Adolfo Suárez era un gran jugador de póker, una virtud que resultó muy útil en los años de la Transición. Es el juego en el que no es imprescindible tener buenas cartas para ganar, y durante mucho tiempo la baraja sólo le ofreció muy malas opciones, tanto en su lenta ascensión en la nomenklatura franquista como en sus años de presidente.
Además, Suárez era un mal lector, o casi un lector inexistente. Su falta de interés intelectual era evidente. Tampoco eso le perjudicó. Otros cerebros del ala reformista del franquismo (así llamada entonces sin asomo de ironía) creían tener más méritos para asistir al rey en sus primeros años en el trono. Fraga, Areilza o Silva Muñoz presentaban credencias intelectuales más destacadas, pero por eso mismo eran menos manejables y, por tanto, más imprevisibles.
La gran ironía de la Transición es que Suárez fue elegido por el rey Juan Carlos y Torcuato Fernández Miranda tanto por su lealtad como por su condición de alumno aventajado al que se podría guiar en cada paso en un camino repleto de trampas. Y sin embargo, incluso antes de las primeras elecciones democráticas, Suárez ya se había deshecho de Fernández Miranda y había marcado distancias con el monarca de forma irreversible.
Suárez –aún más después de su muerte– es un icono de la Transición tanto por méritos propios como por el mito creado por políticos y medios de comunicación. Esa historia oficial de la Transición la presenta como un proceso propulsado con inteligencia y altura de miras por el rey y Fernández Miranda, y ejecutado con maestría por Suárez. El presidente respondió con generosidad al inevitable desgaste con su dimisión y, de repente, surgió de la nada un golpe de Estado, organizado por los restos franquistas del Ejército, que fue conjurado con valentía y nocturnidad por el rey. Fin del cuento de hadas, ovación del público puesto en pie y cae el telón.
El fin de la tutela real
Tanto se ha estirado el mito que, al ocultar sus desavenencias con el rey y olvidar la campaña de la derecha política y económica contra él, casi se han minimizado sus logros. El proceso modélico nunca fue tal, sino una accidentada sucesión de decisiones, muchas de ellas improvisadas, en las que se alternaban la valentía y los engaños (o a veces ambas, como ocurrió con la legalización del PCE y la promesa que hizo a la cúpula militar de no dar ese paso).
Su entente con el monarca se vino progresivamente abajo, porque cuanto más crecía la figura de Suárez, a modo de vasos comunicantes, menos espacio debían ocupar las opiniones del rey. Cuanto más lejos llegaba la audacia del presidente, menos pesaba la cautela natural en Juan Carlos de Borbón y menos poder tenía el rey para intentar repetir los manejos que habían hecho no precisamente célebre a su abuelo. Cuando el rey quiso borbonear, Suárez se lanzó hacia adelante y terminó pagando por ello.
A lo más que se ha llegado en los relatos autorizados de la Transición es a destacar que en su último año en el poder el rey entendía que la carrera política de Suárez estaba llegando a su fin, aunque no hasta el punto de implicar al jefe del Estado en la telaraña de conspiraciones contra el Gobierno. Como mucho, se circunscribe esa presión a la crisis interna de UCD, como si políticos tan menores como Miguel Herrero de Miñón y Óscar Alzaga hubieran podido por sí solos provocar la caída de Suárez.
Suárez no habría llegado a la presidencia sin las maniobras previas de Fernández Miranda, que se movía en los pasillos del franquismo con la seguridad que da saberse mucho más inteligente que los ineptos que ocupaban posiciones de poder. Pero llegó el momento en que el presidente del Gobierno supo que había que dar pasos arriesgados, sin importarle la estrategia trazada por Fernández Miranda. Eso ocurrió por ejemplo con las reuniones secretas con Santiago Carrillo y la legalización posterior del PCE en abril de 1977.
Tres hechos decisivos
En su biografía de Suárez, Gregorio Moran –un puntal en la resistencia contra la versión edulcorada de la Transición– cuenta que fueron tres los hechos que provocaron la ruptura entre Suárez y Fernández Miranda y dejaron al rey con la idea de que era el presidente, y no él, quien controlaba el ritmo de los cambios: la amnistía, la legalización del PCE y la creación de lo que se llamó el partido del presidente, y que después pasaría a tener las siglas de UCD.
Pero ya antes Suárez se decidió a gobernar, ante el pasmo del monarca y de Torcuato, y fue en relación al Ejército cuando se produjeron los primeros choques. La destitución del vicepresidente, el general Fernando de Santiago, heredado del Gobierno de Arias Navarro, en septiembre de 1976 dejó claro que Moncloa iba a llevar la iniciativa: “Fue el primer rasgo de Suárez gobernando solo”, escribe Morán en su libro. “Lo hizo él y provocó la primera fisura. El Rey se indignó ante aquella decisión ya tomada y que él desaconsejaba. Suponía también un choque directo del presidente con Alfonso Armada, ayudante del Rey; el primero de una ristra significativa que acaba el 23-F de 1981”.
A partir de entonces, Suárez ya no obedece órdenes. El triunfo del referéndum de diciembre de 1976 es suyo. Cuando el país queda a unos pasos del precipicio, en la semana de violencia de enero de 1977 que culmina con el asesinato de los abogados de Atocha por la extrema derecha, él toma las riendas. Él decide cuándo empezar a negociar con Carrillo y cuándo se legaliza a los comunistas, lo que provoca las iras de la derecha.
