¿Fe en la justicia?

El juez es un ser humano. Siendo así, ¿podemos depositar nuestra confianza en el acierto de sus decisiones? La pregunta es potente, puesto que de su respuesta depende el mantenimiento de uno de los tres pilares de nuestro sistema democrático. Sin embargo, esa respuesta no es evidente.

Ni se puede afirmar con soberbia ceguera que sí, como pretenden particularmente algunos juzgadores, ni tampoco se puede contestar que no con contundencia, como suele decir cualquiera que pierde un proceso, cuando lo pierde, claro está. La única respuesta acertada es que depende, y hay buenos motivos para ello.

Los jueces tienen que realizar habitualmente dos trabajos: descubrir la realidad de los hechos y llevar a cabo una correcta interpretación y aplicación de las leyes, cuidando que al realizar esa labor no se vulneren derechos fundamentales. Y uno de los que deben preservar especialmente es el derecho al juez independiente e imparcial. Lo infringen cada vez que sus emociones, tengan origen afectivo o ideológico –la ideología es otra forma de afección, en el fondo–, les influyen a la hora de juzgar.

Puede pensarse que el uso de esas emociones es un factor humano clave para que se pueda hablar de “justicia”, pero sucede justamente lo contrario. Las emociones alteran la racionalidad de los juicios y, de ese modo, aunque los ciudadanos que compartan esas emociones considerarán que esas sentencias son correctas, en realidad son rematadamente erróneas.

Sucede con cierta frecuencia, particularmente cuando un caso es mediático, pero no solamente. Al margen de ello, uno de los principales escollos de la labor judicial es la prueba, tanto su práctica como su valoración. Para averiguar la realidad, las leyes procesales no han diseñado a lo largo de los siglos un escenario parecido a un laboratorio en el que el juez, como científico, pudiera investigar los hechos. Al contrario, siguiendo una alarmantemente escasa evolución de ancestrales tradiciones, las leyes parten de la base de que la memoria de los testigos es –o puede ser– fotográfica, cuando en realidad tiene un rendimiento pobrísimo, como está más que demostrado científicamente.

Además, esas mismas leyes suponen desde hace milenios que los jueces tienen el poder sobrenatural de saber quién miente en esas vistosas farsas pseudocientíficas que son los interrogatorios, que serían entretenidos si no provocaran la angustia de muchos interrogados y no fueran, a la postre, una miserable pérdida de tiempo.

Pero claro, aunque las personas recuerden mal y los jueces no puedan saber quién miente, muchos piensan –erróneamente– que cómo vamos a acabar con el primer medio de prueba que existió históricamente desde hace milenios, aunque sólo sirva, no para averiguar la realidad, sino para que los abogados intenten crear, con sus preguntas, una imagen de un testigo o de un litigante que inspire la empatía del juez hacia las posiciones de ese abogado.

Ante las profundas inseguridades que ofrece esa horrenda perspectiva, los jueces suelen refugiarse en las pruebas periciales y sobre todo en los documentos. Las primeras tienen el problema de que los jueces carecen de conocimientos técnicos para saber si un perito –médico, biólogo, ingeniero, etc.– ha hecho un buen trabajo en su dictamen, lo que les hace ir a ciegas demasiadas veces. En cambio, los documentos tienen la ventaja de que al menos pueden suministrar una frase en la que apoyarse en la sentencia, aunque esa frase pueda ser falsa, o bien no tenga el más mínimo sentido si se observan todos los datos del caso –los llamados indicios– y que son habitualmente dejados de lado ante la complejidad que encierra su valoración. Con todo ello, obviamente, es difícil que las conclusiones probatorias de los jueces sean correctas, salvo en casos excepcionales en que sí realizan esa labor de auténtico científico, considerando con detenimiento esos indicios.

Insisto, a veces sucede, pero esa labor de seria investigación cuesta un enorme esfuerzo que no suele haber tiempo para realizar, colapsados como están los tribunales. Para cubrir todas esas carencias, los jueces emplean con gran frecuencia la retórica, igual que los abogados y los juristas en general, de hecho. Ante la falta de datos para reconstruir la realidad –o ante la ausencia de paciencia o tiempo para recabarlos–, en lugar de declarar sinceramente que esos hechos no existen al no haber podido ser probados –es lo que haría cualquier científico–, demasiados jueces, para simplificar –en exceso– la resolución del caso, se dejan llevar por un rápido prejuicio sobre lo realmente acaecido, prejuicio que está inspirado por circunstancias habitualmente sociológicas.

