“No sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui”, se despedía Pablo Iglesias este martes de la política. Al filo de la medianoche, y con el recuento de las elecciones a la Comunidad de Madrid concluido, el secretario general de Podemos recuperó para su adiós una estrofa de El Necio, de Silvio Rodríguez, que sigue así: “Allá Dios, que será divino; yo me muero como viví”. Iglesias y Podemos irrumpieron en la política española en enero de 2014, reivindicando el 15M: “Dijeron en las plazas que 'sí, se puede', y nosotros decimos hoy que podemos”. Aquel día, en el Teatro del Barrio de Lavapiés señaló que “defender lo que dice la declaración universal de los derechos humanos es revolucionario”. Y este domingo, en un discurso de cierre de campaña que a muchos ya sonó a adiós, realizó un repaso autobiográfico por estos siete años de frenética actividad política en el que aprovechó para reivindicar su incontestable legado: haber llegado a gobernar y demostrar que el papel de Podemos (hoy, Unidas Podemos) era el de “ser Estado” porque “el Estado es de la gente corriente” frente “a las élites y los enemigos de la democracia”.
Una hora después de que se cerrasen las urnas y cuando el recuento avanzaba aún muy lentamente en los dispositivos electrónicos, Iglesias llegó a la sede de Podemos cerca de las nueve de la noche para hacer seguimiento de la jornada electoral. Ahí ya tenía madurada la decisión que tomaría si se cumplían los peores augurios, como finalmente sucedió. Con el escrutinio ya bastante avanzado y la certeza de un triunfo arrollador del ayusismo sin posibilidad de Gobierno progresista alternativo, reunió a su ejecutiva para adelantar a su equipo de confianza el anuncio que iba a hacer a la prensa.
No era la primera vez que Iglesias barruntaba la dimisión. Ya lo había hecho después de otro revés, el de la repetición electoral de 2016. Aquél 26 de junio, Podemos, ya en coalición con IU, quedó a menos de 400.000 votos del PSOE. Las expectativas eran enormes comparadas con las de su última campaña autonómica. Entonces habló con compañeros y reflexionó durante aquel verano sobre el papel que podría desarrollar en la política institucional. Este 4 de mayo de 2021 la decisión ya no iba a tener marcha atrás. Reunió a los más próximos, su ejecutiva, en la segunda planta de la sede de Podemos, en el barrio de Pueblo Nuevo. Allí estaban Irene Montero, Ione Belarra, Rafael Mayoral, Alberto Rodríguez, Manu Levin, Isa Serra, Sofía Castañón, Juan Manuel del Olmo, Teresa Arévalo, Pablo Fernández, Antón Gómez-Reino, Nacho Álvarez, Ángela Rodríguez Pam, Idoia Villanueva, Juan Carlos Monedero...
En el edificio se encontraban también representantes de la otra formación que comparte espacio en Unidas Podemos, IU. De los 10 diputados que entrarán en la Asamblea de Madrid, dos serán del partido que lidera Alberto Garzón: Vanessa Lillo y Sol Sánchez. Las dos acudieron a la noche electoral, además del secretario general del PCE, Enrique Santiago. Completaban algunos de los miembros de la lista de Unidas Podemos: Jesús Santos, Serigne Mbayé, Agustín Moreno, Alejandra Jacinto.
En esa segunda reunión se comunicó la decisión al conjunto. Pensaran lo que pensaran en ese momento, nadie se opuso. Era evidente para los presentes que no había vuelta de hoja, como no la hubo el 15 de marzo, cuando Iglesias anunció también por sorpresa que dejaba el Gobierno, aunque entonces sí hubo quien intentó que lo reconsiderara. Minutos antes de anunciar su decisión en público, el fundador de Podemos también se la comunicó a parte de su equipo técnico de confianza.
