Presidió durante siete años la Audiencia Nacional donde pasó 28 e instruyó importantes sumarios contra ETA y el narcotráfico, pero a Carlos Dívar (1941-2017) se le recordará como el presidente del Supremo que tuvo que abandonar su puesto por cargar lujosos fines de semana al erario público. En dos siglos no había sucedido un escándalo semejante en esa casa, donde nunca resultó bienvenido. Su nombramiento en septiembre de 2008 solo se puede explicar desde el famoso talante del entonces presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero.
Contra todas las quinielas, en el inicio de su segundo mandato el líder socialista eligió colocar al frente del Consejo General del Poder Judicial -y por tanto del Supremo- a un jurista de perfil conservador, próximo al Opus Dei, curtido en importantes investigaciones pero que no había puesto sentencias ni formado parte de un tribunal colegiado, algo que no se perdona en los cenáculos judiciales de Madrid donde se relacionan las togas más poderosas del país y tan importante como la ley es la costumbre. No estaba escrito en ningún lado pero se daba por hecho que para sentarse en la silla más importante del Supremo antes había que pasar por una presidencia de Sala o formar parte de ese cuerpo de catedráticos sin tacha a los que todo el mundo reconoce, ya sean esos mundos progresistas o conservadores. Y a Dívar tampoco se le conocían grandes aportaciones teóricas al mundo del derecho
Pero aquella era la época del talante de Zapatero, en la que el presidente socialista parecía tomar decisiones no tanto para contentar a su parroquia como para no cabrear a la de enfrente. En el Partido Popular se recibió el nombramiento con alivio mientras en los ambientes más progresistas de la carrera judicial corrían historietas sobre la costumbre de Dívar de agasajar con rosarios al personal de su oficina o de aquellos interrogatorios de la Audiencia Nacional que se retrasaban para no coincidir con la misa de 12.
El periodista José Yoldi, que precipitó su caída en 2012 con una serie de reportajes sobre sus suntuosos fines de semana en hoteles de cinco estrellas cargados al Poder Judicial, escribió el día de la designación de Dívar un artículo muy crítico en El País titulado Un cordero entre lobos, en el que reproducía un episodio del entonces presidente de la Audiencia Nacional con el consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid Alfredo Prada tras los atentados del 11 de marzo de 2004. El consejero madrileño se quejaba de que algunos de los cuerpos no habían sido entregados todavía a la familia porque “faltaba la firma de un juez” y Dívar le replicó: “No desprecie usted la firma de un juez. La firma de un juez puede mandarle 20 años a la cárcel, puede privarle de sus bienes, puede casarle o no casarle...”. Luego añadió que en las víctimas la Audiencia Nacional lleva pensando “toda la vida”.
El propio Dívar había estado a punto de serlo. El 13 de mayo de 2003 un comando de ETA intentó asesinarlo pero justo esa mañana su chófer cambió el recorrido e impidió que el cargamento de dinamita le alcanzase. El presidente de la Audiencia Nacional no atribuyó su suerte a los dispositivos de contravigilancia de Interior sino a la Virgen de Fátima, festividad que se celebraba ese día.
El rifirrafe con Prada puede explicar la tensión que se vivió en el tribunal los días posteriores al 11-M pero no la carrera de Dívar, poco dado a los encontronazos con el poder. Su don para las relaciones públicas le llevó a no afiliarse a ninguna asociación de jueces y a tratar igual con ministros del Interior socialistas o del PP.
Funcionarios que lo conocían de la Audiencia le reconocían capacidad de trabajo y pronosticaban una etapa tranquila en el Supremo. A la hora de definirlo recurrían a una de esas frases que tanto sirven para elogio o como ataque: “Por donde pasa no ensucia pero tampoco limpia”.
Con él al frente del Consejo en 2010 fue suspendido como magistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, después de que uno de sus enemigos en la carrera, Luciano Varela, abriese contra él juicio oral por prevaricación tras haberse declarado competente para juzgar los crímenes del franquismo.
Los que auguraron que Dívar no iba a dar problemas ni tampoco crearlos se equivocaron. Ni siquiera fue capaz de agotar su mandato. El 7 de mayo de 2012, ya con el Partido Popular en el poder, un vocal del Poder Judicial lo denunció por malversación de fondos públicos. Se le acusaba de haber gastado en viajes de placer 6.000 euros. La factura pronto engordó hasta los 30.000 y el diario El País dio detalles de “32 fines de semana caribeños” 20 de ellos a Puerto Banús (Marbella). El presidente tardó tres semanas en comparecer ante la prensa y cuando lo hizo no fue capaz de detallar sus gastos aunque defendió su inocencia. El ministro de Justicia de la época, Alberto Ruiz-Gallardón, con el que Dívar había trabado amistad, intentó defenderlo pero el escándalo amenazaba ya a una institución clave del Estado. En junio dimitió y acabó renunciando a la indemnización que le correspondía.
La ceremonia para colgar su cuadro en la sala de Gobierno del Supremo, meses después, fue casi clandestina. Dívar, “el presidente que nunca debió ser nombrado”, según escribió José Yoldi, fue despedido entonces sin honores.
Este sábado falleció en Madrid a causa de una enfermedad, según informó la agencia Efe.