En 1964, hace 60 años, la Comunidad Económica Europea abrió una gatera por la que pudo colarse la dictadura, presiones de los Estados Unidos y fondos negros de la CIA para sobornos mediante. Seis años después, consiguió una pequeña parte de lo que perseguía desde 1962: no la deseada integración sino un improvisado ‘acuerdo preferencial’, no previsto por el Tratado de Roma fundacional, del 25 de marzo de 1957, que si bien era más que un mero tratado comercial no preveía vincularlo con el artículo 238, que imponía la adhesión como final del proceso, políticamente imposible en el caso del régimen de Franco.
El 15 de enero de 1962, la Asamblea Parlamentaria de la CEE –órgano meramente consultivo por entonces– había debatido y aprobado el informe ‘Los aspectos políticos e institucionales de la adhesión o de la asociación a la Comunidad'. Lo presentó Willy Birkelbach, diputado del Bundestag por el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) y miembro de la Comisión Política de la Asamblea de la CEE y establecía la triple condición para acceder a las Comunidades Europeas: la geográfica, la económica y la política, siendo ésta la que impedía el ingreso de España. “La garantía de existencia de una forma estatal democrática, en el sentido de una organización política liberal, es una condición para la adhesión (...) Aquellos estados cuyos gobiernos carecen de legitimación democrática y cuyos pueblos no participan en las decisiones gubernamentales ni directamente ni a través de representantes elegidos libremente, no pueden pretender ser admitidos”, además de no participar en los sistemas de seguridad occidentales condiciones y, por tanto, obligados a practicar una política de neutralidad estricta. Se convertían en pasos previos que los estados que aspiraran a convertirse en miembros “reconozcan los principios que el Consejo de Europa ha puesto como condiciones”, si bien Birkelbach sugería y se aceptó que aquellos países que no cumplieran con los “elementos esenciales para decidir sobre la adhesión” pudiesen aspirar a algún tipo de asociación económica con la CEE.
Como si no fuera con ellos y solo afectara, por unas u otras cuestiones, a Portugal, Grecia y Turquía, un mes después de la Asamblea, el 9 de febrero de 1962, el ministro franquista de Exteriores, Fernando María Castiella, solicitó a la CEE la apertura de negociaciones para “una asociación susceptible de llegar en su día a la plena integración, después de salvar las etapas indispensables para que la economía española pueda alinearse con las condiciones del Mercado Común”. El presidente del Consejo de Ministros de la Comunidad, el gaullista protestante Maurice Couve de Murville, se limitó a acusar recibo el 7 de marzo. Y subrayo la condición religiosa junto a la política porque si De Gaulle era proclive al ingreso de España, apoyado por la Alemania del centrista Konrad Adenauer, la discriminación religiosa en España, especialmente el protestantismo, fue uno de los obstáculos añadidos. Obstáculo también político, porque mientras que España decidió ignorar las condiciones del informe como si cumpliese literalmente las exigencias democráticas de Europa y puso el acento en la vertiente económica de la solicitud, la mayor parte de los países firmantes del Tratado de Roma lo pusieron en lo político.
La insólita, por ello, petición española fue recibida con un pesado silencio administrativo que duró más de dos años y aún podía haberse prolongado, pues la brutal represión de los mineros huelguistas asturianos (‘La Huelgona’, abril de 1962) y de los políticos de la oposición asistentes al IV Congreso del Movimiento Europeo (junio de 1962), el bautizado ‘Contubernio de Múnich’ por el diario falangista Arriba, así como las alevosas tortura y ejecución del dirigente comunista Julián Grimau (abril de 1963), hacían indeseable la apestada compañía del franquismo en la sociedad civilizada europea: “una candidatura poco simpática: la de la España de Franco”, la tildaría el socialista Fernand Louis Dehousse, cuando la examinó el Senado belga.
El régimen había pasado de la burla sobre la constitución del Mercado Común –que simplificaba como un invento que industrializaría la Francia ultramarina y pagaría Alemania y sin “un verdadero contenido, como le faltó a todas las organizaciones bajo el signo masónico y equívoco de Estrasburgo”, escribía José Luis Gómez Tello (“Entre la utopía y el idealismo”, Arriba, 26 de marzo de 1957)– a darse cuenta de que el tren que se escapaba a toda velocidad era el económico: en 1961, el 60% de las exportaciones españolas tuvieron como destino países de la Comunidad; el 26% de los productos agrícolas y el 73’5% de las naranjas exportadas.
