Hubo un tiempo en que un corresponsal de The New York Times pasaba bastante desapercibido en España, excepto para algunos políticos o empresarios. Ya no es así. Mucho menos lo fue en los peores momentos de la crisis económica que comenzó en 2010. Ese fue el año en que llegó a España Raphael Minder (Ginebra, 1971), que había trabajado antes en París, Bruselas, Hong Kong y Sydney. Le quedó muy claro cuando recibió una llamada de Moncloa en septiembre de 2012 por un reportaje del periódico, no escrito por él, sobre la vida de los españoles que no tenían dinero para comer: “El funcionario de la Moncloa me dijo que las más altas esferas del Gobierno habían examinado las imágenes y que la conclusión a la que habían llegado era que estas representaban un ultrajante asalto contra la dignidad y la reputación de España”.
Minder lo cuenta en su libro ¿Esto es España?, publicado por Editorial Península, sobre su experiencia de una década como corresponsal. Escribe sobre Catalunya, la crisis económica y los políticos (“la gente que mantiene viva la democracia en España no son los políticos, sino los votantes”), pero también sobre los polvorones de Estepa, las trufas de Teruel, una empresa de juguetes sexuales en Andalucía o la acogida a la inmigración en España.
¿Cómo ha cambiado en diez años su opinión sobre España?
Yo creo que es un país que ha sido como una caja de Pandora en la que se han abierto muchos otros temas. A raíz del malestar económico, la ciudadanía ha empezado a preguntarse otras cosas, cómo se gestiona el país, qué hacen los políticos, si los políticos la representan. He vivido en un país que creo que había tenido una sensación de solidez, que pensaba acercarse al G8, y que de repente tuvo que cuestionarse muchos de los aspectos más básicos de sus estructuras. Y en este debate sigue.
¿Cree que España hay obsesión por su imagen exterior?
La ciudadanía española hace una autocrítica bastante fuerte de lo que pasa en su país y a veces no se da cuenta de lo fuerte que es esa autocrítica. Y digo en el libro que a todos nos parece normal hablar mal de nuestros padres o incluso insultar a nuestros hermanos, pero si alguien de fuera lo hace y critica a nuestra familia, se monta la de San Quintín. A veces me ha sorprendido la reacción a un artículo mío que me ha parecido de hecho bastante blando comparado a otras cosas que ya habían sacado compañeros míos en la prensa española. No he inventado la rueda a la hora de observar España.
Durante una crisis económica, la reputación de cada país es muy importante. Cuenta en el libro que algunos empresarios, al ver la portada de The Economist en 2012 con la imagen de un toro sobre el que caía la S de Spain, se ponían muy nerviosos.
En primer lugar, todos los países, y eso forma parte de la globalización de la economía, dependen mucho de inversores de otras partes del mundo o de financiación que ellos mismos buscan. El rescate de Grecia se hizo, en mi opinión, no tanto para rescatar a Grecia, sino para rescatar a los bancos alemanes y franceses que habían prestado dinero a los griegos. Esta interconexión hace que hoy, especialmente si uno está metido en el mundo financiero, exista la conciencia de que la famosa prima de riesgo realmente depende de una percepción. No es una medida objetiva del riesgo. Es lo que uno puede o no percibir. Esa percepción de riesgo se forma en parte por la imagen de un país que se da a gente que no está allí.
Todo fue más duro con el reportaje escrito por Suzanne Daley en el NYT sobre el aumento del hambre por la crisis en España con unas fotos de Samuel Aranda, incluida una en la que una persona buscaba en un contenedor. Ya antes de ese artículo el ABC decía que había “una campaña de prensa anglosajona contra España”. Por ese artículo, usted recibió una llamada de Moncloa en la época del Gobierno de Rajoy que describe en el libro como “una furiosa arremetida”.
Sí, es así. La frase que me impactó fue escuchar que me dijeran: eso no es la realidad de España. Mi respuesta fue: eso es por lo menos una realidad de España. Una de las cosas más obvias de una crisis es lo distinta que es su experiencia dependiendo del punto de partida de la gente. He hecho reportajes con gente que tenía tres hipotecas, que estaba absolutamente hundida. También he ido a estadios de fútbol todavía llenos en plena crisis y he visto a gente viviendo la crisis casi como una oportunidad de comprar activos a la baja. Hay muchos aspectos, pero para mí negar que la crisis abrió una brecha social importante es también una prueba de no entender realmente el impacto profundo que tuvo.
