Esperanza Aguirre no ha podido aguantar más la situación.
Este lunes ha dimitido porque ya se sentía acorralada, asediada por un proceso demoledor contra el saqueo del Canal de Isabel II, que ha metido en la cárcel al político de quien fue su alma mater, Ignacio González.
“Me siento engañada y traicionada por Ignacio González, y por eso dimito”, ha afirmado.
Aguirre ha puesto este lunes punto final a 34 años de política institucional, lo que no significa necesariamente que vaya a desaparecer de la vida pública para entrar en clausura: se considera a sí misma un animal político.
La ya exportavoz municipal del PP se siente portadora de unos valores que considera en peligro de extinción en España: “Allí donde he estado he aplicado las ideas liberales”, argumentaba en una entrevista en eldiario.es: “Libertad de elegir colegio, a todos los padres que quisieran. Libertad de elegir médico y hospital. Libertad de apertura a los comercios, cuando han querido. He liberalizado todo lo que he podido”.
Pero este lunes en que ha presentado su dimisión, en que ha dicho adiós –esta vez sí parece definitivo–, lo que está presente no es su actividad política desde que llegó al Ayuntamiento de Madrid en 1983, sino el elocuente auto del juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco por el que decretó el viernes prisión incondicional para Ignacio González: es decir, la corrupción de quien fue mucho más que su mano derecha.
La prisión para González llega después de las tramas Gürtel y Púnica, que han salpicado en diferentes grados a muchos de sus antiguos colaboradores y altos cargos, entre ellos quien fue su secretario general en el PP madrileño antes que González, Francisco Granados.
Con la caída de Aguirre se acaba una manera de entender y hacer política en el PP y en Madrid.
Aguirre llegó a la presidencia de la Comunidad de Madrid tras el tamayazo, y desarrolló ese proyecto político que anhelaban los que estaban tras el golpe institucional que frustró el acuerdo entre PSOE e IU para hacer presidente a Rafael Simancas. ¿Y eso qué significa? Un modelo económico basado las infraestructuras y el sector inmobiliario, a mayor gloria de las empresas constructoras y contratas, las mismas que participaron en privatizaciones y externalizaciones sin fin, desde las escuelas infantiles a los hospitales, pasando por los servicios de limpieza y de lavandería. Unas empresas contratantes que empezaron a optar a multitud de contratos, algunos ganados en buena lid; otros con mordidas del 3%; y otros con mordidas diversas, repartidas entre intermediarios, la Administración y el partido.
Ese caldo de cultivo es el que ha devorado a Esperanza Aguirre, su gestión y su legado.
Aguirre se va, y con ella una de las últimas voces críticas contra la gestión de Mariano Rajoy en el Gobierno, tildada por ella como “socialdemócrata”: “No tiene pase que no haya un diputado que proponga lo que todo el mundo quiere: que se bajen los impuestos a los asalariados. ¡Es alucinante! ¡Pero es que no hay ni uno que lo diga!”, afirmó en una entrevista en eldiario.es.
La expresidenta madrileña amagó con disputar la presidencia del PP tras las elecciones de 2008, pero sólo amagó, y se convirtió en el principal contrapunto a Mariano Rajoy hasta que dejó la presidencia madrileña en 2012, pero sobre todo hasta que no pudo alcanzar la alcaldía de Madrid y los casos de corrupción de antiguos colaboradores suyos la desalojaron de la presidencia del PP de Madrid en febrero de 2016.
Ahí comenzó un ocaso irreversible dentro de un partido que señaló a Cristina Cifuentes, ganadora de la Comunidad de Madrid en mayo de 2015, como la persona que debía liderar el PP de Madrid, en el que llevaba más de dos décadas en puestos de responsabilidad.
Todo esto ya se ha terminado: no es lo mismo una crítica de Íñigo Henríquez de Luna –su sucesor en el Ayuntamiento– que de Esperanza Aguirre. No es lo mismo que ella arremeta contra la política fiscal de Cristóbal Montoro a que lo haga otro; pocos dirigentes regionales, como lo ha sido Aguirre, tenían la proyección estatal que tiene ella.
Y eso se acaba, aunque ella siga escribiendo libros, publicando artículos, concediendo entrevistas, opinando sobre ETA y Venezuela, participando en actos de FAES o con su amiga María San Gil, y seguir manteniendo viva la llama de su thatcherismo, ya estará fuera de los órganos del partido y de la institución. Ya no tendrá tanto sentido hacer vídeos en Facebook para criticar los “soviets” de Madrid, y si los hace, ya no tendrán el mismo recorrido.
La dimisión de Esperanza Aguirre decreta el fin de una época en el PP. Aguirre es de las pocas –junto a Montoro y Rajoy– figuras de la época de José María Aznar que seguía en un primer plano político, de las pocas voces neocons que clamaban en el PP, de las pocas que no se han tirado al cuello de Donald Trump –y sí antes al de Barack Obama–, de las pocas que han acusado a Rajoy de traicionar los principios del PP y de incumplir el programa –“hay que bajar los impuestos, hay que cumplir el programa electoral. Ortega Lara fuera del partido y Bolinaga en la calle”, llegó a decir–.
El PP, en Madrid, en Génova y en Moncloa, está hoy más tranquilo que ayer: han quemado un fusible para proteger a Mariano Rajoy de las acusaciones de corrupción, se abre el camino para elegir libremente al candidato a la alcaldía de 2019 sin tener un conflicto con ella, y se han quitado de encima la última voz crítica interna del partido.