El Tribunal Constitucional cumplirá 44 años el próximo 27 de diciembre sumido en la mayor crisis de toda su historia y sin el más mínimo atisbo de acuerdo entre sus dos bloques de magistrados. Con parte del pleno con el mandato caducado desde junio, los conservadores imponen su mayoría de un voto para mantener el primer bloqueo parlamentario de la democracia y esquivar recusaciones, mientras la vida institucional española se enfrenta a un choque inédito entre el poder legislativo y el máximo intérprete de la Constitución. Es una situación sin precedentes en un tribunal que ha estado en el ojo del huracán del procés independentista, de los derechos reproductivos de las mujeres y que se partió por la mitad para anular los estados de alarma que decretó el Gobierno para frenar la expansión del coronavirus.
La crisis actual tiene una vertiente externa y otra interna. En cuanto a la primera, el pleno firmó el pasado lunes unas medidas cautelarísimas que, por primera vez en democracia, neutralizan a las Cortes. Esa decisión ha propiciado un enfrentamiento entre las cámaras legislativas, el Gobierno y un tribunal que, técnicamente, no forma parte del Poder Judicial.
Esa misma noche compareció la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, que dijo que la decisión carecía de “precedentes” en la historia de la jurisdicción constitucional. El presidente del Senado, por su parte, llamó a acatar la decisión, pero también anunció que estudiaría las vías para “preservar la autonomía parlamentaria”. La Cámara Alta solicitó que sus senadores pudieran votar la reforma sobre el Constitucional pero la mayoría conservadora volvió a imponerse y rechazó esa petición. “Lo que ha ocurrido es una interferencia de otro poder en el Legislativo”, dijo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
Son declaraciones inéditas para una situación inédita. Inédita porque, por norma general, los tiempos del Constitucional huyen de las prisas. Es rara la neutralización de una norma si no es una ley autonómica y ha sido recurrida por el Ejecutivo central con una petición expresa de suspensión. Y, en la mayoría de ocasiones, las sentencias sobre el fondo de los asuntos llegan años más tarde. Muchas veces, cuando la respuesta es meramente declarativa y no tiene efectos prácticos.
No tuvieron este alcance, por ejemplo, las sentencias que anularon los dos estados de alarma que puso en marcha el Ejecutivo central para hacer frente a lo peor de la primera fase de la pandemia. Las sentencias llegaron cuando la mayor parte de las medidas de protección ya no estaban vigentes. Aunque, como ahora, también partieron por la mitad al tribunal.
Un órgano muy dividido dio la razón a Vox al entender que para acordar un confinamiento como el que se decretó en la primavera de 2020 había que declarar el estado de excepción. Una medida que solo puede adoptar el Parlamento, a propuesta del Gobierno. En ese caso, el enfrentamiento también traspasó a la esfera pública. Algunos magistrados lamentaron por escrito que ni siquiera ante esa situación tan excepcional hubieran conseguido ponerse de acuerdo para lanzar un mensaje institucional a la ciudadanía.
Del Estatut al procés
Las leyes de desconexión del Parlament de Catalunya fueron el primer guijarro de la avalancha judicial del procés independentista. Pero como afirmó la magistrada María Luisa Balaguer en una entrevista en RTVE, el caso no es comparable: “El parlamento autonómico no tiene la misma naturaleza jurídica que el nacional”. En ese momento, el Constitucional mantuvo la unidad y suspendió y anuló las leyes de desconexión que iba aprobando la mayoría independentista del Parlament.
El consenso total se perdió a la hora de confirmar las condenas de los líderes políticos condenados en el Supremo, cuando ya habían sido indultados. Esas resoluciones han tenido, según los casos, el voto en contra de dos o tres magistrados de la minoría progresista. Sus críticas se han centrado en la “desproporción” de las penas impuestas a alguno de los condenados por sedición. Los magistrados que han planteado objeciones a las tesis mayoritarias son María Luisa Balaguer y Juan Antonio Xiol, y tras la última renovación hace un año, Ramón Sáez.