Es muy llamativo que alguien que trabaja en el Gobierno, bastante aislado de la peor parte de la realidad, diga a un periodista, aunque sea extranjero, que esa no es la realidad, cuando el periodista probablemente pise más la calle.
No es su realidad. La Moncloa está a unos kilómetros del centro de Madrid. Uno va y viene con chófer desde un sitio aislado. Y obviamente no es la realidad de la gente que estaba en el 27% de paro.
Lo curioso es que muchas veces la polémica es más por las fotos que por el texto. Ocurrió también con otro reportaje en abril de este año sobre las familias españolas en la pandemia. La foto principal era la de una familia de Barcelona en la que los padres eran de Bangladesh y llevaban 17 años viviendo en España. Y hubo ataques de gente que decía que la foto no representaba a la típica familia española.
Yo ahí tuve incluso un debate con amigos míos que decían lo mismo y yo les pregunté: ¿pero quién es la típica familia española? Había otras fotos con una madre soltera y otras con distintas familias españolas. ¿Quién es la típica familia? ¿Es la que tiene cuatro hijos y un padre y una madre? En este caso, lo que me pareció lamentable realmente es que el debate fuera sobre ese aspecto. El artículo no iba de eso. Iba del confinamiento de los niños, del hecho de que España había mantenido a sus hijos en confinamiento completo más tiempo que cualquier otro país. Y nadie, casi nadie, se interesó por discutir o conversar sobre eso. Y yo creo que esta familia representa una realidad del confinamiento para muchísimas familias que tuvieron que compartir espacios muy pequeños. En Barcelona, yo he ido a barrios donde casi todos viven así. Su origen es de un país o de otro, o de Andalucía o Extremadura, o de donde sea, pero viven así. ¿Y tener que defender el hecho de que sus hijos además han nacido en España, son españoles y hablan dos idiomas de España? Pagan impuestos y han montado un negocio en España. Es que no se puede pedir mucho más a esta familia en términos de integración.
En el libro comenta que España no sabe venderse bien en el plano económico, que es algo que también han dicho otros extranjeros que conocen España.
No lo sé. ¿No sabe venderse bien? Yo creo que sí. España sabe venderse bien. Si no fuese así, no sería uno de los países más visitados del mundo con más de 80 millones de visitantes en años normales. Más que no sabe venderse bien, decía que no aprovecha del todo su potencial, y a veces busca la venta rápida en lugar de pensar más a largo plazo. El tema del que más se habla en España es del aceite que se exporta a granel y acaba embotellado en Italia o del vino. Al final, han sido decisiones españolas de focalizar su industria de una cierta manera. La Rioja tomó la decisión de montar su propio sistema (y no vender vino a granel), que le ha salido muy bien. La Rioja es una marca global, absolutamente global. Pero no ha sido la norma. Hay que decir también que en España hay emprendedores, gente que hace cosas con mucho éxito. Por eso, daba el ejemplo de descubrir que Teruel se ha convertido en el mayor productor de trufas en muy poco tiempo. Y eso es un éxito.
Para los corresponsales extranjeros, el tema de la crisis de Catalunya les obligó a intentar explicar al lector extranjero qué es lo que estaba ocurriendo. Me llama la atención que en un momento dado sus jefes en Londres o Nueva York se confesaban perplejos ante la crisis catalana.
No entendían bien cómo había llegado tan lejos en tan poco tiempo. No tenían una conciencia de Cataluña como una parte de Europa con tan fuerte identidad. Escocia, por ejemplo. Yo creo que en el imaginario americano siempre ha sido parte de Gran Bretaña, pero una parte distinta. Siempre digo que cuando llegué a España de las cosas que yo sabía es que existía un tema vasco, pero el tema catalán para mí no era un tema realmente tan caliente.
Antes de este libro, escribió otro sobre Catalunya para el que entrevistó a cerca de 150 personas. Adquirió un nivel alto de contacto con la realidad catalana. ¿Cómo vivió el referéndum del 1 de octubre?
Yo creo que fue de los días más caóticos de cobertura que he tenido. Era muy difícil saber qué es lo que estaba pasando y cómo iba a acabar el día. Había esa doble realidad. Yo estaba en Barcelona, donde había colas organizadas de votantes en circunstancias bastante tranquilas. Había estado el día anterior viendo un colegio y había visto la no intervención de los Mossos, y al mismo tiempo tenía en una pantalla las mismas imágenes que cualquier otra persona de las zonas donde hubo cargas policiales. Y obviamente al final tener que escuchar relatos absolutamente opuestos del mismo día.