Ese prejuicio les da una idea rápidamente formulada, sólo intuitiva, de cómo deben haber sucedido los hechos. Y con ese relato precipitado y prejuicioso, utilizan finalmente sus emociones para motivar la sentencia de acuerdo con ese prejuicio, tomando en consideración sólo algunos datos que resulten de la prueba de manera selectiva, a fin de asentar su idea inicial, dejando de lado todo lo que no sirve para fundamentar esa conclusión formulada al principio del proceso, con escasos datos.

Y todo ello para desesperación de muchos abogados, que ven cómo la sentencia, en realidad, ni siquiera toma mínimamente en consideración todos sus argumentos. No ocurre siempre, pero sí, por desgracia, con demasiada frecuencia. Y lo mismo sucede a veces con la labor de interpretación de las leyes. En lugar de hacer un ejercicio científico que busque los distintos significados de una norma en los que pensó el legislador, visualizando diputados y senadores del Parlamento los hechos a los que se aplicaría la futura norma, jueces y abogados le dan la espalda a esa voluntad del legislador utilizando la retórica, apelando sobre todo, nuevamente, a las emociones, a fin de hacer que la ley diga, no lo que quiso decir el legislador, sino lo que jueces o abogados desean en aquel momento.

Se trata de una trampa en la que se cae demasiadas veces. Al contrario, como antes se sugirió, las emociones sólo son un atávico mecanismo biológico de supervivencia, pero que posee una relevancia social extraordinariamente exagerada por la literatura sobre todo, aunque no solamente. Con independencia de ello, el problema es que las emociones conducen con frecuencia a decisiones erróneas, lo que no es de extrañar. Un mecanismo evolutivo que sólo sirve para detectar peligros inminentes de forma rápida, no puede servir para tomar decisiones que requieren una lenta reflexión, como es una decisión judicial.

Sin embargo, es mucho más cómodo y sencillo –e incluso más popular– dejarse llevar por ellas, evitando esa reflexión detenida. Y por ello, toda esa retórica de los escritos de abogados y jueces, toda esa palabrería en el fondo, se basa en esas emociones a las que se apela desesperadamente. Y es una lástima, porque un buen juez agradece infinitamente que los abogados le den información objetiva, y los buenos abogados gustan de preparar los casos ofreciéndola, sin apasionamientos. Los discursos basados en la retórica evidentemente no son ese tipo de información, aunque los jueces utilicen también a veces ese mismo método, particularmente en decisiones polémicas que sólo buscan tergiversar la realidad de los hechos o lo que dicen las leyes. Todo eso ha ocurrido, por fortuna no con frecuencia. Pero sucede. A veces encubre una falta de laboriosidad, sobre todo en los procesos en que el análisis judicial ha sido superficial como consecuencia de la acumulación de asuntos.

Algún día quizás, gobiernos y legisladores se darán cuenta de todo lo anterior, entendiendo finalmente que han de conseguir que los jueces se conviertan en auténticos científicos, haciendo que los juzgados dejen de ser burocráticas oficinas con una sala de audiencias fuera de época, que ya para poco o nada sirve, pese a su popularidad. La inteligencia artificial ayudará –el día que algún gobierno lo decida en serio y sepa cómo– a que se produzca una drástica reducción de asuntos pendientes. Quizás será entonces el momento en que se revisará, por fin, la formación de los jueces –hoy es muy defectuosa– y la mecánica de los procesos –que es medieval–, a fin de conseguir que esos juicios sean espacios de auténtica ciencia en los que se averigüe la realidad y se apliquen correctamente los mandatos del legislador, que son los mandatos de los ciudadanos en una democracia.

Mientras tanto, seguiremos esperando a la vez que aparentamos que todo funciona correctamente, cuando hace tiempo todos sabemos en el fondo que la justicia, y en parte el Derecho en general, funciona de espaldas a la evolución científica en otros campos del saber, lo que es, pensado fríamente, dramático.

Son nuestras propias vidas las que están implicadas en los procesos judiciales.

* Jordi Nieva es autor, entre otros libros, de 'El origen de la Justicia' (Editorial Tirant Lo Blanc)