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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Hernán Cortés, el héroe canalla

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Entre las polémicas más tediosas del lustro –en realidad, secular, como de plantilla–, figura como una de las señeras por derecho propio la pelea a última sangre entre imperiófobos e imperiófilos, o sea, entre alimentadores de la leyenda negra antiespañola y sus contrapartes, los nutricios de la leyenda blanca, o rosa, a elegir.

Éramos muchos, pero en 2019 parió la abuela, el expresidente de México Andrés Manuel López Obrador, “Cabecita de Algodón”, quien, tras reducir drásticamente los presupuestos destinados a los indígenas mexicas, y más aún los específicos de las mujeres, los compensó escribiendo al rey de España en demanda de una petición de perdón al rey de España. Éste, por lo no visto, juzgó procedente no dar siquiera acuse de recibo a la misiva del bisnieto de abuelos españoles, medio emigrantes, medio exiliados (el abuelo paterno decidió trasladarse a México en 1916 para evitar que sus hijos fueran carne de cañón de las guerras del Rif marroquí). En retaliación, la sucesora de López Obrador, Claudia Sheinbaum, hija de judíos búlgaros huidos de la barbarie nazi, no invitó a Felipe VI a su toma de posesión. ¿Para qué queríamos más? Imperiófobos e imperiófilos otra vez frente a frente.

Hernán Cortés fue “un santo”, dice en un YouTube un catedrático, ¡un historiador!, del que no guardé referencia (ya digo: por tedio). Qué va, mucho más, dicen los aguerridos jóvenes de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y de la opusina Universidad San Pablo, más conocida como Centro de Estudios Universitarios (CEU), que, con motivo del 12 de octubre, tiznaron las calles de varias ciudades– con carteles rojinegros falangistoides que nos retrotraen a la caspa de la oprobiosa (dictadura), la del “por el Imperio hacia Dios”, que rezan, nunca mejor dicho: “1492. Ni genocidas ni esclavistas. Fueron héroes y santos. 12-O. ¡Feliz día de la Hispanidad!”.

Otros con la materia gris justa difundieron en las redes sociales un montaje burdo de una lona colgada sobre la fachada del Palacio Real de Madrid con la leyenda “nada por lo que pedir perdón”. Desde la trinchera de enfrente, como es lógico, igual de lógico, exigen que una procesión de penitentes, encabezada por el rey, el cardenal primado (supongo) y demás altas autoridades del Estado pida perdón por los desmanes cometidos por descubridores y conquistadores del que se llamó Nuevo Mundo.

Veamos lo que dan de sí, encomendándonos a la sombra de lo que aconsejan algunos notables historiadores. “La Historia está siendo revisada o inventada hoy más que nunca por personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino sólo aquél que se acomoda a sus objetivos. La actual es la gran era de la mitología histórica”, dice el británico Eric Hobsbawm.

La historiadora canadiense Margaret MacMillan, añade: “Nuestra fe en la historia frecuentemente se extiende hasta el punto de querer enmendar el pasado mediante disculpas y compensación por acciones pasadas (...) nos ayuda a enfrentarnos a afirmaciones dogmáticas y a evitar generalizaciones”. Y el historiador español José Luis Ibáñez Salas, remacha: “Lo que hacemos los historiadores es producir un claro conocimiento hecho desde la perspectiva crítica de quien no pretende ejercer la opinión o la creencia de la víctima ni la defensa o la justificación del criminal” –(La Historia: el relato del pasado, 2020)–. “La Historia es un juez pero no juzga (...) El historiador, al igual que un juez, no puede ser objetivo pero sí imparcial, evitando las perspectivas unilaterales”.

Un héroe canalla, un santo de cartón-piedra

Del trío de la bencina heroica española, Don Quijote es una ficción y a Rodrigo Díaz de Vivar le falta poco –el mayor especialista en el Cantar del Mío Cid, don Ramón Menéndez Pidal, que asesoró históricamente el film El Cid (Anthony Mann, 1961), rechazó las críticas de sus coetáneos con ironía: “No se preocupen: si el Cid existió, ¿por qué no iba a ser así?”–, pues la sacralizada es su dimensión legendaria, no la del mercenario del rey musulmán de Zaragoza ni la del cruel empalador que fue.