En la estrategia de los partidos independentistas era muy importante el factor exterior, conseguir el apoyo internacional. En el Gobierno español había un gran temor a que tuvieran éxito, cosa que era poco probable. ¿Cómo se vivió esa situación que por lo demás es habitual para otros corresponsales en zonas de conflicto?
Es obvio que el interés era, por la parte independentista, de que se hablara muchísimo de sus planes, de sus deseos. Y lo que no era tan obvio era que la otra parte al final hizo muy pocos esfuerzos de contraventa del mensaje. Hubiera podido entrar en una política de información más proactiva, diría yo. No fue el caso.
¿Es cierto que en Moncloa no había un interés especial por comunicarse con los corresponsales?
Tuvimos un par de briefings off the record en Moncloa a lo largo de ese otoño. Fue realmente muy discreto. Me acuerdo que se puso mucho énfasis en que cualquier contenido de ese briefing tenía que ser off the record. No le voy a decir con quién, pero a lo mejor se puede imaginar quién hizo esos briefings. Eso para mí no fue realmente un intento de comunicar, fue más bien un intento de marcar una línea. Desde el momento en que uno decide que no va a salir de ninguna forma en el relato, entonces uno se quita del protagonismo. Creo que se dejó jugar el papel del relato a los tribunales, cuando para mí, por mucho que haya leyes, es un conflicto político. Y toca resolverlo a escala política.
En el libro hay una frase en la que dice que las cosas no son blancas y negras para un corresponsal. Quizá eso era la base del problema. Para el Gobierno o los políticos catalanes, las cosas sí eran blancas o negras.
Desde luego.
Y eso coloca a los corresponsales en una situación casi imposible. No van a complacer a todos.
Imposible. Y sigue siéndolo. Hemos llegado en algunos temas, especialmente en el tema catalán, a un deseo de no saber, de no acercarse a la realidad o por lo menos a la percepción que el otro bando pueda tener. Un político independentista me dijo que borraba de sus cuentas (en redes sociales) con mucho orgullo a todos los que no entienden la opresión de Cataluña. Lo que yo digo es que estaba borrando su deseo de conocer la opinión de la mitad de los propios catalanes. Y por otro lado, aunque le guste o no a mucha gente en Madrid, también salieron a la calle más de un millón de personas en la Diada y no pueden decirme con orgullo que jamás se acercarían a ver qué es la Diada. No podemos decir que la mayor manifestación de Europa de 2012 fue solamente hecha por unos locos.
En cualquier caso, un político o un periodista que sólo lee aquello que coincide con sus ideas no va a entender la realidad.
Yo creo que eso es imposible y creo que estamos en un momento de alta confusión al pensar que cantidad significa calidad de lectura. Leer 3.000 tuits de lo mismo aporta muy poco a la hora de abrir el pensamiento.
El libro tiene varias estampas interesantes sobre la realidad económica y social española de la que ha sido testigo. Por ejemplo, en el tema de la inmigración tiene una visión positiva de cómo se ha encarado en España ese debate a diferencia de otros países europeos.
Me impactó mucho en plena crisis con un 27% de paro no escuchar a ningún político decir que el trabajo es para los españoles o cosas que se han escuchado en una docena de países europeos de manera repetida. Yo no las he escuchado en España. Más impactante es el nivel de la ciudadanía. No he sido testigo de actos de xenofobia a una escala comparable a la de otros países, donde ciudadanos han ayudado, por ejemplo en Hungría, a cerrar las fronteras a los sirios. Aquí, que yo sepa, nunca he visto fotos de ciudadanos que hayan intentado agarrar a unos inmigrantes en las playas después de que llegase su patera. Hay pocos países que hayan integrado de manera tan suave un 10% más de su población en una década. Eso lo hizo España justo antes de mi llegada con cinco millones de personas más. Pasó de 42 a 47 millones de habitantes. Eso es un logro. Y lo hizo sin un enorme trauma, sin tensiones.
¿Cree que en general los ciudadanos en España se han comportado de forma generosa con los que vinieron de fuera?
Creo que sí. Creo que en general hay mucha solidaridad en España. No se puede explicar la diferencia entre las cifras oficiales de la crisis y lo que yo he visto en las calles. Yo me acuerdo de que había lectores americanos y amigos que me escribían para preguntar si era seguro viajar a España. Decían con algo de razón que si más de un cuarto de la población está sin empleo, esa gente tiene que comer y supongo que se dedican al crimen y robar, y qué sé yo. Y yo les decía: mira, puede parecer increíble, pero las cifras del crimen parece que están bajando y no subiendo. Eso es muy llamativo. Hay un colchón aquí de solidaridad, desde la familia hasta la comunidad y hasta las obras sociales, que ha absorbido el enorme impacto que sin este colchón hubiera supuesto temas mucho más llamativos. ¿En qué momento se convierte una crisis en un tema de seguridad para la ciudadanía? ¿En qué momento la gente empieza a saquear tiendas? No lo sé, pero eso lo hemos visto en muchos países.