Volvió a la carga Carlos de Miranda, embajador en Bruselas y aceptado desde el 9 de noviembre de 1960 como jefe de la misión española ante la Comunidad Europea: en carta del 14 de febrero de 1964, recordó a las autoridades comunitarias que ni siquiera se había respondido a la enviada por Castiella veinticuatro meses atrás... Y si bien insistía en la voluntad de adhesión a la CEE del gobierno español, en la disposición a mantener “conversaciones a fin de precisar los respectivos compromisos posibles”, ya se reconocían las dificultades de la empresa: “Mi país ha llevado con éxito los objetivos del Plan de Estabilización y tiene un sistema político considerablemente liberalizado”, decía en su optimista misiva, de la que no se permitió informar a la opinión pública española, en previsión de un nuevo silencio o, peor, una negativa,
Debate en el seno de la Comunidad
Más que a una sonora descortesía, el silencio de la Comunidad respondía a diversos motivos, empezando por la estupefacción ante la inesperada solicitud, para la que no había respuesta por la ausencia de una actitud común ante la petición. Como ocurrió en numerosas ocasiones con la “cuestión española”, los sucesos relacionados con España eran recibidos de acuerdo con la ideología y simpatías del receptor, pero en este caso se sumaba, además, que en el texto del Tratado de Roma no había, en realidad, sino una vaga alusión al ideal de “defensa de la paz y la libertad” y la invitación “a los demás pueblos de Europa que participan de dicho ideal a asociarse a su esfuerzo [el de los estados miembros]”. Nada que impidiera el ingreso de un régimen totalitario como el de Franco, aunque se hubiese esgrimido ese argumento en el pasado reciente para marginar las aspiraciones españolas, que si eran conscientes de las oposiciones que despertaba, también lo eran de que las lagunas legales de la constitución de la CEE jugaban a favor de su petición de ingreso.
Además del apoyo de Francia, España contaba de nuevo con el del viejo aliado alemán –que en enero de 1962 ya le había concedido un importante crédito– tras haberle enviado, en marzo de 1962, un memorándum del ministro de Asuntos Exteriores, que también se le hizo llegar al gobierno italiano –que no quería pronunciarse hasta que la propia Comunidad definiera con claridad las condiciones exigibles para la integración de terceros países–, en el que especificaba que: “No existen argumentos que deriven del texto de los Tratados de Roma que obstaculicen jurídicamente la asociación de España a la CEE, asociación que, por lo demás, es considerada por los Españoles como una etapa en la vía de una adhesión ulterior como miembro de pleno derecho”.
Y el mayor obstáculo era Bélgica, pero, sorprendentemente, el entonces ministro de Asuntos Exteriores belga, Paul-Henri Spaak, uno de los padres de la unidad europea y firmante del Tratado de Roma, había evolucionado en 1964 a favor del ingreso de España; una actitud inédita, pues Bélgica no había dejado pasar oportunidad de expresar su hostilidad a España en cualquier foro internacional al que acudiera ésta, debido al refugio que prestaba la dictadura a los dirigentes del partido nazi belga Rex, especialmente a su líder, el siniestro Léon Degrelle.
Inopinadamente, Spaak cambió de opinión, le contaba el embajador Miranda al ministro Castiella tras la intervención de Spaak en el Senado belga el 5 de marzo de 1964. “Entiende que en la mecánica prevista por el Tratado de Roma, una asociación a la C.E.E. debe forzosamente conducir a una total integración en la Comunidad, integración que sería primero económica, para después ser también política (...). Los Seis han adoptado una filosofía política democrática y sin meterse a comparar sus posibles méritos con la existente en España, el señor Spaak declara limitarse a señalar que España no participa de ella (...) el señor Spaak deduce: que hay que contestar claramente a la petición española recalcando que la asociación debe conducir a un partnership económico primero y, ulteriormente, a un partnership político (…) hay que decir a España, de forma cortés pero firme, que por lo que a ella respecta, esta evolución, –la que supone el paso de una asociación a la total adhesión–, no se concibe en las actuales circunstancias, y de ahí la imposibilidad de contestar afirmativamente a su petición (…) Si España lo desea, y los países de la Comunidad lo aceptan, se pueden establecer con ella relaciones económicas (…) la postura de Spaak no satisface plenamente nuestras aspiraciones, pero no cabe duda de que tal como están hoy por hoy las cosas, es casi lo más que podíamos esperar de este Gobierno de predominación socialista. (El propio Spaak me ha hecho saber por vía indirecta que se muestra sumamente satisfecho de la relativamente escasa reacción que se ha podido observar sobre todo entre los ultras de su partido que él se temía mucho más violenta). Resulta de todo ello un hecho cierto: Bélgica no se opondrá a la apertura de conversaciones de España con la C.E.E. Sin prejuzgar el resultado que puedan alcanzar tales conversaciones, la decisión de Bélgica nos resuelve en todo caso un primer paso con el que no había más remedio que poder contar”.
