España es un país diverso. No sólo en lo institucional, también políticamente. Ya lo dice la Constitución Española, que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” que componen el Estado. No en vano las expresiones políticas y culturales regionalistas, nacionalistas o independentistas existen en España desde el siglo XIX, unas expresiones que, de una manera o de otra, siempre han tenido incidencia en el Gobierno o la gobernabilidad de todo el Estado, sobre todo en el siglo XX y el XXI, desde el Pacto de San Sebastián hasta la Segunda República, pasando por la Transición y las investiduras de todos aquellos presidentes que no lograron mayoría absoluta desde 1977.
El “Llibertat, amnistia i Estatut d'Autonomia”, la importancia del catalanismo en todas sus vertientes, así como el peso del PNV y la izquierda abertzale en los años 70 fueron decisivos para que la Constitución reconociera la existencia de “nacionalidades”, lo que fue una forma de asumir la plurinacionalidad de España.
¿Qué dirían hoy las bancadas del PP y de Vox, las que tan fuerte se golpean en el pecho constitucional, ante un debate semejante? ¿Si hay quien en la derecha habla de golpismo por permitir los discursos en el Congreso en las lenguas cooficiales, qué dirían si se blinda constitucionalmente la existencia de “nacionalidades” en España?
Después del debate constitucional, en el que participó como ponente el catalanista Miquel Roca –y también Jordi Solé Tura, del PSUC, pero no el PNV–, el siguiente momento relevante de la colaboración entre el Gobierno central llegó en 1993. Felipe González logró su cuarta victoria electoral, pero esta vez sin mayoría absoluta. En 1989 ya se sirvió del voto del diputado Luis Mardones, de Agrupaciones Independientes de Canarias (AIC) para sumar 176 escaños en la investidura. Pero en 1993, el PSOE se quedó más lejos.
González logró 159 escaños, a 17 de la mayoría absoluta. Y tenía ante sí dos opciones: mirar a su izquierda, a los 18 escaños de la IU de Julio Anguita. O mirar a su derecha, a los 17 escaños de la CiU de Jordi Pujol. Pero aquel Felipe González y su PSOE de 1993, que ya había sufrido huelgas generales, había pasado por procesos de privatización de empresas y reconversiones industriales, y que estaba a punto de que le estallaran casos de corrupción y de terrorismo de Estado, no dudó en desdeñar a su izquierda y buscar el acuerdo con los nacionalismos de derechas, hasta el punto de conseguir los votos de CiU y el PNV para su investidura.
Para ello, González, que llegó a ofrecer a CiU entrar en el Gobierno, cosa que no terminó ocurriendo, pactó con Pujol la “corresponsabilidad fiscal”, la cesión de la recaudación del 15% del IRPF, el desarrollo de los estatutos de autonomía, mayores cotas de autogobierno y el acceso a los fondos de cohesión europeos.
El PNV, por su parte, logró que se siguiera desarrollando el Estatuto de Gernika, aún con muchas competencias pendientes, pero también descartó entrar en el Ejecutivo.
La legislatura terminó antes de tiempo, con un gobierno que ya daba síntomas de agotamiento, y al que CiU le puso la puntilla al no apoyar los presupuestos de 1996. Las elecciones supusieron una victoria corta del PP, pero suficiente para llevar a José María Aznar a La Moncloa y para desalojar a Felipe González de la política institucional dos décadas después de su irrupción en las primeras Cortes tras la recuperación democrática, en junio de 1977.
José María Aznar logró 156 diputados en 1996, una cifra semejante a los escaños de González en 1993. Y la solución fue la misma: buscar un acuerdo con los nacionalismos de derechas, y pasar del “Pujol, enano, habla castellano” que cantaba la militancia del PP aquella noche en la sede del PP a que su líder y candidato reconociese hablar catalán “en la intimidad” y a unos pactos con CiU y el PNV que el presidente del nacionalismo vasco, Xabier Arzalluz, resumió así: “He conseguido más en 14 días con Aznar que en 13 años con Felipe González”.
¿Conclusión? El 28 de abril de 1996, José María Aznar y Jordi Pujol cerraban en el hotel Majestic –el tradicional de las noches electorales convergentes, además del lugar en el que se negoció y selló el acuerdo– el voto afirmativo para la investidura del candidato popular. Al final, el 4 de mayo Aznar fue investido presidente por mayoría absoluta (181 votos) con el apoyo de CiU (16), PNV (5) y CC (4): es decir, nacionalistas vascos, catalanes y canarios.
