La XIV legislatura que está a punto de terminar ha sido sin duda una de las más insólitas desde la recuperación de la democracia. Lo fue desde el inicio por la inédita configuración de un gobierno de coalición, pero la apuesta subió rápido con la llegada de la pandemia que forzó durante sus primeras semanas la suspensión de la actividad parlamentaria. Un Congreso fragmentado en multitud de partidos políticos y con una extrema derecha que aprovechó la fuerza de sus 52 diputados para incendiar no pocos debates y presentar dos mociones de censura. Y al frente de todo eso en la Cámara Baja, Meritxell Batet, que tras cuatro años de dificultades y polémicas ha decidido renunciar a repetir la tortuosa experiencia.
Era una de las incógnitas que pendían después de que el 23J abriera la puerta a una mayoría progresista en el Congreso. Este martes, fuentes del entorno de la presidenta de la Cámara confirmaron que Batet no repetirá en el cargo: “Batet manifiesta que ha sido un gran honor haber desempeñado esta responsabilidad y muestra su enorme gratitud por todo el apoyo recibido durante estos años”. “Está convencida de que se formará una mayoría progresista en la Mesa de la Cámara presidida por una candidata o candidato socialista que permitirá continuar con los grandes avances logrados en esta legislatura”, trasladaron esas mismas fuentes.
El Partido Socialista, que cuenta con hacerse con la Presidencia del Congreso tiene que buscar ahora otro perfil para el que ya comienzan a desfilar nombres en los mentideros de la política, pero queda claro que esa persona no será Batet, que asumió el puesto hace cuatro años, después de las elecciones del 28 de abril, meses antes de que se conformase el primer Gobierno de coalición desde la II República y de que arrancase una legislatura frenética y compleja en la que ha sido en numerosas ocasiones involuntaria protagonista.
La pandemia y el Estado de Alarma
La legislatura apenas había comenzado cuando la crisis por el coronavirus obligó al Gobierno a decretar un Estado de Alarma para confinar a toda la población. Antes de eso, la presidenta había acordado el 10 de marzo un cierre preventivo y luego, con el acuerdo de la Mesa y los portavoces, el aplazamiento de los periodos de enmiendas durante varias semanas. Vox recurrió aquella medida al Constitucional a pesar de que ese día 10 había reclamado a Batet suspender “todas las actividades plenarias y en comisiones”.
El tribunal de garantías –todavía con una mayoría conservadora– acabaría dando la razón al partido de extrema derecha a pesar de que muchos parlamentos autonómicos impusieron cierres mucho más duros en aquellos momentos. En cualquier caso, aquel recurso sirvió para inaugurar una constante durante toda la legislatura: la estrategia del partido de extrema derecha para tratar de boicotear en los juzgados el normal funcionamiento del parlamento.
Más allá de los cierres de aquellos primeros días de crisis sanitaria, la pandemia tuvo un fuerte impacto en el normal funcionamiento del Congreso, que obligó a la presidenta y a los grupos a buscar soluciones para dar continuidad a la actividad parlamentaria a pesar de las enormes restricciones sanitarias que imperaban en ese momento.
El Congreso implementó nuevas fórmulas tecnológicas para habilitar plenos híbridos que combinasen la asistencia presencial reducida con la virtual y se flexibilizó el uso del voto telemático, al que en condiciones normales solo se puede recurrir en contadas excepciones bien justificadas. Unas restricciones y nuevos protocolos que estuvieron vigentes hasta bien entrada la legislatura, un año y medio después, cuando la pandemia por fin empezó a ceder.
Los boicots de la extrema derecha
Si las elecciones del 28 de abril de 2019 abrieron por primera vez las puertas del Congreso a la extrema derecha, la repetición electoral les dio la oportunidad de multiplicar sus apoyos y colocarse con 52 diputados en la Cámara Baja. Un número de parlamentarios que les permitió esa estrategia de judicialización de la política a través de los recursos de inconstitucionalidad y, además, presentar sendas mociones de censura con las que buscaron sobre todo foco mediático para agitar su ideario retrógrado.
Todo eso lo pudieron hacer precisamente tras colocarse por encima de la barrera de los 50 escaños, por debajo de la cual los grupos no pueden presentar recursos ante el Tribunal Constitucional, y también de la barrera de los 35 diputados, a partir de la cual pueden proponer mociones de censura como la que colocó al octogenario excomunista Ramón Tamames en la tribuna del Congreso, en uno de los episodios más estrafalarios que se recuerdan en la Cámara.
Pero esa cincuentena de diputados ha permitido sobre todo a la extrema derecha el tiempo suficiente de intervenciones en la Cámara para esparcir su ideario xenófobo, machista y ultraliberal. La extrema derecha ha aprovechado no pocos plenos para incendiar la Cámara con sus discursos, llevando al límite el reglamento del Congreso y buscando todo tipo de argucias para interrumpir su funcionamiento.
Una estrategia que fue creciendo a medida que transcurría la legislatura. “Quieren amordazar a los españoles mientras están con los enemigos de los españoles, que son los que asaltan nuestras fronteras, nos quieren llevan a la ruina, dividir el país y sembrar el pánico en las calles”, llegó a decir el líder de Vox, Santiago Abascal, en una sesión de control hace dos años.
Y apenas unos días después, el partido sacaba todo su arsenal de descalificaciones con insultos a sus contrincantes políticos, rebelándose contra la normativa del Parlamento sin acatar la expulsión de uno de sus diputados, que había llamado “bruja” a otra del PSOE durante un debate sobre el acoso a las mujeres que abortan, o increpando incluso a periodistas. Esta legislatura también ha estado protagonizada por la presencia de agitadores de canales de extrema derecha que han aprovechado la sala de prensa del Congreso para atacar a políticos o torpedear las ruedas de los portavoces.