Y concluía asombrado que el senado belga aprobara exactamente lo solicitado por España, lo expresado en la citada carta de Castiella a la CEE: “La continuidad territorial de mi país con la Comunidad y la aportación que su posición geográfica puede representar para la cohesión europea inducen a mi Gobierno a solicitar una asociación susceptible de llegar en su día a la plena integración después de salvar las etapas imprescindibles para que la economía española pueda alinearse con las condiciones del Mercado Común”, es decir, se acogía al artículo 238 del Tratado de Roma, que preveía un estatus de asociación previo a la plena integración.
La reunión monográfica del Consejo de Ministros de la CEE del 25 de marzo de 1964 sobre la candidatura española, para debatir la apertura de negociaciones exploratorias con España, lo aprobó pero sin tomar ninguna “posición categórica”, dijo Couve de Murville, por la diversidad de intereses políticos de cada país. Pues si, en general, el ambiente entre la dirigencia de la CEE era más bien favorable a España, el Consejo no podía dejar de escuchar al considerable frente de rechazo: desde los representantes del exilio a la oposición las izquierdas de los países miembros, los grupos solidarios proespañoles (republicanos) y organizaciones internacionales, comenzando por las activas confederaciones sindicales CIOSL (Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres) y CISC (Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos). Se descartó, pues, la fórmula de la asociación para la adhesión, ahora vetada especialmente por Holanda por presiones de los dirigentes religiosos protestantes –los ocho años de negociación entre la Comunidad y España dieron lugar a numerosos cambios de posición, en función de los acontecimientos en España y de las incidencias bilaterales con los países comunitarios–, pero se impuso el sistema democrático, con el corolario del respeto a los derechos humanos, como conditio sine qua non para ingresar en la CEE.
A principios de junio de 1964, el Consejo acordó comunicar al gobierno español su disponibilidad para abrir las conversaciones solicitadas; sin mencionar el proceso progresivo al que aspiraba España, ni para aceptarlo ni para rechazarlo, la cúpula comunitaria utilizó una fórmula ambigua al especificar el contenido de las conversaciones: “Examinar los problemas económicos que plantea a España el desarrollo de la CEE y buscar las soluciones apropiadas”. Remitía a lo expresado por Spaak ante el Senado de su país: “Mantenemos relaciones diplomáticas y relaciones comerciales con España y si ella nos dice que como consecuencia de nuestra Comunidad económica se le plantean determinados problemas, tenemos la obligación de examinarlos”, no en vano era el redactor de la carta del Consejo de Ministros al gobierno de España.
Poderoso caballero es el dinero (de la CIA)
Años después se sabría que Spaak añadía a su brillante currículo el de ser uno de los políticos europeos empleados por la CIA con el mandato expreso de trabajar, y con fondos negros para hacerlo, por la unidad del occidente europeo. Lo que quizás explica que si antes se negaba a la asociación con España por razones políticas, ahora se mostrara partidario por razones económicas… Luxemburgo y Holanda –los otros dos países del Benelux (Bélgica, Nederland, Luxemburgo), un minimercado común promovido por Spaak en 1948– compartieron finalmente esta opinión, no se sabe si también los fondos.