Otro de los grandes choques institucionales con consecuencias tangibles fue el tuvo lugar hace 12 años y medio, cuando el tribunal anuló hasta 14 artículos del Estatut a raíz de un recurso interpuesto por el PP. Entre otras cuestiones, esa resolución estableció que el término “nación” incluido en el preámbulo carecía de “eficacia jurídica”. La sentencia tuvo profundos efectos en la vida pública y política catalana. De hecho, es esgrimida por el independentismo como la decisión que abonó la crisis del modelo territorial que acabó por estallar con la fallida declaración unilateral de independencia de 2017.
En ese caso, la interpretación restrictiva del preámbulo contó con el apoyo de los cinco magistrados del bloque conservador, a los que se sumó Manuel Aragón, que había sido elegido a propuesta del PSOE. Los otros cuatro magistrados progresistas votaron en contra. Esa sentencia provocó una profunda crisis interna en el bloque progresista del Constitucional, que ahora sí está cohesionado.
El Constitucional también vivió una crisis profunda en 2011, cuando la renuncia de tres magistrados con el mandato caducado dejó a la institución a un paso del colapso. El entonces presidente, Pascual Sala, rechazó las renuncias para no poner en riesgo la estabilidad del órgano. Los progresistas Eugeni Gay y Elisa Pérez Vera y el conservador Javier Delgado —elegidos por el Congreso— presentaron su dimisión para tratar de forzar su renovación. El tribunal tenía entonces entre manos cuestiones tan delicadas como la ley del matrimonio igualitario, la doctrina Parot sobre excarcelación de presos de ETA o la legalización o no de Sortu.
División interna
A la actual crisis externa del tribunal, que tiene como máximo exponente el choque abierto con el Gobierno y el poder legislativo, se suma también su inestabilidad interna por el abismo que existe entre sus dos corrientes: la conservadora y la progresista, esta última en minoría de cinco contra seis. A ambos bloques les separa, por tanto, un solo voto. Aunque han sido incapaces de alcanzar la unanimidad en asuntos de máxima relevancia pública.
Durante la última semana, el sector mayoritario al completo ha defendido cohesionado la aplicación de las medidas cautelarísimas reclamadas por el PP y la paralización de la reforma que reducía las mayorías para elegir a los miembros del Constitucional y suprimía el requisito de verificación de los nuevos magistrados. Los conservadores han impuesto su criterio sorteando y esquivando distintos recursos, alegaciones y recusaciones que habrían dejado en mayoría a los progresistas, que rechazaron en bloque la suspensión del procedimiento legislativo iniciado en el Congreso y que, salvo sorpresa, iba a derivar en la aprobación de ese cambio legal en el Senado.
El tribunal vive un ambiente de polarización extrema que recuerda al vivido el pasado verano en torno a las sentencias sobre el estado de alarma. Entonces, una magistrada elegida como parte de la cuota teóricamente progresista, Encarnación Roca, se alineó con la mayoría conservadora para aceptar el recurso de Vox y anular el confinamiento domiciliario de la primera ola de la pandemia.
De aquella época son frases como la de la magistrada progresista María Luisa Balaguer, que dijo que algunos de sus compañeros sostenían “posiciones extrajurídicas poco recomendables”. El también progresista Cándido Conde-Pumpido afirmó de quienes habían decretado la inconstitucionalidad del estado de alarma que lo habían hecho con una argumentación “más propia de un lego que del máximo intérprete de la Constitución”. Tuvo que pedir perdón por esas palabras.
En este contexto de bronca interna ha brillado por su ausencia la labor de árbitro del presidente, el conservador Pedro González-Trevijano. Y eso a pesar de que uno de sus objetivos cuando asumió el cargo hace un año fue reducir las distensiones que ya había en el seno del tribunal y acercarse un poco más a la unanimidad en los asuntos más trascendentes.
Pero su decisión de convocar de urgencia un pleno para abordar la reforma que iba a forzar la renovación del tribunal, de votar a favor de paralizar su tramitación y de no apartarse de la deliberación aunque le afecta directamente, González-Trevijano ha unido su nombre al de la mayor crisis institucional generada por ese tribunal en democracia.