces en asumir como propias posiciones de Vox y mucho menos a apoyarse en ellos para mantener gobiernos en autonomías y ayuntamientos. Pero también resulta una evidencia que al PSOE no le incomoda tampoco hacer grande al partido ultra.
Hay quienes, como los partidos nacionalistas, son partidarios de acordonar a la extrema derecha “sin contemplaciones”, que no es lo mismo que hacerles el vacío -ya que tienen tres millones de votos-, sino evitar que entren en los gobiernos y socaven las instituciones. Pero eso requeriría, admiten, un ejercicio de política grande que implicase dejar gobernar al partido más votado. Pero como todo, esta fórmula tendría un un ángulo nocivo, advierten desde Unidas Podemos, que es “la posibilidad de que se erijan en única alternativa al 'establishment'”.
En realidad, todos los grupos coinciden en que el cordón sanitario, a modo de los de Francia o en Alemania, no basta para desactivar a la extrema derecha, pero sí puede servir de paliativo para visualizar que a Vox no puede tratársele como a un partido más, y “mucho menos normalizarlo tal y como la derecha ha hecho en Andalucía, Murcia o Madrid”. Territorios todos ellos donde, además de que el PP gobierna gracias a sus votos, ha asumido como propias algunas de sus posiciones políticas con el falso mantra de que no hay diferencia entre Podemos y Vox a la hora de justificar alianzas.
Hay sociólogos, que llaman además la atención sobre el impacto que ya tiene la irrupción y el discurso de Vox entre una parte del electorado joven, que han interiorizado la presencia de un partido de ultraderecha en un tablero político donde hace años eran impensables actitudes xenófobas o abiertamente contrarias a los derechos de las minorías. Una radiografía que ya se atisba sin lugar a dudas entre las bases del partido ultra, donde orbitan miles de adolescentes que comulgan con la propaganda ultra, quizá por la ausencia de buenas políticas públicas que han generado sensación de olvido entre la población.
Revertir el “atractivo” de quienes ofrecen soluciones simples a problemas complejos, apoyos mediáticos aparte, está sólo en manos del resto de partidos políticos. Y, de momento, en el Congreso no han encontrado la fórmula a aplicar. Tampoco en el periodismo político. Unos por exceso y otros por defecto, quien más quien menos baila al son de la música o el numerito que cada semana interpreta Vox. Por interés político, por temor, por desidia o por incapacidad. A saber. La única certeza es que ahí siguen, bien acompañados y jaleados por su trompetería mediática. Ni la política ni el periodismo han dado con la pócima que impida el deterioro de la convivencia democrática y las mínimas normas de respeto institucional.