“La historia os pasará factura. Habéis retrocedido 40 años la historia de España”, le dice Fraga a Calvo Sotelo. En su editorial, el monárquico ABC se declara escandalizado porque los auténticos responsables de la guerra civil (se refiere a los comunistas) “se ven, del día a la mañana, en plano de igualdad con cuantos ofrecieron sus vidas a defender a España de aquello que el Partido Comunista anhelaba y a punto estuvo de conseguir: la instalación de nuestra Patria en la órbita en la que hoy giran Polonia y Hungría, Checoslovaquia y Bulgaria, los países de detrás del telón de acero, en fin”. En opinión de aquellos para los que la retórica política no había cambiado mucho desde el franquismo, Suárez era un peligroso caballo de Troya.
El rey se resigna
Suárez toma también la decisión, contra el criterio del rey y de Torcuato, de crear un partido desde el poder para concurrir a las elecciones, lo que acabaría con la idea de que iba a ser una figura de transición que debería haberse quemado en el puesto para que fuera otro el que liderara las fuerzas liberales y conservadoras. Fernández Miranda no tarda mucho en rendirse y dimitir. El rey tendrá que resignarse a convivir con un político que tiene sus propios planes.
Las relaciones entre Suárez y el rey, aún no rotas, están condicionadas por el general Alfonso Armada, mentor del monarca durante años y una de sus principales vías de comunicación para saber qué opina el Ejército. En lo más alto de su poder, el presidente conseguirá librarse de su némesis militar. Años después, cuando la situación de Suárez sea casi insostenible, Armada volverá a primera línea a Madrid con el beneplácito del jefe de Estado, o al menos eso creerá todo el mundo.
Es en las relaciones con el Ejército, la bestia franquista dormida a la que muchos quieren despertar, donde los poderes de Suárez son limitados y donde el rey puede prestar mucha ayuda, aunque también dejar claro que tiene sus propias ideas al respecto.
Resulta significativo el discurso del rey en la Pascua Militar de 1979. Elogia las reformas internas puestas en marcha en las Fuerzas Armadas por el general Gutiérrez Mellado, ya que las innovaciones “para adaptarse a los nuevos tiempos” son necesarias. Incluso así, no tarda en marcar unos límites lejos del estilo arrojado habitual en Suárez: “Pero sin prisa, sin excesos ni precipitaciones, con el ánimo de eludir cuantos perjuicios sea posible. Y sin abordar más reformas que las oportunas”.
1979 y 1980 son años terribles por la crisis económica y el terrorismo. La victoria electoral de 1979 supone un alivio para Suárez que en seguida queda amortizado. Importantes sectores del poder político y económico (con la CEOE de Ferrer Salat a la cabeza), por no hablar del militar, creen que la solución ya no pasa por las urnas. Son los tiempos del “golpe de timón” o la “Operación De Gaulle”, y el momento en que las miradas se dirigen hacia la Zarzuela.
Los conspiradores cuentan con los buenos oficios de Luis María Ansón, que había convertido el comedor principal de la agencia EFE en la antena que, ya desde 1977, lanza el mensaje que cierta derecha quiere escuchar: hay que sustituir a Suárez por una personalidad no partidista que meta en vereda a los terroristas, los nacionalistas y la clase trabajadora. El único que puede “evitar el caos” es el rey, dice el periodista monárquico más significado. Y desde el principio todos piensan que quien debe terminar de convencerle es el Ejército.
“Ya se ha dado cuenta de quién es Suárez”
En el libro 23-F. La verdad, de Francisco Medina, el teniente general José Ramón Pardo de Santayana confirma al autor que en julio de 1980 el secretario general de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, le explicó por dónde iban los tiros (políticos). “Habíamos hablado muchas veces de que el Rey estaba muy amigado con Suárez, y eso no nos gustaba ninguno de los dos, y Sabino me dijo: 'José Ramón, al Rey se le ha caído la venda de los ojos. Sí, sí, ya se ha dado cuenta de quién es Suárez'. Lo que me quería decir es que don Juan Carlos estaba pensando en que Suárez ya no fuese... Me dijo más: 'Y la solución es formar un Gobierno de concentración nacional'”.
Fernández Campo le pregunta quién puede ser el presidente. Pardo prefiere no mojarse, algo que no se puede decir de su interlocutor, que lo tiene claro: “Pues tiene que ser un militar”, dice primero, y de inmediato da el nombre de Alfonso Armada. Pardo da su aprobación (“Tienes razón. Ése sí, porque es una persona que sabe de política, lo ha hecho bien al lado del Rey”) y Fernández Campo le pone al día: “Pues mira, eso está hablado, incluso los socialistas están de acuerdo... y eso se va a hacer”. Repitamos la fecha. Julio de 1980.
No se hizo, y no por falta de ganas de muchos políticos y militares que decían hablar en nombre del rey, incluido Armada. Quizá al final el rey dudó, como por otro lado era habitual en él. Quizá Suárez lo vio venir y la única manera de evitar eso o un golpe fue su dimisión. Se dijo que el presidente no explicó en realidad las razones de su retirada, aunque ciertas frases (“no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”) dejaban poco margen para la interpretación.
Dos días después del 23F, el rey creó el Ducado de Suárez para su viejo compañero de batallas. Una forma elegante de comunicarle que era conveniente que pusiera fin a su carrera política.