A consecuencia del pacto del Majestic, al que Aznar incorporó al PNV aunque no era necesario gracias al concurso de CC, los populares acordaron con Pujol la reforma del sistema de financiación autonómica, y transferir a Catalunya las competencias de tráfico de la Guardia Civil a los Mossos d'Esquadra, competencias en justicia, educación, cultura, agricultura, sanidad, puertos, farmacias, empleo medio ambiente, política lingüística y vivienda, entre otras.
Además, Aznar suprimió la figura del gobernador civil, clave para ejercer el poder y controlar las provincias durante el franquismo, que fue reemplazada por la del subdelegado del Gobierno, con menos competencias. Asímismo, se pusieron en marcha inversiones como las ampliaciones del aeropuerto de El Prat y del puerto de Barcelona.
Y la guinda de todo el pastel: Aznar se comprometió ante Pujol a apartar a Aleix Vidal-Quadras de la presidencia del partido en Catalunya y a apoyar la gobernabilidad de la Generalitat catalana.
El PNV, por su parte, sólo dio el voto de investidura, no un pacto de legislatura, porque no logró el acuerdo fiscal para Euskadi que reclamaba, si bien sí logró el compromiso de seguir desarrollando el Estatuto de Gernika.
Durante el mandato de Aznar, además, se concedieron 5.948 indultos. Entre ellos, 16 miembros de Terra Lliure condenados por terrorismo en un procedimiento iniciado por el Gobierno de Felipe González. Asímismo, Aznar aprobó indultos parciales –dos tercios de su pena– para la cúpula de Interior de Felipe González condenada por delitos atribuidos a los GAL. En concreto, el secuestro de Segundo Marey, un ciudadano francés al que confundieron con un cabecilla etarra.
En efecto, Aznar, que se ha erigido en los últimos días como ariete contra la amnistía a los independentistas, indultó en un día a más personas que las 1.432 que el independentismo quiere amnistiar.
Zapatero y el Estatut
Si González y Aznar llegaron con CiU y PNV a acuerdos más pragmáticos que políticos en cuanto a la concepción del Estado; si en los 90 se hablaba más de dinero que de Estado plurinacional, en los 2000, con la entrada en juego de partidos como ERC, BNG, IU y CHA a las negociaciones de investidura el contenido político de los acuerdos es diferente a los alcanzados en el pasado con los nacionalismos de derechas.
Y eso que arrancó con José Luis Rodríguez Zapatero, que también tenía espejo en los tripartitos catalanes de Pasqual Maragall (2003-2006) y José Montilla (2006-2010) con ERC e ICV, y en el granero de votos que supuso Catalunya para el entonces presidente del Gobierno.
Así, el líder del PSOE se comprometió a aprobar un nuevo Estatuto que vendría a resolver por al menos una generación el encaje de Catalunya, que además sería un texto emanado de las Cortes catalanas, al que daría el visto bueno el Congreso –después de ser “cepillado” por la comisión parlamentaria Constitucional, según su presidente entonces, Alfonso Guerra– , y que sería ratificado en referéndum por la ciudadanía en Catalunya en 2006. Y eso pasó.
Pero luego, en 2010, ya con la segunda legislatura de Zapatero, vino el Tribunal Constitucional a modificar sustancialmente lo aprobado en referéndum –posteriormente se aprobó una modificación legislativa para que los fallos del TC no pudieran revertir lo aprobado en referéndum, sino antes–.
Al final del Gobierno de Zapatero irrumpió el 15M, que terminó agrietando el bipartidismo político español a partir de 2014, fundamentalmente con Podemos. Pero, antes, en las elecciones de diciembre de 2011, Mariano Rajoy logró mayoría absoluta y fue investido sin necesidad de pactos con partidos nacionalistas, regionalistas o independentistas –y le estalló el 9N de 2014 en Catalunya–.
El nuevo ciclo político arrancó definitivamente en lo institucional con las elecciones del 20D de 2015 –si bien el anticipo fueron las europeas de 2014 y las municipales de 2015–: el bipartidismo saltaba por los aires, PP y PSOE se iban a mínimos electorales, y se requería el concurso de otras fuerzas, nuevas y no tan nuevas, para asegurar no sólo una investidura, sino la gobernabilidad del país.
Pero las estructuras de los grandes partidos tardaron en verlo –la mayoría de la moción de censura que ganó Sánchez en junio de 2018 ya existía en diciembre de 2015–, y Rajoy pasó por 315 días en funciones, con una repetición electoral el 26J de 2016, investiduras fallidas y un golpe de mano en el PSOE para lograr ser investido en octubre de 2016 gracias a los votos de Ciudadanos, Coalición Canaria y la abstención de 68 de los 85 diputados del PSOE.
