Santiago de Chile, 28 ago (EFE).- Sabe que tiene que llegar al extremo derecho de la alfombra y dar tres pasos al frente para ir al baño. Para alcanzar el comedor hay que moverse, en cambio, hasta la mitad de la moqueta y caminar hacia adelante. Una vez allí, solo debe seguir el borde de la mesa para entrar en la cocina.
Nueve meses después de que un agente le disparara una bomba lacrimógena al rostro, que aparte de la vista le arrebató el gusto y el olfato, los muebles de casa son los principales aliados de la chilena Fabiola Campillai en el reaprendizaje que se ha convertido su día a día.
“¿Ya lo boté?”, pregunta en alto, con una mezcla de preocupación y chispa, luego de rozar con la cadera una pequeña mesa repleta de fotos de sus tres hijos.
“No mamita, está todo bien, venga por acá”, le contesta cariñoso su esposo.
“Pedí que no me sacaran nada de la casa. Cada mueble cumple una función. Está prohibido moverlos”, dice sonriente a Efe, ya sentada en el comedor de su casa en San Bernardo, un barrio de la periferia de Santiago.
ATAQUE INJUSTIFICADO
La noche del pasado 26 de noviembre, cuando Chile estaba inmerso en la peor ola de protestas desde el fin de la dictadura militar en 1990, Campillai se dirigía junto a su hermana a la parada de bus para ir a su trabajo como auxiliar de producción en una fábrica alimenticia.
Al doblar la esquina de su casa, un carabinero le disparó con una escopeta de 37 milímetros: “¿Qué les íbamos a hacer dos mujeres solas de un metro sesenta de estatura?”, se sigue preguntando todavía.
Tras caer desplomada, comenzó una carrera contrarreloj para sobrevivir, con sendas operaciones para reconstruirle el rostro, ponerle una placa en la frente y curarle una lesión cerebral que le hacía expulsar líquido cefalorraquídeo por la nariz: “Si no hubiese tenido ayuda a tiempo de mis vecinos, no estaría aquí”, asegura.
Con la cabeza llena de tornillos, una cicatriz de oreja a oreja y dos cirugías pendientes para implantarle unas prótesis oculares y levantarle los párpados, Campillai dice que está “emocionalmente bien” y que saca las fuerzas del amor de su familia.
“Esto es como nacer de nuevo. He reaprendido a moverme, a pelar una papa, a picar una cebolla e incluso a comer. Si no aprendo a comer, me mancho toda”, explica con una naturalidad que sorprende y despierta admiración.
Campillai, de 37 años, es una de las víctimas más simbólicas de la brutalidad policial que se empleó en Chile para sofocar las protestas que estallaron en octubre contra el Gobierno y la desigualdad y que fue denunciada por organismos como ONU o Amnistía Internacional.
Su caso y el de Gustavo Gatica, el otro joven que perdió la vista en la crisis social, dieron la vuelta al mundo y visibilizaron la epidemia de mutilados oculares que dejaron las revueltas.
Según el independiente Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), 460 personas resultaron con lesiones oculares tras recibir disparos de balines o lacrimógenas por parte de las fuerzas de seguridad, de las cuales 35 sufrieron pérdida total de uno de los ojos y dos quedaron ciegas.
“Más que órdenes directas, los carabineros se sintieron con el derecho a disparar a la cara”, indica, en referencia a las nulas reprimendas públicas por parte del presidente chileno, el conservador Sebastián Piñera.
Tanto la baja laboral como todas las operaciones a las que se ha sometido hasta ahora han corrido a cargo de la mutualidad porque no ha recibido ningún tipo de ayuda estatal. Ni siquiera una llamada del Gobierno o de la dirección de Carabineros.
“Ya no quiero que vengan, ya pasó su momento. Solo les pido que se sumen a la querella que interpuse y que se haga justicia”, admite.
MIEDO A LA IMPUNIDAD
El cuerpo policial abrió un sumario interno y dio de baja el pasado 14 de agosto a dos funcionarios por no prestarle auxilio, pero no reconoció ni uso excesivo de la fuerza ni incumplimiento de protocolos. Paralelamente se inició una investigación judicial que apenas tiene avances.
Campillai reconoce que durante estos meses ha sentido mucho miedo a la impunidad, pero que la detención la semana pasada de un ex teniente coronel por los fatales disparos a Gatica supone un soplo de esperanza para su caso y el resto de víctimas.
“No es sólo responsable el que me disparó, que sin duda tiene culpa, sino que acá había un piquete completo y había alguien que estaba al mando. Alguien tenía que haber puesto orden y no lo hizo”, reivindica.
Está convencida de que las protestas volverán cuando pase la pandemia porque “no se le ha dado ninguna respuesta a las demandas sociales” y tiene miedo de que su familia, que siempre ha sido testigo de la convulsionada política chilena desde bastidores, salga esta vez a marchar.
Mientras tanto, se encuentra a la espera de comenzar un curso de informática para reincorporarse al mundo laboral en cuanto termine su recuperación y está centrada en su hijo más pequeño, de 9 años, al que no quiere “educar en el rencor”.
“Nadie me va a devolver mis ojitos. Tenemos que tirar para adelante 'ná' más”, concluye.