–¿Le importa que fume?
–Fume, fume usted. Peor para su salud.
Autorizado –aunque a regañadientes: “Le advierto que voy a luchar contra el tabaco”–, saqué un cigarrillo y lo encendí. Estaba en el despacho del recientemente nombrado ministro de Sanidad y Consumo en el primer gobierno socialista, que, a los dos meses de tomar posesión, el 25 de enero de 1983, había presentado en el Consejo de Ministros para su tramitación en el Congreso de los Diputados su ley orgánica de Regulación de la Interrupción Voluntaria del Embarazo mediante la introducción de un nuevo artículo en la reforma del Código Penal. Por entonces, yo me encargaba, entre otras tareas, de la entrevista política semanal de Interviú y la del ministro catalán me dio un titular en su habitual estilo irónico exento de rudeza: “Ernest Lluch, ministro de Sanidad: «Abortar no será obligatorio»”.
Iba dirigido, claro está, a unas derechas camino de dejar de ser los conservadores presentables y europeos que eran con UCD para converger y radicalizarse en la Alianza Popular franquista que se disfrazaría de Partido Popular a final de la década. Pero también se quejaba de la presión feminista, que exigía la legislación del aborto libre y gratuito, ajena a una situación en la que la derecha y sus grupos de presión habían sacralizado la figura del nasciturus, ([el que] va a nacer), como ariete contra los contenidos de la ley, que permitía el aborto en tres supuestos: en caso de peligro para la salud de la madre (indicación terapéutica), de violación (indicación ética) y de graves malformaciones del feto (indicación eugenésica).
Hoy parece que las libertades y el progreso son connaturales a la España constitucional de 1978, pero nunca fue así. Cada paso adelante de la democracia ha costado luchas políticas enconadas, muertos en muchos casos y siempre sudor y lágrimas. La violencia callejera y la algarabía política contra la amnistía que hoy enfrentamos son muy parecidas a la sufrida en cada avance social democrático.
En el caso de la lucha por el aborto, el ginecólogo malagueño Germán Sáez de Santamaría, de militancia socialista y sobrino del general que por entonces era director general de la Guardia Civil, que dirigía en Málaga una clínica de abortos clandestinos, resumía la situación: “El poder judicial es el último reducto de la derecha” y señalaba los tres sectores que impedían que fueran realidad las prudentes, insuficientes, promesas electorales, en éste y otros aspectos, que habían contribuido a la llegada del PSOE al poder. Especialmente, la Iglesia, como acaso era lógico –el papa Juan Pablo II presionó a Felipe González y el arzobispo de Valladolid, José Delicado Baeza, negó legitimidad del gobierno para legislar sobre el aborto –, pero también los jueces, los médicos y otros frentes de oposición. Y todos pastoreados por una Alianza Popular franquista, que ya se sabía heredera del voto de derechas de la agonizante Unión de Centro Democrático y que, como hoy, se hacía dueña de la calle con la ayuda de la violencia de los escuadristas de Falange y neonazis del Frente Nacional, encargados de disolver a golpes las manifestaciones feministas y hacer imposible la actividad de las clínicas, ya legales, donde se practicaban los abortos. Y, claro, España se rompía: en esta ocasión, por su célula primigenia, la familia.
Por eso hubo que esperar nada menos que 40 años desde la reforma de Lluch para contar con una ley de aborto plena, la orgánica de 28 de febrero de 2023 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, presentada por la ministra de Igualdad, Irene Montero, que modificó la primera ley de plazos, la también orgánica de 3 de marzo de 2010, obra de Bibiana Aído, ministra de Igualdad del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Entre medias, la continuación de la violencia opositora y el intento reaccionario del católico Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia con Rajoy, cuyo proyecto de ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Mujer Embarazada pretendía no sólo derogar la ley de plazos de Zapatero sino volver a la ley de supuestos de Lluch para recortarla. Rajoy no se atrevió a jugarse el voto centrista del PP –en una creciente deriva tan ultraderechista que calificaban de “progresista” a Gallardón–, por lo que desechó el proyecto, aceptó la dimisión y salida de la política de su impulsor y se limitó a imponer la opinión parental para las menores de edad decididas a abortar.
Abortar en España: un paisaje aterrador
El panorama del aborto en nuestro país antes de la reforma de Lluch, y también bastantes años después, era terrorífico. Los métodos anticonceptivos no se legalizaron en España hasta el 7 de octubre de 1978 –y hasta bien entrados los 80 era frecuente que médicos y farmacias se negaran a recetarlos y expenderlos–, por lo que el número de embarazos no deseados era descomunal. Según datos de la fiscalía del Tribunal Supremo para 1974, en España se practicaban anualmente 300.000 abortos clandestinos –de los que un 10% terminaban en muertes provocadas por métodos tan primitivos como introducir en la vagina una solución de agua, jabón y alcohol, por hacerlo con agujas de punto, con perejil...– y a los que había que sumar las más de 20.000 mujeres que cada año viajaban a Londres a abortar, más las que lo hacían en Holanda, Suecia, Portugal, Francia e incluso Tánger: Viajes Marsans, líder del sector en aquellos años, ofrecía un 10% de comisión a las clínicas, clandestinas o no, que les desviaran pacientes decididas a viajar al extranjero a abortar: es el mercado, amigo...