El 1-O le estalla a Rajoy
Rajoy logró ser presidente el 31 de octubre de 2016. Un año después, le estallaba el 1-O en Catalunya. Cinco años antes, en septiembre de 2012, se había negado a negociar el pacto fiscal que le había ofrecido el entonces president de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas.
Pero el Gobierno de Rajoy fue mucho más corto de lo que se podía imaginar y pocos días después de salvar los presupuestos de 2018 con el voto del PNV, perdió la primera moción de censura de la historia ante un candidato que ni siquiera era diputado, Pedro Sánchez.
Para esa moción de censura, Sánchez reeditó una suerte de Pacto de San Sebastián, como el firmado en 1930 por la oposición republicana, incluidos nacionalistas catalanes y gallegos, para tumbar un Gobierno golpeado por las sentencias de corrupción. Sánchez logró 180 votos: 84 del PSOE; 67 de UP; nueve de ERC; ocho del PDeCAT; cinco del PNV; cuatro de Compromís; dos de EH Bildu, y uno de Nueva Canaria.
En contra de la moción de censura votaron 169 diputados: 134 del PP; 32 de Ciudadanos; dos de UPN y dos de Foro Asturias, mientras que la diputada de Coalición Canaria –Ana Oramas–, se abstuvo.
Aquel Gobierno de Sánchez, en solitario con 84 diputados, cayó unos meses después por la negativa de los partidos catalanes, fundamentalmente, a aprobar los presupuestos de 2019, los primeros acordados por PSOE y UP. Las elecciones de abril se repitieron en noviembre por las dificultades de Sánchez para sellar un Gobierno de coalición con Pablo Iglesias, que finalmente ocurrió a finales de 2019, lo que alumbró el primer gobierno de coalición en enero de 2020.
Aquel pacto contó con el apoyo de 120 diputados del PSOE; 35 de UP; seis del PNV; dos de MP, uno de Compromís; uno de Nueva Canaria; uno de BNG y uno de Teruel Existe.
En aquella votación los ocho de Junts votaron en contra; y resultaron decisivas las abstenciones de los 13 de ERC y de los 5 de EH Bildu.
Una vez más, el concurso de partidos nacionalistas, regionalistas o independentistas resultaban esenciales para la gobernabilidad de España. Y fruto de aquella legislatura iniciada en enero de 2020 con fuerzas plurinacionales fue el camino para buscar la distensión con Catalunya, después del 1-O –y el 155 que votaron PP y PSOE–, la sentencia del procés que llevó a la cárcel a líderes independentistas y la salida de España de otros líderes, como el ex president Carles Puigdemont.
¿Por ejemplo? Los indultos y la reforma del Código Penal para los delitos de sedición y malversación. “Seré coherente con la política de normalización en Cataluña, y ya estoy diciendo mucho”, ha avanzado Pedro Sánchez esta semana desde Nueva York, abriendo paso al siguiente escalón: la amnistía que reclama Carles Puigdemont para dar sus votos en la investidura del líder socialista para un Gobierno de coalición con Sumar y Yolanda Díaz. Eso sí, eso será una vez que pase el trámite de la investidura fallida de Alberto Núñez Feijóo; fallida, entre otras cosas, por su incapacidad para llegar a acuerdos que no sean la extrema derecha de Vox.
Pero Puigdemont no quiere sólo eso. Los requisitos marcados por el expresident para la investidura suponen un paso previo a la negociación que ha de desembocar en un acuerdo como el que “ningún régimen ni Gobierno español ha sido capaz de alcanzar desde 1714”. Es decir, un nuevo acuerdo constitucional con el que el Estado reconozca a Catalunya como nación y, por tanto, con derecho a autodeterminarse (aunque no necesariamente a la independencia).
“Catalunya es una nación, una vieja nación europea que se ha visto atacada en su condición nacional por los regímenes políticos españoles desde 1714”, afirmó el expresidente catalán hace un par de semanas desde Bruselas, que ve en la independencia la única vía posible para la “supervivencia de Catalunya como nación”. “Correspondería a los responsables políticos españoles desmentir esta conclusión, pero no por el camino de las promesas y las palabras, sino por la de los hechos”, dijo.
Las negociaciones de ahora entre Pedro Sánchez y Carles Puigdemont, los acuerdos de legislatura que puedan abarcar a ERC o EH Bildu –una década después de la desaparición de ETA–, los pactos con el PNV... Pueden cambiar los interlocutores, los acentos y prioridades, mirar más a la economía o a la política, a la financiación o al reconocimiento territorial, a la derecha o a la izquierda, pero han sido una constante de la política española con todos los inquilinos de La Moncloa que precedieron al actual.
Y, de momento, la Constitución española, que reconoce a las “nacionalidades”, sigue siendo la misma.