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De la 'Constitución de Gades', el café para todos, la arbonaida y la LOPA al referéndum del 1-O

El entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, con su ministro de Educación, Otero Novas, en marzo de 1980.

Andrés Gil

Hubo un tiempo en el que con “llibertat, amnistia i Estatut d'autonomia” era suficiente. El franquismo agonizaba, se perseguía la lengua catalana y los catalanes ni siquiera podían inscribir en el registro a sus hijos con nombres catalanes.

Era un lema de la lucha antifranquista que prendió en los estertores del franquismo y en el arranque de la Transición: era un grito por la democracia; el final de los presos políticos; y la recuperación del autogobierno y de instituciones catalanas, que hincan sus raíces en las Cortes Catalanas constituidas por Jaime I en el siglo XIII y que estuvieron vigentes hasta los decretos borbónicos de Nueva Planta, en 1716, tras la guerra de Sucesión –el sitio de Barcelona fue en 1714, y la ciudad terminó cayendo el 11 de septiembre de ese año, fecha que se conmemora en la Diada–; y que conectaba con el republicanismo y la Renaixença del XIX.

El periodista de La Vanguardia, Enric Juliana, escribía hace tiempo sobre aquellos años, y recordaba, cintando el libro de Gregorio Morán 'Adolfo Suárez, ambición y destino' (Debate, 2009), la bautizada y non nata Constitución de Gades.

“En marzo de 1977”, escribía Juliana, “cuatro meses antes de las primeras elecciones democráticas, Adolfo Suárez celebró un almuerzo en Madrid con su fiel colaborador José Manuel Otero Novas, entonces jefe de la subsecretaría técnica de la Presidencia del Gobierno, y varios técnicos de la fontanería de la Moncloa. La comida tuvo lugar en el restaurante Casa Gades, propiedad del fallecido bailarín Antonio Gades, en el número 4 de la calle Conde de Xiquena, en la zona ministerial del paseo de la Castellana. Suárez –lo cuenta Morán en un perspicaz pie de página– deseaba celebrar el redactado final del primer borrador de la Restauración. El borrador constitucional que la Unión de Centro Democrático pondría sobre la mesa si lograba ganar las primeras elecciones libres. La sombra protectora de Torcuato Fernández Miranda, el estratega que ideó la ley de Reforma Política para proceder a la autodisolución de las Cortes franquistas, se paseaba por el comedor. Estaban contentos. Y en un arrebato de alegría decidieron bautizar el documento como la 'Constitución Gades'. Podían haberle llamado la 'Constitución de Torcuato', pero eran tiempos de reinvención. Antonio Gades, miembro del Partido Comunista de España, amigo íntimo de Fidel Castro y compañero sentimental de la cantante Marisol, era entonces uno de los hombres de moda en España. Era un gran bailarín”.

Y proseguía Juliana: “La 'Constitución Gades' consideraba una España distribuida en dos pisos: tres estatutos de corte federativo y de distinta sustancia (Catalunya, País Vasco y Galicia) y una amplia desconcentración administrativa en el resto del país, con regiones sin potestad legislativa. Tres estatutos especiales y 14 o 15 regiones sin parlamento”.

Morán, en su libro, ventila así aquel intento: “Me resisto a que tamaña simpleza, orquestada a bombo y platillo por un personaje secundario, sórdido e inane, como José Manuel Otero Navas [...], vaya más allá de una referencia a pie de página. La llamaron Constitución de Gades porque allí se felicitaron de la buena idea de Torcuato almorzando en el restaurante del bailarín Antonio Gades”.

Aquella idea se frustró. El plan, trazado también en la Segunda República, que consistía hacer un reconocimiento expreso a Catalunya, Euskadi y Galicia como sujetos políticos, saltó por los aires: las élites del franquismo –políticas y militares– transmigradas a la fe democrática veían en el reconocimiento circunscrito a las tres comunidades históricas demasiadas connotaciones republicanas; y el PSOE encontró una fértil bandera en la arbonaida, la verdiblanca de los omeyas convertida en enseña andaluza, a la que también se rindió Manuel Clavero Arévalo, nombrado en 1977 ministro adjunto para las Regiones y que ha pasado a la historia como el “inventor de la cafetera”, del “café para todos” que supuso el Estado de las Autonomías reconocido por la Constitución de 1978.

El PSOE, comandado aquellos años por el clan de la tortilla –Felipe González, Alfonso Guerra, Manuel Chaves, Luis Yáñez...–, aprovechó sus raíces andaluzas para conectar exitosamente con un andalucismo creciente que reivindicaba la idiosincrasia de un pueblo con rica y longeva historia. Ese movimiento social andalucista, expresado en manifestaciones multitudinarias, terminó desbordando los marcos legislativos.

Aquellas movilizaciones se tradujeron en abrir el hecho diferencial a Andalucía tras el referéndum del 28 de febrero de 1980: año y medio después de aprobarse la Constitución, el régimen territorial se abría, interpretando así de manera flexible el texto constitucional.

Pero aquella dinámica favorable a la flexibilidad constitucional se frenó en seco justamente un año después, tras el 23F de 1981: si en algo tuvo éxito político el fracasado golpe de Estado de Antonio Tejero, Alfonso Armada y compañía fue en contener la descentralización del Estado: en julio de ese mismo año UCD y el PSOE se ponen de acuerdo para colocar el cerrojo llamado LOAPA –Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico– .

Y así, con más o menos tiras y aflojas, sobre todo en torno a la financiación autonómica, se llega a la crisis de 2006 con el Estatut aprobado en el Parlament de Catalunya, el Congreso de los Diputados, el Senado, en referéndum por los catalanes y, posteriormente, “cepillado” por el Constitucional en 2010, como vaticinó Alfonso Guerra. Pocas veces una decisión política, la del PP recurriendo el Estatut, ha tenido tanta trascendencia con el paso del tiempo: rompió el acuerdo entre el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero y la CiU de Artur Mas, quien acabó llevando a su partido –Convergència, PDCat– y sus gobiernos –Junts pel Sí– al independentismo.

¿Qué habría pasado si no hubiera habido café para todos? ¿Qué habría pasado si en lugar de LOAPA se hubiera profundizado en la descentralización? ¿Qué habría pasado si el Estatut de 2006 no hubiera sido recurrido ni “cepillado”? Son preguntas cuya respuesta contrafactual no puede ir más allá de la hipótesis.

Lo que sí parece cierto es que aquel grito de hace 40 años de “llibertat, amnistia i Estatut d'autonomia” hace tiempo que se ha quedado corto para muchos catalanes.

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