Este jueves se celebra el cuadragésimo aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución Española. El 6 de diciembre de 1978 los ciudadanos ratificaron en las urnas una Carta Magna negociada y respaldada por la mayoría de los partidos políticos en medio de un clima de violencia política y amenazas de golpe de Estado militar. Una violencia que no solo no cesó, sino que se recrudeció hasta el final de una Transición que está muy lejos de ser pacífica e incruenta.
Es imposible reconstruir con precisión el relato violento de aquellos años en los que murieron cientos de personas, y muchas miles resultaron heridas, a consecuencia de la violencia política. Al menos, el relato completo. El Estado ha reconocido, en ocasiones muchos años después, a las víctimas del terrorismo izquierdista o separatista (ETA, GRAPO, FRAP). En 2012, el Ministerio del Interior reconoció a la primera víctima de ETA: María Begoña Urroz Ibarrola, un bebé asesinado en 1960 por una bomba en una estación de tren cuya autoría los terroristas vascos nunca han reconocido
Desde aquél 1960, el terrorismo separatista vasco ha asesinado oficialmente a 853 personas y herido a otras 6.389 hasta su disolución en mayo de este mismo año. El Grapo causó, según el Gobierno español, 191 víctimas en su corta existencia. Todos con nombre y apellidos. Y homenajeados por el Estado, aunque sea de forma colectiva.
Pero entre el 20 de noviembre de 1975 y el triunfo del PSOE en las elecciones de octubre de 1982 hubo más muertos por violencia política. Muchos más. Centenares. Y muchos heridos. Miles.
El número real es desconocido, porque muy pocas investigaciones han seguido un rastro que solo aparece de forma testimonial en los registros oficiales. Entre los motivos: el oscurantismo del régimen que caía; la prolongación en el cargo desde su obediencia franquista a la democracia de los altos funcionarios; y la certeza entre la dirigencia de la oposición a la dictadura de que salvar el proceso de transición era fundamental.
Pero, sobre todo, el miedo. “Si no había denuncia, proceso judicial y empeño de las familias, Lo relata en conversación telefónica con eldiario.es Mariano Sánchez, el primero en intentar hacer una recopilación fidedigna de todos los fallecidos por violencia política en España durante la Transición. Un trabajo que le llevó años, que plasmó en su libro La Transición Sangrienta (Península).
En su obra, que luego llevó a una tesis que le valió el doctorado, este veterano periodista de tribunales en Madrid contabiliza 591 muertos entre la muerte de Francisco Franco y la llegada de Felipe González a la Presidencia del Gobierno en 1982, el periodo que la mayoría de historiadores ha convenido en denominar La Transición.
“La versión oficial fue así desde el primer momento. Se planteó la Transición como un modelo pacífico lleno de consenso y de acuerdo entre las fuerzas. Y se ha silenciado una evidencia concreta: las víctimas de la violencia política que durante siete años entre terrorismo de extrema derecha, separatismo, Grapo, manifestaciones con cargas con muertos y cientos de heridos, se ha ido tapando para dar una versión de despachos y de acuerdos”.
Durante esos siete años en los que España pasó de la dictadura a la democracia, la extrema derecha campó a sus anchas. Muchas veces, auspiciada por las fuerzas de seguridad. El partido Fuerza Nueva tenía nexos de sobras conocido con la Policía Nacional, la Guardia Civil y el Ejército.
Sánchez apunta a que la violencia política en esos años fue una herramienta de presión de las fuerzas involucionistas. “El atentado contra El País se cometió poco antes de que el Congreso aprobara el texto constitucional”, recuerda. Un paquete bomba enviado contra el rotativo por la extrema derecha mató a un trabajador.
No fue la única bomba contra un medio. El diario satírico El Papus también fue objeto de un atentado terrorista. Murió otro trabajador. Nadie fue condenado.