Ya ante los periodistas Iglesias arrancó su comparecencia sin contemplaciones. “Hemos fracasado”, dijo. “Aunque hayamos mejorado, el resultado sigue siendo insuficiente”, añadió, marcando una clara distancia con el mensaje que había lanzado minutos antes la candidata de Más Madrid, Mónica García, que protagonizó la otra sorpresa de la noche sobrepasando en votos al PSOE. “No contribuyo a sumar”, asumió, en primera persona. “Soy un chivo expiatorio que despierta lo peor de los que quieren destruir la democracia”, dijo antes de cerrar su marcha de la política institucional
48 horas antes, el entonces candidato de Unidas Podemos clausuraba la campaña ante un par de miles de personas que desbordaban el anfiteatro Lourdes y Mariano, inaugurado en 2016 en el barrio de Vicálvaro. “Se nos ha quedado pequeño”, se lamentaba el equipo de producción. Los actos de la última semana habían desbordado las previsiones, lo que mantenía viva la esperanza en algunos de que la estrategia movilizadora pudiera dar resultados en las urnas. Iglesias ya había levantado él solo algunas campañas.
Esa tarde preparó dos intervenciones. Una de apertura, destinada a entrar en los informativos y a presentar el acto. La segunda, al final, con más enjundia, incluidas referencias a los historiadores Manuel Tuñón de Lara y Miguel Artola, contenía una breve repaso de los últimos siete años que, vista ahora, sirve casi de epitafio de su carrera.
“De lo que se trata básicamente es de asegurar que algunos de los principios sociales que recogía nuestra Constitución no fueran mera palabrería, sino que sirvieran para proteger a la gente”, clamó Iglesias ante un público entregado: “Hemos sido capaces de cuestionar el monopolio del Estado por parte de ese bloque de poder que llevaba mandando muchísimo tiempo. Y claro, hacer eso tiene su precio”.
Salvo por ese final, el discurso en el fondo era similar al de 2014. En enero de aquel año, Iglesias era un profesor universitario que, con otros profesores y estudiantes, y con Izquierda Anticapitalista, encabezó una iniciativa política que señalaba a la “casta” y que buscaba “romper el tablero” político con un mensaje desde fuera de las instituciones y estableciendo una conexión con el electorado más allá de los carriles habituales electorales.
Iglesias y Podemos lograron esos cinco escaños simbólicos en Europa que Juan Carlos Monedero representaba con su mano abierta, mientras Íñigo Errejón prefería la V de victoria y otros exhibían el puño. La frase de aquel año que seguramente más haya trascendido a Iglesias la pronunció meses después, en Vistalegre I, en octubre de 2014. Y era de Karl Marx: “El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto”.
En la película-documental Política, Manual de Instrucciones Fernando León de Aranoa capta el diálogo entre Iglesias y Errejón en el que perfilan ese discurso, que sirvió de apertura para la Asamblea fundacional de Podemos. Iglesias lee a Errejón un fragmento del discurso que se dispone a pronunciar ante la Asamblea: “Una lección que nos ha enseñado la historia es que el cielo no se toma por consenso, se toma por asalto”.
“Lo que pasa es que eso puede ser el titular”, le replica Errejón. “Es la lectura que hacía Carlos Marx de la Comuna de París, el cielo por asalto, la voluntad de que esta actitud, en este momento histórico, toca”, explica Iglesias.
Tras el discurso de apertura de la asamblea, el filme regresa con los protagonistas a la zona privada de los equipos que se enfrentan en la contienda. “Hay que dejar alguna señal para los historiadores”, responde Iglesias a Errejón en los camerinos de Vistalegre cuando el futuro secretario Político de Podemos le apunta que la frase, como había previsto, había “hecho ruido”. Luego se convirtió en un lema no oficial del partido: “El cielo se toma por asalto”.
Y lo cierto es que esa frase más o menos épica pronunciada en octubre de 2014 fue premonitoria de lo que vendría después. El éxito electoral del 20D de 2015 –69 escaños más dos de IU– se tradujo en que la dirección del PSOE cerró el paso a un acuerdo de Gobierno con Podemos, IU y los nacionalistas vascos y catalanes, lo que se plasmó en un acuerdo entre Pedro Sánchez y Albert Rivera que Iglesias se negó a apoyar. “Hay números para un gobierno progresista”, dijo en aquella comparecencia del 22 de enero en la que propuso a Sánchez un Gobierno proporcional con los de Garzón dentro.
