El fusilamiento de Grimau, un crimen de Estado de la dictadura franquista que el PP y la Justicia se niegan a revisar
Había transcurrido un cuarto de siglo desde la Guerra Civil, pero la sed de sangre de la dictadura franquista seguía insaciable y el 20 de abril de 1963 –el mes pasado se cumplieron 60 años– la alimentó con el fusilamiento de Julián Grimau (Madrid, 1911-1963), miembro del Comité Central del PCE y dirigente en el interior desde 1959.
Si la historia de la justicia durante el franquismo es una caricatura, la de su justicia militar es un trágico desfile de gigantes prepotentes y cabezudos rellenos de oquedad. La ejecución de Grimau figura en la Historia Universal de la Infamia.
Para empezar, Franco retrasó la entrada en vigor del Tribunal de Orden Público (TOP), prevista para el 5 de abril, para que lo juzgara un consejo de guerra sumarísimo. La jurisdicción militar exigía, para mantener las apariencias, que al menos un miembro de la sala fuera licenciado en Derecho; en este caso, sólo lo era el comandante Manuel Fernández Martín, fiscal especializado en la ley de Responsabilidades Políticas, famoso en las cantinas cuarteleras por su tétrica orden a los bedeles de la sala: “¡Que pase la viuda del acusado!”, entre las risotadas del tribunal. En realidad, era un impostor: cuando se unió al ejército golpista, dijo ser abogado e ingresó en el Cuerpo Jurídico Militar. Adujo que los “rojos” habían quemado su casa y su título y como era 1936, los mandos no tenían modo de comprobarlo, si es que les interesaba. Pero lo único que había cursado este amador de la muerte habían sido tres asignaturas de primero de Derecho en la universidad de Sevilla; cuando se descubrió la superchería, hacía un año que Grimau había sido asesinado; el farsante fue condenado a un año y seis meses de prisión: el tribunal consideró como atenuante que “no tuvo intención de causar daños importantes”.
No eran sino los aperitivos de una de las mayores, por sonada, farsas jurídicas de la dictadura.
Aunque Grimau tenía abogado civil, Amandino Rodríguez Armada, se le asignó de oficio al capitán Alejandro Rebollo. A pesar de que no le dejaron acceder al sumario hasta tres días antes del juicio, mientras que el fiscal de pega lo tenía tres meses antes, el joven oficial hizo una defensa impecable; tanto que, poco después, 'aconsejado' por la superioridad, abandonó el ejército. Rebollo no tenía dudas de que el juicio era nulo de pleno derecho y así lo expresó en su alegato final.
A Grimau lo acusaban de delitos de torturas y asesinatos durante la guerra y de “rebelión continuada” desde 1936. El tribunal acusador no pudo probar ninguna de las acusaciones ni presentar testimonios de las fechorías de Grimau al frente de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona y de la checa de la plaza de Berenguer el Grande. Los 'testigos' que aportó el tribunal apenas reconocieron que eran rumores o lo habían oído a terceros. En cuanto al delito ad hoc de rebelión continuada era cronológicamente imposible: Grimau se había exilado en 1939 y no volvió a España hasta 1959, sin que se probara su ingreso en el país durante ese periodo.
Daba igual, como todo en apenas cinco horas de juicio: el fiscal interrumpía al acusado y al defensor con la anuencia del tribunal y sus alegatos –“Actué a las órdenes del Gobierno de la República, el único para mí legítimo. Viví en España pobre y salí más pobre todavía. Nunca he matado ni torturado a nadie”, dijo Grimau– ni se mencionaron en una sentencia, que, sin deliberación y seguramente previamente escrita, se hizo pública horas después. Tenía que estar dispuesta para que el Consejo de Ministros del día siguiente emitiera el “enterado” –eufemismo de “fusílenlo”– de la pena de muerte de Grimau.
Grimau fue la última víctima del aparato judicial bélico impuesto por los golpistas para sus propósitos represores. La restricción del 'todopoderismo' de los tribunales militares comenzó con el TOP y culminó con la amnistía general dictada en 1969, pretendiendo dar respuesta a las presiones internacionales. Quizá la actuación de Grimau durante la guerra civil estuviera entre la que se le atribuía y la que declaraba: sus correligionarios Jorge Semprún y Fernando Claudín daban por hecha la represión extrema que ejerció contra la 'quinta columna' barcelonesa y los miembros del POUM trotskista, escindido del PCE, pero, como en el consejo de guerra, sin pruebas ni testimonios directos.
