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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La fiesta de los maniquíes

Trajes de trabajo que podrían servir de indumentaria para una fiesta a la que se quiere ir discreto. Así es como llegan sus señorías al Congreso. Parece que acudan a una celebración de fin de curso, cada cual moviéndose según la conciencia de la propia importancia. La entrada al hemiciclo es un enjambre de cámaras, fotógrafos y periodistas; si hago abstracción del espacio, podría pensar que me encuentro en Cannes o en los Goya, con la salvedad de que no hay photocall, lo que desde luego estaría fuera de lugar, sobre todo ahora que los principales partidos acumulan vergüenzas y fracasos. Digo que no hay photocall, pero es como si lo hubiera. Quienes arriban se saben mirados, retratados, comentados; me pregunto si el haber llevado al país al borde del abismo se les nota en algo. Mi impresión es que no. Y si hay un atisbo de inquietud y zozobra, ahí va la prensa a darles la medida de lo mucho que todavía importan, aunque sea porque hay que hablar mal de ellos.

Eso le ocurre, por ejemplo, a Ana Mato. Entra en la cámara y los fotógrafos se lanzan hacia ella como si se tratara de Angelina Jolie. En las fiestas de fin de curso a las que yo iba se les daba la espalda a quienes habían caído en desgracia, y también a los que nunca tenían gracia: pura crueldad adolescente. Aquí el código es otro: el del famoseo. ¿Me miran? Pues cabeza alta y adelante.

La entrada triunfal de Rajoy y su equipo confirma mi percepción; los periodistas permanecen atentísimos, y a mí también me hechiza ese despliegue de poder tan breve como el paso de un grupo de ciclistas en fuga para ganar la etapa reina. Escruto a Mariano Rajoy; quiero averiguar si desfila con aspecto de niño contrito y asustado, que es como sale en las fotografías de los diarios, o si el ambiente se torna en imposición y entonces hay que sacar al presidente con cara de acelga porque así está la nación tras consentir gobiernos cortijeros.

El rostro de Rajoy es el de un muñeco de cera. No es que a los muñecos de cera los hagan siempre con la misma expresión, pero ésta es secundaria y dependiente de la asepsia. Los muñecos ni sienten ni padecen, aunque les pongamos pilas para que lloren al apretarles la barriguita. Quizá la ataraxia sea una buena estrategia cuando eres el centro de atención; sin embargo, alguien cuya faz evidencia que los acontecimientos le resbalan, y que parece metido en una vitrina para hacer juego con los muebles del salón, no genera demasiada confianza. Es la segunda vez que estoy segura de toparme con un zombi en lugar de con una persona de carne y hueso. La primera vez que tuve que pellizcarme para cerciorarme de no haber entrado en un cementerio donde los muertos no descansan ocurrió delante del ex presidente Zapatero, un maniquí cuya sonrisa plástica se mantuvo igual a sí misma durante el tiempo que duró una visita a la Residencia de Estudiantes. Como si no mirase nada. La impresión que deja la imperturbabilidad extrema es funesta: la de que nada te interesa.

Camina detrás de Rajoy otra de mis incógnitas: Alfonso Alonso. Ay, qué poco nos gusta cambiar. Que Alfonso Alonso sea el portavoz del grupo popular no tiene nada de extraño si una se fija en sus formas displicentes. Para el Partido Popular el desdén debe de ser un elemento fundamental en la comunicación. Cada vez que Alonso abre la boca, hay un mensaje que va paralelo a sus palabras, a saber: ¿cómo os atrevéis a preguntar semejante imbecilidad? Investido de evidencias, dueño de una razón que no procede sólo del conocimiento, sino también de que tu familia tenga dinero y rancio abolengo, Alonso sigue al presidente con ese gesto que no le abandona de saberse por encima de la media.

España es un país donde los poderosos desprecian a quienes no lo son. Donde todavía es posible que algunos y algunas califiquen como “gentuza” a terceros por no tener dinero. Tal vez Alonso trate de sacudirse esos modos; si es así, no lo consigue, y lo que llama la atención es que los populares quieran visibilizar ese vicio incongruente con su vocación mayoritaria. ¿O es que el tic desdeñoso está tan extendido que ya ni lo ven?