La negativa del comité federal del PSOE a explorar aquella vía que marcaba Iglesias llevó a una repetición electoral. El 26 de junio de 2016, esta vez con la IU de Alberto Garzón de la mano tras el pacto de los botellines. Una alianza electoral que se ha vuelto estable, si bien aún no ha llegado a avanzar en lo orgánico. Después llegó el golpe de mano del viejo PSOE que tumbó a Sánchez para facilitar la investidura de Mariano Rajoy a través de una abstención.
Iglesias recordaba aquellos meses en diferentes discursos de la campaña. Y se reafirmaba en las decisiones que tomó entonces, incluso las que motivaron el cisma de quienes querían seguir otra senda, como metas volantes imprescindibles para llegar al objetivo de entrar al Gobierno: “Defendimos el camino correcto, aunque fuera el camino más difícil. Nos invitaban a una cómoda oposición, pero siempre defendimos el camino correcto, aunque significara recibir ataques y que nos quisieran crear contradicciones internas”.
Y así fue, explicaba Iglesias: “Nosotros presentamos la moción de censura en 2017 para evidenciar que si el PSOE cambiaba su abstención por un sí, salían los números. Y los números salieron un año después, con Sánchez de candidato y nosotros trabajando para lograr los votos. Presentamos una moción de censura simbólica, básicamente para que toda España viera que había números, porque la correlación electoral, con diferentes cambios entre las fuerzas políticas del bloque de dirección histórico, sigue siendo la misma desde aquellas elecciones de 2015. Gracias a esa moción de censura fue posible la que desalojó definitivamente al Partido Popular del Gobierno”.
Sánchez llegó a la presidencia del Gobierno en junio de 2018 sin siquiera ser ya diputado y con los mismos números que existían en el Congreso de los Diputados desde el 26 de junio de 2016. Pero por medio había pasado una moción de censura comandada por Pablo Iglesias y defendida por Irene Montero. Y un congreso del PSOE en el que Sánchez recuperó la dirección del partido después de haber sido despojado de ella y tras barrer en las primarias. Y esta vez lo hace sin las ataduras de diciembre de 2015 con quienes le habían ayudado a derrotar a Eduardo Madina en el verano de 2014.
Pero ya por aquel entonces, en verano de 2018, Iglesias acumulaba un trienio de acoso de la policía política del PP, que usó los recursos del Estado para investigar ilegalmente a sus oponentes políticos, y de miembros de la derecha mediática que difundían acusaciones de financiación ilegal por parte de terceros países, muchas veces promovidas por esas mismas “cloacas” policiales y siempre tumbadas en los tribunales, o publicaban fotos robadas de ecografías de sus hijos o de funerales familiares.
Con la entrada de Unidas Podemos al Gobierno el acoso se agravó y afectó a toda la unidad familiar, con concentraciones diarias durante meses en la puerta de su casa en Galapagar, altavoz en mano. Incluso sus hijos pequeños sufrieron en primera persona estas maniobras, lo que ahora se ha traducido en una petición fiscal de un año de cárcel para un miembro de OK Diario.
Uno de los instigadores de las protestas está en un proceso judicial por grabar el interior de la vivienda del por entonces vicepresidente y de la ministra de Igualdad, y otro ha sido condenado a un año de prisión por atentado contra la autoridad.
Decenas de procesos judiciales, tantas veces abiertos como cerrados; ataques a su padre, que después han sido respondidos con condenas para quienes los han proferido, pero que le han supuesto ser uno de los amenazados a muerte durante esta campaña. Incluso el robo del móvil de una compañera de partido, Dina Bousselham, cuyo contenido luego fue apareciendo en diferentes medios de comunicación. La causa judicial derivada de ese robo sigue pendiente de instrucción en la Audiencia Nacional, después de que el Tribunal Supremo desestimara asumir la causa al no apreciar indicios de delito contra Iglesias, que de víctima pasó a acusado. El juez, pese a que la Audiencia le ha dicho que le tiene que devolver la condición de perjudicado, no lo ha hecho.
Como decía de sí mismo este domingo en su repaso autobiográfico, Iglesias ha sido una suerte de “corredor con una hoz y el martillo en la camiseta corriendo en zigzag para evitar a los francotiradores”, rememorando un cómic de su juventud que, dijo, ya no conserva.