Y esta falta de pruebas como el hedor vengativo que exhalaba todo el proceso fue lo que soliviantó al mundo contra lo que se consideraba un crimen de Estado: Franco desoyó tanto las violentas manifestaciones como la piadosa petición universal de clemencia: desde Kennedy, que aplazó sine die su viaje a España, a la reina de Inglaterra y su primer ministro Wilson; desde el Vaticano de Juan XXIII –que acababa de publicar la Pacem in Terris, encíclica que establecía los derechos humanos y las libertades públicas en un estado de Derecho– a la reina madre belga, decenas de cancillerías y personalidades, incluso la humilde comunidad de monjes suizos de Sankt Gallen... Y la insólita petición de Jruschov, presidente de una URSS que no establecía contacto con las autoridades franquistas desde el golpe de 1936: “(...) Ningún interés de estado puede explicar un hecho tal por el que, al cabo de veinticinco años después de la guerra civil, pueda ser juzgado un hombre en España conforme a las normas de tiempos de guerra. Movido de sentimientos humanitarios me dirijo a usted haciendo un llamamiento urgente para que anule dicha sentencia y salve la vida de Julián Grimau”.
Franco respondió con una sarta de mentiras: “tribunal competente, ”plenos medios de defensa“, ”pruebas abrumadoras“, ”impiden el ejercicio de la gracia del indulto, máxime estando vivas numerosas personas, incluso familiares de las víctimas, que recuerdan con horror las torturas y los asesinatos“... Y, a los demás, lo mismo. Franco está en la última zanja del octavo círculo del Infierno de Dante, con los ”falsificadores de metales, personas, dinero o palabras“.
En esta galería de perpetuos innobles, Manuel Fraga brilla en la cabecilla. No sólo por inventarse ese delito de “rebelión continuada” para soslayar el escollo de los 25 años de prescripción sino por su cinismo cruel. Tras el Consejo de Ministros, Fraga ocultó el “enterado” en la rueda de prensa y acudió a una recepción en la embajada de Colombia donde a unos angustiados Joaquín Ruiz-Giménez –exministro de Educación y fundador de la revista Cuadernos para el Diálogo– y José Jiménez de Parga –abogado laboralista estrecho colaborador del padre Llanos, cura obrero militante del PCE–, que habían hecho innumerables peticiones, visitas y gestiones a favor del indulto, les aseguró que “no había que preocuparse, que no le iban a fusilar”. Era, más o menos, la misma hora en que se avisaba a los abogados de Grimau para que asistieran a su defendido, que sería fusilado a las cinco de la mañana.
Tres tiros en la nuca de Grimau y uno en el pie del dictador
Oficiales de la Guardia Civil y del Ejército se negaron, alegando cuestiones técnicas, a integrar el pelotón de fusilamiento y tuvieron que ejecutarlo soldados de la mili y tres tiros de gracia del oficial que mandaba el pelotón. Pero una bala perdida fue directamente al pie de la dictadura.
El régimen se las prometía felices con el Plan de Estabilización de los tecnócratas del Opus de 1959, pero los años 60 comenzaron muy convulsos con la feroz represión de las huelgas generalizadas estudiantiles y en las cuencas mineras, con su correspondiente estado de excepción, arma que restringía los muy restringidos derechos ciudadanos, y culminaron en el IV Congreso del Movimiento Europeo, en junio de 1962, que unificó las oposiciones al franquismo del exterior y del interior, salvo el PCE. Llamado “el contubernio de Múnich” por la prensa del régimen, toda, supuso nuevos exilios, detenciones, multas, destierros y otro escándalo internacional. El perdón concedido con motivo de la publicación de la Pacem in Terris a los 118 políticos que habían asistido reencauzó favorablemente los objetivos franquistas: ingresar en la OTAN apoyado por Estados Unidos y en la Comunidad Económica Europea de la mano de Francia e Inglaterra. Pero el fusilamiento de Grimau cerró definitivamente todas las puertas y congeló la integración total de España en Europa hasta que la muerte del dictador nos acercase.
Hasta 1968, los despiadados dirigentes franquistas no quisieron revelar a su viuda, Ángela Martínez Lanzaco, dónde habían enterrado en secreto a su marido en el cementerio civil de Madrid. Grimau aún recibiría más balazos: en 1990, la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo rechazó el recurso del fiscal general del Estado, Javier Moscoso, para anular la sentencia por la tramposa composición del consejo de guerra; sólo el presidente de la sala, el eminente jurista José Jiménez Villarejo, votó a favor de la nulidad. Años después, en 2012, Izquierda Unida presentó en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley para rehabilitar la figura de Grimau; sólo el PP, que gobernaba con mayoría absoluta, votó en contra: temía, con razón, que el debate revelara las arteras maniobras de su fundador, Fraga, fallecido tres meses antes; así que se fue no sólo con óleos sino, contradiciendo el dicho popular, también sin los zarandeos democráticos de los que era acreedor.
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