En este panorama hubo dos casos que despertaron la conciencia ciudadana impulsada por las organizaciones feministas: el llamado de ‘Las 11 de Bilbao’ –11 mujeres que vivían en la pobreza, que ya tenían varios hijos y habían abortado con una solución de agua jabonosa y alcohol– y el de la clínica clandestina sevillana de Los Naranjos, montada por exmilitantes de la Liga Comunista Revolucionaria, que cobraban 8.000 pesetas cuando ginecólogos igualmente clandestinos lo hacían por 300.000 pesetas. Unas y otros se enfrentaban a la amenaza del Código Penal del franquismo, aún vigente, que establecía penas desmesuradas por abortar, hasta 6 años de prisión, elevadas multas e inhabilitaciones desmedidas tanto para la paciente como para los agentes y colaboradores.
Por aquellas fechas, fui uno del millar de firmantes de un escrito en apoyo de ‘Las 11 de Bilbao’ donde ‘confesábamos’ haber abortado, las que podían, o, los que no podíamos, haber colaborado en abortos. Eran tiempos en los que había que empujar las timideces democráticas con continuas manifestaciones, pliegos de firmas, acciones solidarias... Y reincidir: también firmé, con otros 26.248, otra ‘confesión’ de apoyo a los procesados de Los Naranjos. Como hubo miles de autoinculpaciones no ya en listas sino en juzgados y enfrentamientos sin miedo a las represalias: una joven de Almería, al ser preguntada por el juez si había abortado, respondió: “¿Yo le he preguntado a usted por dónde mea?”.
Y es que, a esas alturas, la solidaridad ciudadana era una ola imparable, que despertaba miles de conciencias y cruzaba fronteras, hasta el punto que la parlamentaria francesa Yvette Fuillet pidió en el Parlamento Europeo que la ley del aborto fuera condición para el ingreso español (y portugués) en la CEE, por considerar que la mujer estaba profundamente discriminada en cuanto a sus derechos en general y, específicamente, en la anticoncepción y el aborto. Los estamentos reconocían la realidad: el fiscal general del Estado, Javier Moscoso, calificaba de insuficiente la ley Lluch; la ministra de Asuntos Sociales, Matilde Fernández, reconocía haber abortado en Londres; el ministro de Sanidad prometía adecuar la legalidad a la realidad social y el presidente González prometía indultar a los que condenaran los tribunales.
La actitud de las instancias judiciales era errática y si los juzgados de Bilbao absolvían a las juzgadas por abortar al reconocer el estado de “extrema necesidad”, que la anulaba el Tribunal Supremo por no reconocer ese atenuante –en el caso de los abortos sólo se reconocía como atenuante o incluso eximente el honoris causa, abortar para proteger el honor de la embarazada–, los de Sevilla se cebaban en los procesados de Los Naranjos y los juzgados de toda España rechazaban las autoinculpaciones e incluso juzgar a los cientos o miles de mujeres que les constaban que habían abortado por la documentación incautada en las clínicas descubiertas por la policía.
Y, entre tanto, el Tribunal Constitucional, que estableció en 1984 la paradoja que no era delito abortar en el extranjero, en 1985 echó abajo la reforma de Lluch por no atender los derechos de Don Nasciturus (aunque, al tiempo, protegía los derechos de la mujer: en 1988 prohibió a un juez de Málaga someter a una inspección vaginal a una mujer acusada de abortar, por ser un obvio atentado contra su intimidad personal). El gobierno aprovechó la sentencia del Constitucional para introducir dos enmiendas que, de hecho, abrían la puerta a algo parecido al aborto libre: la indicación terapéutica, que contemplaba el peligro para la salud de la madre, se amplió a la salud psíquica: Ya, el desaparecido diario de la Editorial Católica, portavoz de la Conferencia Episcopal Española, acusaba en octubre de 1987 a la clínica madrileña Dátor, que había hecho 5.712 abortos en nueve meses, el 75% de los de toda España, con solo presentar el DNI y alegando, en un 97% por ciento de los abortos practicados, “peligro para la salud mental”, pues, efectivamente, la enmienda socialista era un astuto “coladero”, como lo calificó Ruiz-Gallardón en su proyecto fallido.
El asesinato de un humanista
–¿Sigues fumando?
–Sí, ministro, y no crea que no lo siento.