Las andanzas económicas de Spaak fueron descubiertas en los años 70 por los reporteros del diario conservador londinense The Daily Telegraph, en las que también estaban involucrados otros dos padres de la unidad europea, los franceses Jean Monnet y Robert Schuman. Spaak se justificó en sus memorias, asegurando que él era un mero intermediario entre quienes pagaban y las asociaciones y grupos de presión que trabajaban por la unidad europea (Combats inachevés 1969). Posteriormente, se ha conocido que entre los receptores de los 50 millones de dólares destinados a este fin proeuropeo, distribuidos por la CIA y un Comité Pro-Europa Unida, también se encontraban Winston Churchill y el jefe de la Resistencia Henri Frenay, anticomunista y católico, fundador del movimiento Combat.
A estas alturas de la historia, podría decirse con fundamento que las peculiaridades de la llamada “cuestión española” obligaron a las naciones occidentales a progresar en políticas que sin contar con España tampoco la marginaran, cono había ocurrido con los ventajistas acuerdos compuestos por los Estados Unidos en 1953.
En realidad, fórmulas vicarias, ejercicios de hipocresía, o políticos, pero que conformaban a casi todos. La CEE ampliaba el mercado a un territorio con el que tenía que contar, pero dejaba a salvo el prurito político; el gobierno español conseguía menos de lo que merecía el país pero acaso más de lo que esperaba y gracias al adjetivo “diferencial” colmaba las expectativas para que la propaganda del régimen pudiera subrayar la singularidad y deferencia con que Europa distinguía a España; las opiniones públicas daban por bueno un método que discriminaba a los dirigentes políticos sin afectar a los intereses económicos de los ciudadanos españoles, punto de vista que, en fin, compartían una parte de las organizaciones de apoyo a la oposición antifranquista. Sólo ésta lo entendió como lo que era: una nueva derrota de sus planteamientos, quizá la definitiva tras la militar de los acuerdos hispano-norteamericanos y la religiosa del concordato con el Vaticano; en fin, como para el franquismo, sentían que el adjetivo “diferencial” era meliorativo para el régimen…
Los propios problemas de la CEE interfirieron en el proceso español: otra dictadura asesina, la de la Junta de los Coroneles griegos, detuvo la adhesión de la península helénica; el presidente francés Charles de Gaulle vetó por dos veces la adhesión de Gran Bretaña y una grave crisis interna se produjo cuando la Comisión Europea propuso, en su proyecto de política agrícola común para el periodo 1965-1979, incrementar los poderes del Parlamento para progresar en la supranacionalidad y en la adopción de medidas mediante el voto por mayoría cualificada en vez de la unanimidad, como preveía el desarrollo del Tratado de Roma a partir de 1966. La propuesta se limitaba a recoger los deseos de la gran mayoría, pero lo hacía contra la cerrada oposición de Francia a todo lo que supusiera cesión de soberanía. Hasta tal punto que De Gaulle decidió que Francia no participara en las reuniones del Consejo de Ministros, una política de “silla vacía” que boicoteaba la toma de decisiones y que amenazó gravemente la estabilidad del sistema. La situación se resolvió mediante el Compromiso de Luxemburgo, firmado el 30 de enero de 1966 por los Seis, que se plegaba a los deseos e imposiciones franceses y vino a ser una enmienda al espíritu de supranacionalidad del Tratado de Roma e instauró el destructor derecho de veto del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: las proposiciones de la Comisión que afectaran a intereses nacionales deberían seguir pasando por las horcas caudinas de la unanimidad. Es decir, si no prácticamente todas, todas las que pretendían impulsar la aspiración de la unidad europea.
En esa sucesión de acontecimientos, la cuestión española pasó a un muy segundo plano y el Consejo de Ministros no autorizó a la Comisión Europea a iniciar conversaciones exploratorias con España hasta el 2 de julio de 1967, más tarde ratificado por mandato del 16 de mayo de 1969. Unos días antes, el 28 de abril, De Gaulle se había visto obligado a dimitir tras perder un referéndum sobre las regiones que convocó como un plebiscito para autodotarse de una legitimidad muy disminuida tras su mala gestión de los sucesos revolucionarios de Mayo del 68. Una nueva era comenzaba para Europa, que al año y medio, el 28 de octubre de 1971, aprobó la adhesión de Gran Bretaña y, tres meses después, el 22 de enero de 1972, las de Irlanda, Dinamarca y Noruega (aunque ésta rechazó el ingreso en sendos referendos, tanto esta vez como la segunda que fue admitida, el 24 de junio de 1994).
