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CRÓNICA

La guerra de los cerdos y lo que nos dice sobre la política española

Cerdos en una explotación ganadera en España.
7 de enero de 2022 22:06 h

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Del cerdo se aprovecha todo. Y la política española en su versión más descarnada no está en condiciones de desperdiciar ni una pizca. No se conforma sólo con disfrutar de las porciones más jugosas del animal. Aquí se consume todo, incluidas las partes de peor aspecto. Con los huesos, se hace tanto caldo que al final los políticos no saben ni lo que están comiendo. No importa, todo son proteínas con las que alimentar el ansia desenfrenada por consumir materia prima que genere los excrementos necesarios con los que embadurnar al rival. Si se acerca una fecha electoral, hay que deglutir y evacuar con más intensidad.

Lo bueno de las declaraciones de Alberto Garzón sobre la ganadería es que ha permitido que se hable de un tema que sólo aparecía antes de forma esporádica en los medios y en general circunscrito a la sección de economía. Vamos camino de ser un país en el que haya tantos cerdos como personas. El censo oficial del ganado porcino en España alcanzó en 2020 las 32,6 millones de cabezas. Más del doble que en 1986. Ha crecido un 33% en los últimos quince años. En Aragón ya hay casi siete cerdos por habitante.

No ha sido por un cambio en las costumbres alimentarias. Se trata de una explosión industrial asociada al desarrollo de la ganadería intensiva, en su mayor parte controlada por grandes empresas. Su gran destino es China, a cuyo mercado aumentó la exportación un 111% en 2020.

España se ha convertido en el tercer país del mundo en número de cerdos sacrificados, por detrás de China y EEUU. En cuanto a las cifras de producción de carne, es la segunda de la UE con números casi idénticos a los de Alemania. Pronto la superará. La producción de carne ha descendido en la UE un 5% en los últimos cinco años. En España ha aumentado un 15%.

Se ha producido “un notable descenso en el número total de granjas durante los últimos 13 años, centrado en las explotaciones de menor tamaño”, según el balance anual que realiza el Ministerio de Agricultura y Ganadería. Si han escuchado lacrimógenas declaraciones lamentando el daño que sufre el ganadero que saca cada día a diez cerdos a que estiren las patas en un típico caso de ganadería extensiva, tenga claro que el objetivo de la polémica es otro: el ataque o defensa de las fábricas de carne porcina, lo que se suele llamar macrogranjas.

Esas instalaciones tienen un impacto ambiental evidente. Han contribuido a que España vulnere las normas de la UE sobre emisiones de amoniaco. Han aumentado los niveles de contaminación del agua. Junto a los residuos de las explotaciones agrícolas, han puesto en peligro al 40% de los acuíferos. Han provocado que España importe millones de toneladas de soja al año para alimentar a los cerdos desde Latinoamérica, donde su cultivo masivo está agravando los problemas de desforestación. Han hecho que aumenten las emisiones de metano, un gas más peligroso que el CO2 para el cambio climático.

El 77,8% de las explotaciones de ganado porcino son intensivas en España (68.836). El porcentaje es aún mayor en comunidades como Aragón, Catalunya y Castilla y León. En realidad, sólo en Andalucía (6.816) y Extremadura (5.827) hay un alto número de explotaciones extensivas en el porcino, lo que podríamos llamar la ganadería tradicional.

El ministro de Consumo cargó directamente contra las grandes explotaciones en las declaraciones a The Guardian: “Es una carne de peor calidad, es un maltrato animal además lo que se produce y es un impacto ecológico descomunal y desproporcionado”. El lobby del cerdo lo descubrió unos días después y lo puso en circulación en forma de ataque a toda la ganadería.

No es una casualidad que el primer dirigente del PP que se unió a la operación fuera Alfonso Fernández Mañueco, que tiene elecciones en febrero en Castilla y León. Perfecto para que no se hable de su decisión de adelantar elecciones antes de que los casos de corrupción en los juzgados empiecen a hacer daño a su Gobierno. Nada mejor ante una campaña que buscar un muñeco al que atizar.

En algunos pueblos de su comunidad, se movilizan contra la expansión de las macrogranjas. “No queremos ser la pocilga de España”, dicen. Temen la contaminación de las aguas que usan para beber por los nitratos que provienen de los vertidos incontrolados, además de otros perjuicios. Es una España rural que no quiere que se llene de cerdos.

Tampoco es extraño que Javier Lambán, presidente aragonés, fuera el socialista más interesado en denunciar a Garzón hasta reclamar su cese sin pensar que esa decisión podría causar el fin del Gobierno y la convocatoria de elecciones anticipadas. Aragón es el paraíso de las macrogranjas. El desequilibrio allí es evidente: 4.505 explotaciones de ganadería intensiva y cinco de extensiva, según datos del Ministerio.

El presidente asturiano, el también socialista Adrián Barbón, marcó un punto de vista diferente: “El nuestro es un modelo de ganadería extensiva, sostenible, de calidad y que ha definido nuestro entorno ambiental”. También criticó a los diputados asturianos del PP que se apresuraron a cumplir con el argumentario del partido, porque “no conocen el modelo de ganadería que practicamos en Asturias y se limitan a decir y defender lo que les mandan desde Madrid”.

No se sabe de dónde llegaron las instrucciones para que el sindicato agrario UPA exigiera el cese de Garzón. Es lógico que estén preocupados por la imagen de los productos cárnicos españoles en el exterior, pero resulta que llegaron a pedir en 2018 a la Unión Europea que prohibiera las macrogranjas. Eso aún no se le ha escuchado a Garzón.

Los debates políticos en España son a veces mucho sobre lo que se puede o no decir, pero no siempre sobre lo que se debe hacer. La crítica más consistente a Garzón podría ser plantearle qué es lo que se debe hacer con la ganadería en términos de regulación. Si esas macrogranjas tienen efectos negativos, ¿deberían cambiarse las normas que se les aplican? ¿Hacerlas más restrictivas? Esa parte del debate nos la hemos perdido. Hubiera sido bueno escuchar al ministro del ramo, Luis Planas, explicar qué se está haciendo y qué se podría cambiar. No se le ha oído una palabra. Probablemente, estará en casa rojo de ira contando hasta mil y aún no ha terminado.

Sí hay una comunidad autónoma que tiene previsto hacer reformas. No es otra que la preside el propio Lambán. En julio, su Gobierno presentó en la Asamblea de Aragón un proyecto de ley sobre agricultura y ganadería que dice en su exposición de motivos: “Se observa una tendencia hacia explotaciones ganaderas cuyas dimensiones pueden poner en peligro tanto la sostenibilidad ambiental del territorio, como la sostenibilidad económica y social relacionada con el modelo que esta ley pretende impulsar”. Es una alerta que coincide con la manifestada por el ministro de Consumo en The Guardian.

Su consejero de Agricultura, Joaquín Olona, dijo que “es muy preocupante cómo en términos de producción y renta va perdiendo peso el modelo familiar frente al modelo corporativo”. Seguro que Alberto Garzón firmaría gustoso esas palabras. Mejor que no lo haga, no sea que Lambán termine votando contra su propio proyecto de ley.

Corrección: una versión anterior del artículo decía que en Aragón había 5.105 explotaciones intensivas de porcino en 2020. El número real es de 4.505.

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