Algunos grupos, como Unidas Podemos o ERC, han criticado de hecho a la presidenta del Congreso por no atajar con la suficiente contundencia estas salidas de tono de la ultraderecha, sus mensajes xenófobos o vetar, por ejemplo, la entrada de estas personas en las ruedas de prensa, como le pidieron en varias ocasiones, la última cuando Javier Negre publicó una entrevista en la que un alcalde de un pueblo profería comentarios vejatorios sobre la ministra de Igualdad, Irene Montero.
La ‘número dos’ de Podemos ha sido precisamente una de las más atacadas por la extrema derecha durante las sesiones parlamentarias. La renuncia esta semana al acta Iván Espinosa de los Monteros y después de su compañero Juan Luis Steegman ha tenido como efecto colateral que vuelva a repetir como diputada Carla Toscano, la dirigente de Vox que incendió el Congreso hace apenas unos meses con sus insultos machistas a Montero, a quien llamó “libertadora de violadores” y de quien dijo que su único mérito había sido “estudiar en profundidad a Pablo Iglesias”.
El escaño de Alberto Rodríguez
Uno de los momentos más complicados de Batet durante esta legislatura fue la gestión del escaño del diputado de Unidas Podemos Alberto Rodríguez tras ser condenado por el Tribunal Supremo tras ser acusado de haber pateado a un policía durante una protesta en Tenerife, en 2014, una crisis que estuvo a punto de provocar la ruptura del Gobierno de coalición.
Todo comenzó con la sentencia. Los jueces, con dos de ellos apostando por la absolución, avalaron la versión del agente policial y establecieron una multa de 540 euros en sustitución de la pena de mes y medio de prisión no efectiva. El problema es que Rodríguez también quedaba inhabilitado durante esos días a su derecho de sufragio pasivo, a su derecho de presentarse a unas elecciones pero no necesariamente a ejercer un cargo que ya tenía, aunque la decisión de retirarle el escaño dependía en último caso del propio Congreso.
Juristas de todas las sensibilidades cuestionaron no solo la sentencia, que contó con votos particulares y se basó fundamentalmente en el testimonio del agente, sino también las consecuencias de esta: no se ponían de acuerdo acerca del alcance de su inhabilitación y varios expertos en derecho sostienen que hubiese bastado con apartar al parlamentario durante mes y medio. Algo parecido habían sugerido los letrados del Congreso en un primer informe en el que sostenían que el parlamentario canario podía mantener su acta.
Pero Batet primero pidió una aclaración al Supremo, que el Alto Tribunal respondió sin llegar a pedir explícitamente que retirara el escaño al diputado. El escrito sería acompañado más tarde por otro en el que el que el juez Manuel Marchena pedía información a la presidenta de la Cámara sobre el cumplimiento de la sentencia. Ella reunió a la Mesa entre fuertes presiones del PP y Vox para retirar el escaño al diputado. Tras consultar al secretario general del Congreso y letrado mayor, Batet decidió finalmente retirarle el escaño.
Aquella decisión provocó un tremendo enfado entre las filas de Unidas Podemos, pero, sobre todo, entre el partido que lidera Ione Belarra y en el que en ese momento militaba el dirigente canario. El grupo confederal esa misma noche anunció en un comunicado que presentarían una denuncia por prevaricación contra Batet, de la que algunas voces del grupo también pidieron su dimisión. Aquella decisión provocó grietas también en la coalición ya que el movimiento lo desconocían tanto la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, como el ministro de Consumo, Alberto Garzón, e incluso el propio Alberto Rodríguez, que al día siguiente decidió darse de baja de Podemos e iniciar su propia batalla judicial para recuperar el escaño.
La injerencia del Constitucional en una votación
No fue aquel el único momento en el que Batet tuvo que lidiar con las decisiones de los tribunales durante la legislatura. Hace pocos meses, de hecho, un movimiento de la derecha judicial llegó a forzar la paralización de una votación en el Parlamento, otro de los hechos inéditos que han convertido estos cuatro años en algunos de los más surrealistas de toda la democracia.
Ocurrió a finales del año pasado, cuando el Congreso se preparaba para votar una reforma del tribunal de garantías que permitiera su renovación después de los años de bloqueo a los que lo ha sometido la negativa del Partido Popular a sentarse para negociar la renovación de sus miembros. Fue precisamente un recurso de los de Alberto Núñez Feijóo lo que sirvió al tribunal para frenar el trámite parlamentario en su curso al Senado.
Después de una incierta jornada en el Congreso, en la que se temía una intervención del Constitucional, el pleno de ese órgano, el del Tribunal Constitucional, cuando todavía contaba con una mayoría conservadora, acordó suspender la tramitación de la reforma con la que el Gobierno quería desbloquear la renovación de parte de sus integrantes con el mandato caducado. El tribunal de garantías cortó el procedimiento legislativo que se había iniciado en el Congreso en su camino hacia el Senado, sin dejar que en este se produjera el debate y votación sobre la norma.
Aquel Pleno tuvo un máximo voltaje y lo que sucedió después conllevó un choque entre poderes del Estado inédito en democracia, otro de los hitos de una legislatura en la figura del presidente de Congreso, un papel que se presume tranquilo, ha tomado una relevancia en algunos casos inesperada. Después de cuatro años, la presidenta cederá al testigo a otro compañero, aún no se sabe si socialista o del PP, para que se encargue de regular los debates de una nueva legislatura que tampoco se anticipa sencilla.
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