Respecto a la memoria histórica, ¿le parece que el debate que hay en España es similar al de otros países?
Es normal interesarse por el pasado. Nuestra identidad actual está formada por nuestro pasado. Creo que todas las sociedades han tenido muchas dificultades a la hora de enfrentarse a episodios muy dolorosos del pasado, especialmente cuando han implicado una división dentro de la sociedad. Lo que pasa en el caso español es que hubo un momento en que se decidió hasta qué punto iba a mirar España su pasado a la hora de construir su futuro. Y se decidió optar por una ley de amnistía, por un esfuerzo de borrar más que de mirar. No creo que eso fuera un error.
Pero eso no significa que vaya a ser así para siempre. En los años 70 hay una prioridad, y se entiende perfectamente, de consolidar una democracia que tuvo en el 81 un intento de golpe de Estado. Luego a partir de este momento se tenía que hacer un esfuerzo y, creo, más consensuado. Y eso no se hace. En el momento en que la memoria histórica se convierte en la política de la memoria histórica, vamos mal. Porque es un proyecto de un partido, y no de los otros. Creo que con la memoria histórica no puede ser que un partido decida qué nombres se quitan de las calles. Eso tiene que ser consensuado.
Sobre la cobertura de los escándalos de la Casa Real a causa del rey Juan Carlos, ¿comprobó que antes en España los medios no hablaban de todos esos rincones oscuros del monarca y, en segundo lugar, escribir sobre ellos para The New York Times le causó algún problema?
Sí, yo creo que sí. Hice un reportaje en ese momento (2012) cuando ya había escándalos. Escribí sobre algo que se menciona en el reportaje de Kazajistán (publicado por este diario) cuando el presidente de ese país dice que me da pena este rey que no tiene dinero y por eso le he dado cinco millones. La pregunta que hacíamos con mi compañera (la coautora del artículo) se refería a que el rey había llegado en 1975 de la mano de unos políticos y de un régimen que le otorgó su trono, pero sin contar con muchos recursos económicos. Tuvo que construir su vida, supongo que con una cierta envidia a otras casas reales. Y eso no gustó en este momento. Tuvimos muchas críticas. Yo preguntaba sobre Marivent, sobre quién había decidido convertirlo en un palacio real y por qué. Y esas preguntas eran vistas en ese momento como de mal gusto. Francamente, de mal gusto. En el Palacio de la Zarzuela tuvimos una reunión. El mensaje era que eso no corresponde, igual que en otros tiempos no correspondía preguntar la edad de una señora.
¿Fue una reunión tensa?
Sí. Yo creo que la Casa Real se ha beneficiado durante mucho tiempo de un estatus de tema tabú. Yo he conocido a corresponsales de la Casa Real. Entonces, ellos sí vieron cosas, pero eso no salía en los reportajes. Todo eso era un periodismo muy limitado, muy controlado. Aparte de unas revistas satíricas, nadie estaba dispuesto a publicar nada. Luego me ha sorprendido leer cosas que habían pasado antes de mi llegada. El caso KIO no es una historia pequeña. ¿Cómo es que nadie fue más allá y preguntó para quién se hacía ese negocio? La manera de actuar del rey no empieza en la década de mi libro, pero lo que empieza en la década de mi libro es un poco como la broma de decir que el rey ha pasado de ser cazador a ser cazado por la prensa. Ahora realmente ya no hay barreras. Bueno, a lo mejor sí que hay todavía barreras. No lo sé.
El lector se queda con la sensación de que usted tiene una visión positiva de España. ¿Cómo cree que va a encajar el choque de la pandemia? ¿Mejor o peor que otros países?
Yo creo que vamos a necesitar años para entender la pandemia. No meses. Años. Hay muchas incógnitas. Una cosa que me parece clara es que hay un cansancio muy fuerte de la gente. Creo que hemos llegado a un nivel de cansancio tan brutal que puede pasar cualquier cosa. No sé si la población española, ni fuera de España tampoco, está dispuesta a pasar la Navidad encerrada en su casa sin poder compartirla con sus abuelos. No lo sé. No lo tengo claro.