Alfonso XIII se marchó de España con una carta en la que reconocía no tener ya el amor de su pueblo. El Congreso de la Segunda República le declaró después culpable de alta traición y le desposeyó de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no pudo ostentar ni dentro ni fuera de España. De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad se incautó el Estado. Años después, Machado escribió una canción infantil sobre los nobles que le acompañaron en sus barcos camino de Roma:
“La primavera ha venido
y don Alfonso se va.
Muchos duques lo acompañan
hasta cerca del mar.
Las cigüeñas de las torres quisieron verlo embarcar“.
Juan Carlos I ya está fuera de España. No se conoce aún poeta que le haya escrito versos. Y se va con su patrimonio —acumulado presuntamente de forma ilícita—, sin rastro de arrepentimiento, con todos sus títulos bajo el brazo y sin haber escrito una carta al pueblo español. Será porque hace años ya le dijo aquello de “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”, aunque después siguiera sacando dinero de Suiza.
Entre una y otra escena han transcurrido 89 años, una guerra civil, 40 años de dictadura y otros tantos de democracia. La España de hoy no es aquella, pero la decisión de Juan Carlos I de abandonar el país —urdida entre la Casa Real y el Gobierno— abre un escenario de inestabilidad institucional de incalculables consecuencias. El hombre que más hizo por la concordia entre españoles se marcha dejando atrás un país en discordia, polarizado y dividido también entre monárquicos y republicanos. Y con un Gobierno en el que por primera vez desde 1978 hay una formación política, Unidas Podemos, que no sólo se declara sino que obra como republicana.
El dato no es menor. Felipe VI tiene un problema y lo sabe. No sólo por la marcha tardía y forzada de su padre, sino porque ha sido el del emérito un gesto sin grandeza que suma nuevas dosis de autodestrucción a la ya de por sí autolesionada monarquía. ¿Afectará todo ello al pacto constitucional del 78? A saber.
De momento, las únicas certezas son que Juan Carlos I no cabía en España sin causar más daño a la corona, que la decisión no ha sido familiar ni doméstica, sino de Estado, que no será la última —todo apunta a que le seguirá una regularización fiscal para reparar el daño cometido a la Hacienda pública por el dinero que acumuló en cuentas opacas en el extranjero— y que España atraviesa uno de los peores momentos de la vida colectiva. Con cuatro crisis ya en ciernes —sanitaria, económica, social e institucional—, lo que le espera al país en el corto, además de un horizonte de inestabilidad, es un debate sobre la necesidad de un sistema institucional adaptado a las coordenadas de hoy, y no a las del 78.
“No podemos apelar a los mitos de hace 40 años, cuando se han caído ya todos”, admite un presidente autonómico que no oculta su preocupación por el contexto y que habla sin ambages de las consecuencias de los últimos años del reinado del emérito, además de la “pesada herencia” que deja a Felipe VI y al futuro de la institución monárquica. El mismo interlocutor reconoce problemas “serios” de credibilidad y reputación en la jefatura del Estado que pueden amenazar el pacto constitucional.
No en vano el de Felipe VI es un reinado que nació ya lastrado por los desmanes de su padre, el encarcelamiento de su cuñado Iñaki Urdangarin por los delitos de malversación, prevaricación y fraude a la administración y por una España ya desafecta con la institución desde hacía años. Y eso pese a las promesas de regeneración y transparencia con que inauguró el reinado Felipe VI. La corona sigue siendo la institución más opaca del Estado y la única que no rinde cuentas ante sus órganos fiscalizadores.
Lo de menos en todo esto es ya el horizonte penal y si Juan Carlos I pasará o no sus últimos años de vida en el exilio, lo que importa es la situación en la que queda el rey, y por tanto la institución que encarna, cuando acaba de cumplir su sexto año de reinado. Preocupa en la Zarzuela y preocupa en el Gobierno, pese a que su presidente mantiene la vigencia del compromiso del PSOE con el pacto constitucional del 78, como ha dicho este mismo martes durante su comparecencia al término del Consejo de Ministros.
De la misma opinión es la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, que es quien ha llevado las conversaciones con la Casa Real para establecer una especie de blindaje a Felipe VI con la salida de Juan Carlos I. En conversación con elDiario.es, la número dos del Gobierno no ve señales de inestabilidad en el horizonte cercano en lo que respecta a la jefatura del Estado y rechaza de plano lo que Pablo Iglesias ha llamado “una huida” del emérito para no responder de sus actuaciones ante la Justicia. “Huir es un verbo asociado a alguien a quien se busca y no es el caso. Juan Carlos I ha dicho además que estará siempre a disposición de la Justicia”, apunta la vicepresidenta para quien, además, lo que hay que poner en valor en estos momentos es que, entre la abdicación y la salida del emérito, se ha demostrado que “la democracia es incontestable”.
“España —prosigue Calvo— primero es una democracia y, luego, tiene como sistema político una monarquía parlamentaria”. Su impresión es que los españoles, en efecto, pueden no tener apego a la monarquía, pero tampoco “fuerza ni mayoría para construir una república”. Y esto es algo que un sector de la izquierda no parece tener en cuenta, como tampoco que la decisión de Felipe VI respecto a su padre “limpia” la institución y es “todo un éxito” para una monarquía que hasta la abdicación de Juan Carlos I “era una suerte de Vaticano”.
Declaraciones aparte, lo que no está en duda es que hoy hay un tercio de la composición del Congreso que recela de la monarquía, que Felipe VI es una figura prácticamente proscrita en Catalunya y Euskadi, que uno de los partidos en el Gobierno cree que es el momento de abrir el debate sobre la república y que de la conspiración contra la corona de la que hablan la derecha y la ultraderecha españolas el responsable no es Pablo Iglesias, sino la codicia y la impunidad de Juan Carlos I, así como el manto de silencio político-mediático que durante décadas calló sobre los comportamientos deshonestos y presuntamente ilícitos que se produjeron dentro de la institución.