Dentro del partido, el resultado electoral de 2016 consumó la ruptura con Errejón. Aquel otoño lanzaba una candidatura para disputar la dirección regional de Madrid al candidato de Iglesias, Ramón Espinar. En febrero de 2017 él mismo encabeza una lista alternativa a la dirección de Pablo Iglesias en Vistalegre II, sin disputar la Secretaría General. Tras la victoria de Iglesias, se produce un pacto: Errejón entra en la ejecutiva del partido –aunque después no asistió a ninguna reunión–, logra un buen número de asistentes a sueldo del partido y acepta ser el candidato a la presidencia de la comunidad de Madrid en mayo de 2019.
Pero eso no sucedió. Seis meses después de que Sánchez ganase la moción de censura, en enero de 2019, Errejón y Carmena se escindieron para crear Más Madrid, a espaldas de Podemos e Izquierda Unida y el resto de aliados de Ahora Madrid, la marca con la que en 2015 se hicieron con la Alcaldía, y Unidas Podemos. Aquel movimiento se traduce en que Carmena gana las elecciones, pero no llega a gobernar y abandona la política, y Podemos se queda fuera del Ayuntamiento al no presentar candidatura –la encabezada por IU, con Carlos Sánchez Mato, se queda fuera al sacar un 2,7% de los votos–. Y que Gabilondo gane las suyas, y Unidas Podemos entre en la Asamblea con un 5,5%, mientras Errejón logra un 14,7% –en aquella lista repetía Mónica García, quien era diputada autonómica desde junio de 2015–. El resto de la historia es conocida: Gabilondo no logra gobernar por el pacto de PP y Ciudadanos con apoyo de Vox, reproducido también en el Ayuntamiento de Madrid.
De un día para otro, el PP descubre que con Ciudadanos y Vox le da para recuperar poder en muchas plazas, aunque esa fórmula tenga las patas cortas para llegar a La Moncloa.
La foto de Pablo Casado gobernando con la extrema derecha en todas las instituciones donde hizo falta tras las elecciones de mayo de 2019 le sirve a Pedro Sánchez para, de nuevo, intentar gobernar sin Iglesias y apretar a Unidas Podemos. Después de que tras las elecciones de abril de 2019 parecía hecho el entendimiento entre PSOE y Unidas Podemos, los resultados de mayo en municipios y autonomías, en los que el espacio liderado por Iglesias sufrió retrocesos y pérdida de alcaldías –Madrid, las capitales gallegas, Zaragoza...–, salvo Barcelona y Cádiz, alimentan la idea en la cúpula del PSOE de que a Iglesias le puede servir un “gobierno de cooperación”, en lugar de un “gobierno de coalición”. Hasta el punto de que en junio, Sánchez asegura que no podría “dormir tranquilo” con Iglesias en el Consejo de Ministros, lo que inmediatamente se traduce en la renuncia de Iglesias a estar en el Gobierno y el inicio de unas negociaciones a las que el PSOE llega obligado y Unidas Podemos con mucha más hambre por haber entregado la cabeza de su líder.
En aquellos días de junio de 2019, el paso a un lado de Iglesias fue completo. Su renuncia suponía no entrar en el Consejo de Ministros ni ser el líder de Unidas Podemos en el Gobierno, lo que significaba no serlo tampoco fuera. En aquellas horas, Iglesias estaba dejando el liderazgo de Podemos en manos de Irene Montero para responder a la exigencia de Sánchez a cambio de un Gobierno de coalición. Al final, las negociaciones que terminaron sin acuerdo por la disputa de las competencias de los ministerios.
Muchas voces dentro de Unidas Podemos presionaron para aceptar un acuerdo de investidura, pero Iglesias lo tenía claro. “Si nos está costando que el PSOE cumpla el acuerdo estando en el Consejo de Ministros, ¿qué habría pasado con un simple acuerdo de investidura?”, se preguntaba este domingo en su discurso. En efecto, Unidas Podemos está pugnando con el PSOE por asuntos recogidos en el acuerdo de Gobierno como la reforma laboral, la reforma de las pensiones, la regulación del precio del alquiler, la ley trans y la ley LGTBI, además de haber expresado su rechazo a la fusión de Caixabank y Bankia, la huida del rey emérito de España facilitada por el Gobierno, el rechazo a dar oxígeno a Ciudadanos a través de los Presupuestos, y la gestión del asunto catalán, por ejemplo: Iglesias considera exiliados a Carles Puigdemont y el resto de ex dirigentes catalanes y defiende un referéndum pactado hasta el punto de organizar una conferencia de cargos electos en Zaragoza en 2017 como alternativa al 1-O y de recorrer España defendiendo la pluriancionalidad del Estado como nunca un dirigente de izquierdas estatal había hecho antes.