“La calle es mía”
Los atentados contra estos medios de comunicación tuvieron relevancia, tanto dentro como fuera de España. También otros episodios que han pasado a la historia como “sucesos”. O hechos aislados.
En Vitoria, cinco trabajadores fueron acribillados por la Policía Nacional en la iglesia de San Francisco de Asís del barrio de Zaramaga de la capital vasca. 4.000 personas celebraban una asamblea. Los agentes entraron con todo. “Esto es la guerra en pleno. Se nos está terminando la munición, las granadas y se nos están liando a piedras”.
Era marzo de 1976. Aquel mismo año, con Juan Carlos I ya en la Jefatura del Estado, el vicepresidente del Gobierno y ministro de Gobernación, Manuel Fraga, pronunció una de esas frases que definen una época: “La calle es mía”.
Otro suceso muy notorio fue el de Montejurra, donde el denominado búnker franquista quiso ajustar cuentas con el carlismo democrático. Otros cinco muertos.
Y el más recordado. El que convulsionó a toda la sociedad y que más páginas ha llenado, quizá porque ocurrió en Madrid. El ataque al despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha. La hoy alcaldesa de la capital del Reino, Manuela Carmena, salvó su vida aquel día por pura casualidad.
Muertos anónimos: jóvenes, estudiantes, trabajadores
Los nombres de estas víctimas, especialmente los de los abogados, es recordado. También el de Yolanda González, una joven trabajadora anónima que viajó desde Euskadi a Madrid y fue secuestrada y asesinada por militantes de Fuerza Nueva. Una placa puesta en su honor recientemente en el madrileño distrito de La Latina apareció mancillada por una cruz gamada y arrojada a un contenedor.
O el vallecano Vicente Cuervo. O Manuel José García Caparrós, un joven que falleció de un disparo en una manifestación de un 4 de diciembre de 1977. 41 años antes, menos dos días, de la entrada de Vox al Parlamento andaluz.
Pero muchos otros son anónimos. O desconocidos. “Ha dependido de que los familiares, los partidos o gente que conocía a las víctimas interpusieran acciones judiciales y pelearan por mantener la memoria”, asegura Sánchez. “Cuando no, el silencio”.
“Hay una cosa que es bestial: los rostros”, recuerda. Y sigue: “Todos eran gente joven, trabajadores y estudiantes. No había dirigentes o personas destacadas por su actividad parlamentaria”.
“Yo cubría la información en la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo y la doctrina era que se trataban de episodios aislados. Las relaciones con Fuerza Nueva o con funcionarios franquistas no se investigaron. Jamás hubo un registro de una sede de un partido”, asegura.
De los 591 muertos recuperados por este periodista para la memoria democrática española, “188 son de origen institucional”, según las cuentas de Sánchez. De ellas, 58 fueron en manifestaciones.
Después de Mariano Sánchez ha habido pocos intentos de hacer un índice onomástico de la violencia política durante la Transición. El trabajo del periodista lo destaca la historiadora Sophie Baby, que en el libro El mito de la transición pacífica señala: “No hay que olvidar, sin embargo, que hace quince años a duras apenas se hablaba de violencia en la transición; tal violencia era, más bien, rotundamente negada. Y me parece que todavía hoy, a pesar de todas las evoluciones mencionadas, muchos se resisten a aceptar la realidad de un fenómeno que, cuando surge en los discursos, sigue apareciendo demasiadas veces reducido a sus aspectos más visibles, más caricaturales o más polémicos, cuando no se minimiza su importancia en el proceso de cambio político”.
La primera vez que el Congreso alojó un homenaje a, entre otros, los muertos de la Transición, no fue oficial. Durante los actos en recuerdo de las primeras elecciones democráticas españolas, en junio del año pasado, los partidos de Unidos Podemos, así como ERC, PNV o Compromís, celebraron un pequeño recordatorio a quienes murieron por sus ideas y su actividad política durante la dictadura y en el sangriento periodo que llevó a España hacia la democracia.