Y todo cuando, a diferencia de su padre —que antes de presunto corrupto y evasor fiscal, se le reconoció como hacedor de la democracia y figura clave de la Transición— Felipe VI es de momento un rey sin relato propio, a pesar de varios intentos fallidos. El primero y más sonado fue el discurso del 3 de octubre, posterior a la declaración unilateral de independencia de Catalunya en 2017, que agrandó el desapego de una parte de la sociedad con la institución monárquica, después de que el rey se pusiese del lado de una de las partes cuando lo que se necesitaba en aquel momento era que el jefe del Estado ejerciera el papel de árbitro y moderador que le atribuye la Constitución en el funcionamiento de las instituciones.
En Catalunya el rechazo a la monarquía alcanzó desde entonces registros nunca antes vistos. Siete de cada diez catalanes rechazan la corona (el 74%), frente a un 21,6% que declara apoyar a Felipe VI, según sondeos de empresas privadas que se realizaron en el quinto aniversario de su reinado y que también revelaron que el respaldo a la monarquía en el conjunto del país no llegaba en 2019 al 51%.
Desde entonces, la distancia entre la institución y una parte importante de la sociedad española ha ido creciendo y la valoración de Felipe VI, descendiendo. A pesar de que el CIS hace seis años que no pregunta por ello en sus encuestas, sí lo han hecho otras empresas demoscópicas que certifican el desgaste y un claro “cuestionamiento” de la institución en más de la mitad de la población.
La crisis institucional coincide además con lo que algunos políticos ya apartados de la primera línea llaman una clara “crisis de gobierno” y un momento crítico de país como consecuencia de la pandemia y sus derivadas socioeconómicas. “Sánchez debería plantearse si puede seguir en el Gobierno con Unidas Podemos, que duda permanentemente de las decisiones del gabinete”, asegura un socialista en alusión a las declaraciones de la ministra Irene Montero en las que atribuyó la salida de Juan Carlos I de España al “PSOE de la Moncloa”, y no al Gobierno.
Desde que la democracia es democracia, las decisiones en el Consejo de Ministros, que es uno y no dos, pertenecen al Gobierno en su conjunto en cuanto que son colegiadas. Cuestión distinta es que el presidente y quienes estuvieran al tanto de la misma no la compartieran con los ministros de Podemos, como así fue. El mismo interlocutor defiende que “si un ministro cree, como han dicho Iglesias y Montero que el emérito ha huido y que el Gobierno ha colaborado en esa huida tiene que salir de inmediato del Consejo”.
Salvo, advierte un exministro del PSOE, que toda la escenificación que ha seguido al anuncio de la marcha de Juan Carlos I forme parte de un plan táctico de los estrategas “monclovitas” aprovechando que una parte de los españoles alberga serias dudas, alentadas por el nuevo soberanismo y un sector de la izquierda, sobre la conveniencia de mantener en España una forma de Estado que no pasa por las urnas.
El mensaje ha prendido como nunca, y aunque formalmente los dos principales partidos, PP y PSOE —igual que Ciudadanos y VOX— están por cerrar filas en torno a la actual jefatura del Estado, de las turbulentas aguas por las que se ha movido el emérito ha resurgido un estímulo republicano en el socialismo de nuevo cuño y sobre todo de generaciones posteriores a la que formó parte de la transición.
De momento, el tirón republicano de los socialistas queda diluido por su presencia en el Gobierno. De hecho, Pedro Sánchez ha puesto freno a algunos impulsos de sus propias filas y ha asumido que su socio de Gobierno ha de mantener un discurso propio sobre el modelo de Estado, aunque ello provoque no pocas contradicciones en el gabinete.
En el PSOE defienden que no hay mimbres ni votos suficientes en el Congreso de los Diputados para tejer un nuevo cesto sobre la forma política del Estado español, que requeriría un procedimiento de mayorías reforzadas, la disolución de las Cortes Generales, la celebración de nuevas elecciones generales y un complejísimo proceso de consensos políticos inalcanzables hoy por hoy.
En Unidas Podemos, por su parte, mantienen que la monarquía está “necrosada” y que en adelante se abre un proceso de discusión constituyente en España, en el que ya esperan, como advierte Juan Carlos Monedero, que haya un “redoble de los ataques contra los morados”.
Sea como fuere, España parece atrapada en un modelo constitucional que no se corresponde con el tiempo ni las circunstancias que hicieron posible la transición que impulsó Juan Carlos I, y que Felipe VI adolece de la legitimidad de origen, ya que fue rey solo por ser hijo de su padre. Un monarca al que, como cuentan que confesó el propio Juan Carlos I recientemente a un amigo, los españoles de menos de 40 años sólo recordarán por ser “el de Corinna, el del elefante y el de los 65 millones en Suiza”.
La legitimidad en ejercicio del actual rey, la segunda que se valora en todo sistema político, ha quedado manchada por su más que cuestionado papel en Catalunya tras la DUI, las sombras que quedan sobre su conocimiento de los asuntos más turbios de su predecesor y la opacidad que mantiene en torno a todo lo que afecta a la institución. La historia juzgará su papel, pero de momento se abre un nuevo marco en el que unos harán todo lo posible para que las cosas permanezcan igual y otros intentarán que todo cambie. El futuro, en todo caso, no está escrito, ni siquiera para Felipe VI. En su mano está recorrer un camino con el que los españoles vuelvan a sentir la utilidad que tuvo la institución en los primeros años de la democracia. De lo contrario, la monarquía tendrá los días contados.