¿Cuántos votos pudo haberle costado a Unidas Podemos en la España que habla español aquellos meses de defensa de ese país plural, federal, con referéndum pactado en Catalunya incluido? Es difícil saberlo. En todo caso, en abril de 2019 pasó de 71 escaños a 42, que luego se convirtieron en 35 tras la repetición electoral de noviembre de 2019 tras la investidura fallida de Pedro Sánchez por no cerrar el Gobierno de coalición con ellos. Y, a pesar de irse achicando ese espacio electoral, las elecciones de noviembre de 2019 evidenciaron que Ciudadanos estaba muy tocado –dimitió Albert Rivera por la hecatombe electoral– tras dejar de ser percibido como regenerador –apuntaló al PP en Madrid y Murcia, por ejemplo– y de equidistante entre rojos y azules –hizo buena la foto de Colón, que se convirtió en gobiernos gracias al azul oscuro–; que Vox crecía hasta los 50 escaños y que la única alternativa del PSOE era reconstruir una suerte de Pacto de San Sebastián con los republicanismos de izquierdas y nacionalistas, en tanto que la suma con Ciudadanos no daba y el apetito de una gran coalición era escaso, para empezar por el propio PP, que dejaría todo el espacio de la oposición de derechas a un Vox al alza. Precisamente la agonía de Ciudadanos deja al PP con la única posibilidad de alcanzar La Moncloa de la mano de Vox, algo improbable por el rechazo que eso genera en prácticamente todo el arco parlamentario.
En 24 horas, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias lograron acordar un Gobierno que había resultado imposible unos meses antes. Iglesias se convertía en vicepresidente; Yolanda Díaz, en ministra de Trabajo; Irene Montero, de Igualdad; Alberto Garzón, de Consumo; y Manuel Castells, de Universidades. “Por primera vez en 80 años”, como recordaba este domingo Iglesias, se había acordado un gobierno de coalición, y, además, que personas a la izquierda del PSOE volvieran al Consejo de Ministros, entre ellos dos militantes del PCE, como Garzón, coordinador de IU, y Díaz, ahora vicepresidenta tercera y sucesora designada tras el abandono del Gobierno por parte de Iglesias para disputar Madrid.
“Nosotros teníamos plena conciencia histórica de que o llegábamos al Gobierno o era imposible que determinadas cosas cambiaran en este país, a pesar de que nos estuvieran cayendo chuzos de punta y nos estuvieran machacando”, decía Iglesias el domingo: “Y finalmente, después de mucho aguantar, después de mucho correr en zigzag, llegamos al Consejo de Ministros. Y el éxito de aquel Consejo de Ministros no es que el maldito coletas fuera vicepresidente, es que en ese Gobierno estaba Yolanda Díaz, e Irene Montero, y que en ese gobierno ha entrado Ione Belarra. Y ahora ya nadie puede negar que somos una fuerza política de gobierno. ¿Sabéis lo que significa que una señora con el carné del Partido Comunista haya demostrado a todo el mundo que es la mejor ministra de Trabajo de la Historia?”.
Fue el asalto a los cielos que Iglesias enunciaba en octubre de 2014. O casi. Cinco años después, tras el acoso de la cloaca policial, las zancadillas para entrar el Gobierno, las dudas internas, las escisiones, con la mitad de escaños que en 2015, Iglesias y los suyos llegan al Gobierno. Pero él lo hace por 14 meses, ante la incredulidad de muchos, que dudaban de que fuera a dejar el escaño, de que fuera a marcharse de verdad... Pero su decisión de disputar Madrid, después de haber barajado la posibilidad de que lo hiciera Alberto Garzón, quien finalmente no fue, ya era una manera de ir dejando la política institucional.