Era ya 1994, Lluch no era ministro desde 1986 y nos reencontramos en el restaurante de la Casa de América de Madrid, donde era directora del Ateneo Americano Rosa Regàs, mi primera editora de ficción con La Gaya Ciencia, gran amiga desde mi estancia en Barcelona y con la que almorzaba de vez en cuando. Comimos juntos dos o tres veces más y nunca hablábamos de política sino de fútbol –él era un culé irredento y yo un merengue irredimible–, o de cualquiera de los intereses universales de aquel político humanista: economía, historia, artes, cine...
Ernest Lluch era un viejo amigo de Rosa desde la ‘Caputxinada’, el encierro de más de 500 estudiantes, profesores e intelectuales en el convento de los capuchinos de la capital catalana en 1966, con motivo de una asamblea para aprobar los estatutos fundacionales del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona; Lluch era un joven profesor ayudante en la cátedra del prestigioso Fabián Estapé y Rosa, una joven aprendiza de editora en Seix Barral y ambos, activos antifranquistas en una ciudad ilustrada, liberal, permeable a las vanguardias europeas y luciérnaga que iluminaba la grisura de una España sometida por la dictadura.
Lluch no repitió ministerio en el segundo gobierno de González. Por su extracción de la Barcelona menestral, no tenía buenas relaciones con el grupo predominante en el consejo de ministros, que pronto sería conocido como la beautiful people: los Boyer, Solchaga, Serra..., socialistas ‘con pedigrí’ con los que no se entendía. En abril de 1986, tres meses antes de abandonar el cargo, promulgó la Ley General de Sanidad, que universalizó la asistencia sanitaria. Y aunque continuó como diputado por el PSC durante la legislatura 86-89, retornó a su cátedra de Historia de las Doctrinas Económicas en la Universidad de Barcelona, a sus ensayos sobre la economía de la Ilustración, en la que era especialista, y a una vida intelectual y académica –el 2 de enero de 1989 tomó posesión como rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander–, sin cesar el activismo político iniciado en su juventud en un socialismo que definía como “procurar la máxima libertad, la máxima igualdad y la máxima fraternidad posibles a las personas que viven en sociedad”.
Enamorado de San Sebastián desde sus tiempos de viajante por España para el negocio de cueros de su padre, se estableció en el barrio de Amara, donde vivía la mitad del año, colaboraba con la Euskal Herriko Unibertsitatea/Universidad del País Vasco (EHU-UPV), apoyaba la carrera de su amigo Odón Elorza, alcalde donostiarra –es mítica su interpelación a los abertzales que trataban de reventar un mitin: “¡Gritad, gritad, porque mientras gritéis, no mataréis!” –y era miembro activo de la organización pacifista vasca Elkarri, donde destacaba como defensor del diálogo y de establecer puentes para pacificar el País Vasco y devolver e respeto a los derechos humanos.
No tenía escolta, pese a ser consciente del peligro que corría: “No es recomendable comer en San Sebastián, vale más salir a diferentes horas. Los paseos en la ciudad deben ser evitados y las salidas, si se hacen, deben ser breves e inesperadas. La playa hay que visitarla con tacto. Al salir de casa, hacerlo por la puerta lateral y mirando a un lado y otro. Hay partes de la ciudad, como Lo Viejo [Casco Viejo de Donostia], que están prohibidas”, escribió en La Vanguardia, tras encontrarse asaltado su piso de Amara y con una ostensible copia de las llaves de la casa, que no eran suyas, en la entrada. Jon Arrieta, catedrático de Historia del Derecho en la EHU-UPV, lo contaba tras el asesinato de su amigo Lluch: “El clima era muy poco tranquilizador. Él lo vivía pero hizo un esfuerzo de no dejar de venir con el objetivo de demostrar con sus amigos y colegas que no iba a hacer una excepción evitando un riesgo que los que estaban aquí sí estaban corriendo”. Y otro amigo, David Vergara, del PSC recordó que cuando comía con Lluch en Madrid, éste siempre se sentaba de cara a la puerta: “Quiero ver —decía— la cara de mis asesinos cuando me vengan a matar”.
No llegó a verlas. Sus asesinos, Iñaki Krutxaga, Lierni Armendariz y Fernando García Jodra (Txomin), integrantes del Comando Barcelona de la banda etarra, salieron de las sombras cuando aparcaba en el garaje de su domicilio barcelonés, en la noche del 21 de noviembre de 2000, y le descerrajaron dos disparos en la cabeza por cuando salía de su coche. Se ufanaron del crimen en el juicio que los condenó a 33 años de cárcel: “Era un ministro del GAL”, vinieron a decir. Lo matasteis porque “era una persona abierta que amaba Euskadi y a los vascos, un demócrata, un hombre de paz”, repuso el fiscal, “por eso estos reaccionarios, estos canallas le quitaron la vida”.
Cuando Atticus Finch, protagonista de Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee, le dice a su hija Jean Louise ‘Scout’ que “matar a un ruiseñor es pecado”, defiende el bienestar de los seres inocentes e indefensos. Ernest Lluch dedicó su vida política a esa tarea. Al final, él mismo fue el ruiseñor asesinado.