Confirma también su estampa habitual en los medios Soraya Sáenz de Santamaría. Lista, simpática y pizpireta, de esa manera corretea detrás del presidente, con sus ojos muy abiertos y brillantes. Si el barco no se estuviera hundiendo, supongo que Sáenz de Santamaría le caería bien a casi cualquiera, porque es muy difícil no empatizar con, valga la redundancia, alguien empático, aunque sus ideas y su proceder nos repugnen. El resto del equipo de Rajoy detenta un paso más discreto.

Alberto Ruiz-Gallardón arriba un poco después, con la lengua fuera y sabiendo que llega tarde para marchar con los suyos. Estoy apoyada en la puerta; sus ojos se detienen por un momento en mí. Gallardón da un respingo y yo pienso que debo de parecer un fantasma. Mi estancia en el pasillo de entrada al hemiciclo me enseña que los políticos te miran codiciosamente a los ojos, pero no por curiosidad, sino para ver si te conocen y si, en consecuencia, deben sonreírte más o enfatizar sus “Buenos días”. A mí no me conoce nadie, así que todos pasan rápidamente a buscar otros objetos para su avidez de bienqueda.

Como en cualquier sitio, y por las consabidas razones culturales, las mujeres suelen evidenciar una mayor vulnerabilidad cuando las miras. Una experta en oratoria me dijo en una ocasión que es raro que una mujer, mientras camina hacia el estrado donde tendrá lugar su intervención, no esté pendiente de que todos evalúan su físico. Tan raro como que un hombre piense en que le están examinando la tripa cuando se dispone a arengar.

Ingenuamente me pregunto si las diputadas, por aquello de que son representantes del pueblo, se han investido de superpoderes y han dejado atrás sus condicionantes culturales. Compruebo que no, que casi todas se alteran más que los hombres si se dan cuenta de que las observo de manera inquisitiva. Hay no obstante físicos exuberantes que no se turban por que los mires de más: por ejemplo, el de Luisa Fernanda Rudi, grande y rubia y muy segura de conquistar con su presencia, al menos mientras va de un sitio a otro.

En su día, la experta en oratoria también me dijo que sólo los hombres bajitos o muy gordos se sentían tan condicionados por su físico como solemos estarlo las mujeres. Que para ellos sólo existe ese a priori físico en contra de su poder. La verdad es que no son pocos los políticos bajitos, y me acuerdo del tópico, seguramente cierto, de que quienes se sienten faltos de poder trabajan para tenerlo.

“¿Dónde está Rubalcaba?”. Cuando ya han entrado a la cámara buena parte de los diputados, los periodistas comienzan a preguntarse por el paradero del líder de la oposición. Aparece por donde nadie lo espera: no por la puerta principal, sino por unas escaleras y escoltado por Elena Valenciano. Sólo llego a ver su trasera con chepa. Es verdad lo que muchos comentan: que se asemeja a Gargamel, el villano de Los pitufos. Ya he dicho que hay mucho político bajito.

La marabunta de periodistas se extiende por todo el edificio. Cada vez que veo a muchos periodistas juntos me da la impresión de que vibran frenéticamente, de que están a punto de sufrir un colapso informativo. En cierto modo, esa es su función: dar exclusivas, que los titulares sean dantescos y nos produzcan todo el rato la sensación de que estamos al borde de la hecatombe, de algo crucial y definitivo que cambiará el rumbo de la Historia. Luego resulta que eso crucial y definitivo es el telediario, el boletín de noticias de la radio, la cabecera de los diarios. Eso es todo lo que ocurre la mayor parte de las veces en este país donde Franco se tuvo que morir.

Empieza el debate; me voy a una sala para verlo en una pantalla. Los periodistas toman nota de lo que dice Rajoy, y yo tomo nota sobre cómo los periodistas toman nota. Al principio parecen estar ante un examen, o en una clase en la que han de apuntar hasta los silencios del profesor; luego se relajan. Curri Valenzuela, con ese aspecto de tía abuela a punto de increparte porque llevas la chaqueta torcida y no has sabido darle el punto a las lentejas, se pasea entre las mesas hasta que se cansa y se sienta. Mientras Rajoy anuncia las medidas anticorrupción, un señor me dice: “Ahora que lo han robado todo ya pueden lanzar estas medidas”.