Para España hubo, sin embargo, escasas variaciones. El gobierno incluso pidió ayuda a los Estados Unidos, sin saber que, indirectamente, ya la prestaba a través del Comité Pro-Europa Unida y de sus altos comisionados, más bien comisionistas, en los gobiernos más influyentes de la Comunidad.
Un largo y desesperante proceso
Los ministros propagandistas católicos del gobierno de Franco estaban convencidos de que la asociación con la CEE produciría una liberalización inmediata del régimen, a pesar de que lo más duro del falangismo no consideraba ningún acuerdo que no fuera una rendición a la realidad de la España de Franco, una derrota de los vencedores de las potencias fascistas: “Ingresaremos cuando la CEE se trague al régimen y no antes”, fanfarroneó la organización universitaria Guardia de Franco. La realidad fue otra: la voluntad inamovible de permanencia del régimen no dejó margen a la CEE, ni siquiera a los socios más o menos incondicionales del ingreso de España, sino para un trato que de preferencial sólo tenía el nombre: como había ocurrido con los Estados Unidos: fue el trato de un tahúr –seis, en el caso de la CEE– con un niño. La larga mano de Francia en la Política Agraria Comunitaria se adivinaba no sólo en la cicatería con productos agrícolas competitivos con los franceses sino con los vinos: el tratado preveía no sólo concesiones lógicas a vinos singulares, como el Jerez y el Málaga, sino a otros, Jumilla, Rioja, Priorato y Valdepeñas, tradicionalmente utilizados por la industria vitivinícola francesa para la confección de sus propios caldos.
Y, hablando de tahúres, por partida doble en ese mismo año de 1970: el empecinamiento de Castiella para que los nuevos acuerdos con los Estados Unidos tuvieran mayor rango, tratado en vez de acuerdo, y mayor contenido, defensa mutua y mayor ayuda económica, supuso su caída del gobierno y la entrada en octubre de 1969 en el palacio de Santa Cruz (hasta junio de 1973) de Gregorio López Bravo (Madrid, 1923-Bilbao, 1985), quien firmó la renovación tal como lo estipulaba Washington.
“Un largo y, en ocasiones, desesperante proceso negociador entre España y el Mercado Común”, que sólo dejaba a España en “los aledaños de Europa”, se lamentaba la prensa de la época y reconocía que “para que, una tras otra, no se sucedan las acampadas a las puertas de Europa” y lograr la plena integración, “el desarrollo español habrá de tener cubiertas cotas homologables de eficacia económica y de representatividad política” (“A las puertas de Europa”, ABC, editorial, 30 de junio de 1970). Nada más lejos de las intenciones del dictador, que entre el bienestar ciudadano y preservar su omnímodo poder de la democracia nunca dudó qué elegir.
Una ola renovadora social, política e incluso moral recorría el mundo con distintos grados de intensidad. En Estados Unidos contribuyó a terminar con la guerra en Vietnam, en 1975, cuando la rebelión del movimiento hippy fue asumida por la sociedad y en el Mayo del 68 parisino tuvo su manifestación más radical y revolucionaria. A la España de principios de los 70 llegó mansa –los diversos frentes de lucha política eran de antes y respondían a otras causas–, pero vino con la profundidad de la pleamar: un anhelo transversal de cambio, que, con diversas motivaciones según los intereses de cada estamento social, alcanzó a casi todos ellos: desde el mundo del capital y la empresa a la Iglesia católica, estudiantes, trabajadores, vecinos..., incluso al ejército, la estructura más rígida de la época.
Aunque años después se comprobaría que no todo era lirismo libertario y marítimo y que, salvo para ingresar en la OTAN, las libertades democráticas observadas y los derechos humanos respetados eran cuestiones importantes, pero no corrían prisas; las prioritarias, antaño y hogaño, eran los intereses económicos: el 28 de julio de 1977, en pleno encarrilamiento democrático, más de año y medio después de la muerte de Franco, España presentó su solicitud de adhesión formal como miembro pleno a las Comunidades Europeas: tardaría nueve años más en entrar. El 12 de junio de 1985, España firmó, junto con Portugal, el Tratado de Adhesión y el 1 de enero de 1986, 24 años después de solicitarlo, se convirtió en estado miembro de la Unión Europea.
1