Felipe González fue Isidoro en el franquismo. Y hoy en día es el esposo de Mar García Vaquero, empresaria que aparece en los papeles de Panamá por gestionar en 2004 una cuenta en Suiza por medio de una sociedad radicada en Niue y diseñada por el bufete Mossack Fonseca, según han publicado La Sexta y El Confidencial. Felipe González, también, fue el enterrador del marxismo en el PSOE a finales de los 70. Y, en los últimos tiempos, miembro del consejo de administración de Gas Natural Fenosa, consejero editorial de El País, asesor legal del opositor venezolano Leopoldo López y azote del “leninismo 3.0” de Podemos.
Felipe González fue quien encarnó el cambio en la Transición, frente a la AP de Manuel Fraga plagada de exministros franquistas; la UCD cainita del exsecretario general del Movimiento Adolfo Suárez; y el PCE de Santiago Carrillo lleno de referentes del exilio y la Guerra Civil. Y, como encarnación del cambio, Felipe González consiguió el récord de 202 diputados en 1982; el récord de tres mayorías absolutas consecutivas y cuatro legislaturas seguidas como presidente del Gobierno (1982-1996).
Por todo ello, González, Felipe a secas para los simpatizantes socialistas, se ha convertido en la principal figura del PSOE desde la restauración democrática. Cuando habla, todos escuchan; cuando escribe, todos leen; cuando se pronuncia, a todos les cuesta pensar diferente.
En el último debate de investidura, el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, reclamó a Pedro Sánchez que se desprendiera de la ascendencia de González, a quien relacionó con la cal viva de los GAL. Porque González, del mismo modo que para unos fue quien desarrolló el Estado autonómico y social español, para otros, su gestión tuvo menos luces que sombras: sus responsabilidades directas o indirectas en la guerra sucia contra ETA con fondos reservados incluidos durante su mandato y que llevaron a su exministro del Interior José Barrionuevo a la cárcel y la condena a Enrique Rodríguez Galindo; de las escuchas ilegales del entonces CESID –ahora CNI–; del caso Filesa –financiación irregular del PSOE–; de la ley de la patada en la puerta del dimitido José Luis Corcuera; del abrazo a la Europa de Maastricht tan cuestionada ahora; de la fuga y arresto de Luis Roldán, ex director de la Guardia Civil que mintió en su CV y fue condenado por malversación de fondos. Y, también, el caso Juan Guerra: tras anunciar González que su destino iría ligado al de su mano derecha, Alfonso Guerra, lo cierto es que lo dejó caer como vicepresidente y vicesecretario general del PSOE en 1991.
González fue el primero en vivir lo amarga que es una “dulce derrota”, según sus palabras, el 3 de marzo de 1996. Cayó ante José María Aznar, y un año después dejaba el partido en manos de Joaquín Almunia. Y, en ese momento, empezó el González autodenominado jarrón chino. “Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes”, afirmó al poco de salir de Moncloa.
Y como jarrón chino lleva exactamente 20 años; seis más que como presidente del Gobierno.
González fue nombrado Hijo Predilecto de Andalucía en 1998 por Manuel Chaves, imputado por el caso de los ERE; es presidente de honor de la Fundación Tomás Meabe; y fue nombrado embajador extraordinario para el bicentenario de la independencia de América por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2007, año en el que el Consejo Europeo le nombró presidente del Grupo de Reflexión sobre el Futuro de Europa, también llamado comité de sabios, y ha sido miembro del Club de Madrid.
Pero González no sólo se ha relacionado con dirigentes y exdirigentes políticos tras su salida de Moncloa: entre 2010 y 2015 formó parte del Consejo de Administración de Gas Natural Fenosa, donde cobraba 127.000 euros al año, ha colaborado con el magnate mexicano Carlos Slim y es integrante del consejo editorial del diario El País.
Entre sus últimos trabajos, está el de la asesoría legal de Leopoldo López, el dirigente opositor venezolano que fue encarcelado por “instigación pública, daños a la propiedad en grado de determinador, incendio en grado de determinador y asociación para delinquir”, en una condena censurada por Amnistía Internacional y otras entidades humanitarias, además del grupo de trabajo específico sobre el caso de Naciones Unidas.