En aquel vídeo del 15 de marzo pasado, Iglesias tira una bola de billar que golpea varias más, entre ellas la de señalar quién puede liderar el espacio, Yolanda Díaz –la sucesión a la secretaría general de Podemos, así mismo, apunta a la ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra, según publica InfoLibre–. Lo hace para presentarse a unas elecciones convocadas por Isabel Díaz Ayuso para responder a la maniobra del PSOE y Ciudadanos en Murcia. Al final, lo de Murcia resultó en un reforzamiento del PP con consejeros venidos de Vox y el destrozo de Ciudadanos en aquella región; y en la propulsión del ayusismo en Madrid con sorpaso de Más Madrid al PSOE incluido.
En aquel momento, Iglesias ya está apartándose de la primera línea, y respondiendo a la duda de si él volvería a ser candidato a las generales. Ya no va a pasar. Madrid iba a ser su última batalla, en este caso contra “el trumpismo” y la extrema derecha, la misma que ha estado yendo a la puerta de su casa con megáfonos cada día, o la que le hizo volverse de vacaciones el verano pasado de Asturias, o la que jalea las balas en sobres para él y su familia, y la que le hace temer por el bienestar de sus tres hijos.
“Cuando de repente el bloque de dirección de Estado empieza a cambiar, los que siempre odiaron la democracia empiezan a reconocer abiertamente que la democracia les da igual”, afirmaba Iglesias el domingo: “La extrema derecha es la principal amenaza a la democracia. ¿Qué es la ultraderecha? La ultraderecha no es más que el mecanismo del poder para cuestionar la democracia cuando los resultados democráticos no le son favorables”.
Aquel 15 de marzo Iglesias sabía que era un todo o nada, pero ya venía trabajando desde meses antes en la idea de ir echándose a un lado, consciente del desgaste para él y su familia, y también del espacio político –que había sufrido una nueva escisión tras el acuerdo de Gobierno, esta vez por parte de Anticapitalistas, sobre todo representativos en Andalucía con Teresa Rodríguez, al margen de por su eurodiputado, Miguel Urbán–, que necesitaba un movimiento fuerte en Madrid para no perder representación parlamentaria.
Iglesias era una garantía para asegurar la supervivencia de Unidas Podemos en la Asamblea de Madrid, algo que ha logrado. Pero faltaba saber si su concurso iba a ser suficiente para frenar a la ultraderecha en Madrid. Su candidatura ha escalado tres escaños, hasta los 10; Más Madrid, cuatro, hasta los 24; pero el PSOE se ha desplomado 13 escaños, hasta los mismos 24 que Más Madrid, aunque con menos votos. E Isabel Díaz Ayuso se ha disparado hasta los 65 diputados, al borde de la mayoría absoluta, lo que puede permitirle gobernar sin siquiera meter a Vox en su Ejecutivo. Los de Santiago Abascal han rascado un diputado más, hasta 13.
Iglesias no logró su objetivo principal –evitar la victoria del ayusismo– y, como venía barruntando en una campaña electoral con olor a última, y ya sugerido en sus últimos actos, anunció que dejaba la política institucional y la dirección de Podemos.
48 horas antes, el domingo en Vicálvaro, había aprovechado para dejar un mensaje a los que vienen detrás: “Estamos aquí para ser Estado. Frente a los que pretenden parasitar los dispositivos públicos que necesita la gente trabajadora, aquí estamos para hacer Estado, y no se puede consentir que haya ultraderechistas en el Poder Judicial que se crean que están por encima del Poder Legislativo o del Poder Ejecutivo; que las leyes que tienen que aplicar los jueces emanan del pueblo; que la soberanía, y esto hay que decirlo un 2 de mayo, no descansa en el Rey de España, descansa en el pueblo español. La clase trabajadora encarna el Estado, encarna la institución, encarna la soberanía frente a las élites que se llevan creyendo que el Estado es suyo. Pues no, el Estado es de la gente corriente”.
Pablo Iglesias, el hombre que se propuso asaltar los cielos y consiguió ser vicepresidente del Gobierno, deja ahora la política institucional. Está por ver si desaparecerá del todo.