Completa el trío español más popular en el mundo Hernán Cortés de Monroy Pizarro Altamirano (Medellín, Badajoz, 1485-Castilleja de la Cuesta, Sevilla, 1547). Bandera del españolismo para los martilladores de herejes, iluminadores de Trento, espadones de Roma y paisanos de san Ignacio, según la caricatura del casposo Menéndez y Pelayo, no hay imagen del héroe que no sea forillo pintado, falsedad. Fue un eficaz exterminador de indios (occidentales), pero también asesino de cristianos y de cristianizados. Sus virtudes: violador, torturador, ladrón, mentiroso y traidor. Él lo sabía. Por eso conquistó México: el fracaso suponía el patíbulo. Y Carlos V, su rey, también. Por eso tardó en concederle el marquesado del Valle de Oaxaca, lo sometió a juicios de residencia –auditorías civiles y procesos penales– y le negó el virreinato del México que había conquistado, la civilización que había destruido y cuyo oro cimentaba el Imperio.

Las trapacerías cimentaron su carrera, iniciada traicionando a su concuñado, Diego Velázquez, gobernador de Cuba, al huir hacia el norte con la flota de la expedición cuyo mando le había confiado y, cuando sospechó de él, del que lo había destituido. A partir de entonces, “la victoria o la muerte”, se ufanará ante el emperador Carlos, siglos antes de que el Che formulara el mismo sinsentido. Siendo más fácil lo segundo que lo primero, con expediciones del gobernador burlado tras él e innumerables fuerzas mexicas en su contra, en dos años venció a sus enemigos y triunfó.

Además de los centenares de miles de indios occidentales muertos en acciones de guerra, Cortés practicó matanzas masivas coercitivas y el asesinato político selectivo, justificados con mentiras: fueron ellos, o por heroísmos inexistentes: la destrucción de los “ídolos”. Pero el paso decisivo de Cortés en su turbia naturaleza es la muerte de su primera esposa, incluso más que el ajusticiamiento de cabecillas (y sólo a ellos) de rebeldías en su tropa, como la de Antonio de Villafaña, sicario de su cuñado.

Catalina Xuárez se planta en México tras la caída de Tenochtitlán y no haber recibido de su marido más que una carta en dos años: un lloroso Cortés le escribió tras la Noche Triste, cuando creía perdidas sus oportunidades–. El regazo en el que se refugia epistolarmente, le sobra en tiempos de victoria: su actividad sexual es frenética; su relación con la azteca Malinche, cristianizada como doña Marina, muy estrecha y ya ha violado y embarazado a la princesa Tecuichpo, Isabel de Moctezuma, hija preferida del tlatoani (el que habla porque sabe, en náhuatl) azteca y testigo del frío y cruel asesinato de su padre por Cortés y sus capitanes.

El 1 de noviembre de 1522, tras una agria discusión pública durante una cena, en la que reprocha a su esposa no haber aportado nada al matrimonio y ser suyas las riquezas, la ofendida dama se retira; al poco, lo hace Cortés y a medianoche despierta a la casa gritando que su mujer está mala. Y tanto: cadáver que se apresuran a lavar, amortajar, meter en un ataúd y clavar la tapa. Capellán y médicos firman que ha muerto de asma y de mal de madre (una disfunción de la matriz), pero sus damas y criados hablan de cardenales en la garganta, cabello revuelto y la cama orinada, de terror. El cura le dice que la ciudad no duda que ha asesinado a su mujer, que muestre el cadáver; el héroe apela a su honor y se niega. Los testigos inventarán un sonambulismo agresivo cuando lo sometan a juicio: en 1529; suspendido, se reabrió en 1534; se suspendió y reinició en 1535 y nunca emitió veredicto: no se quisieron juzgar sus andanzas, ¿por orden del emperador?

Cortés ve en el asesinato una solución rápida de problemas, un instrumento de gobierno y de conducta personal. Cuando el Consejo de Indias envía a Francisco de Garay como gobernador, le “dio guerra” primero; lo albergó en su palacio como invitado y, a los días, murió de “mal de costado”. ¿El del rejalgar, mineral con sales sulfurosas de arsénico, veneno al que se aficionaron los poderosos del XVI?

Después, Luis Ponce de León, que llega a México como gobernador y para abrirle juicio de residencia, y, a continuación, el juez sustituto: Marcos de Aguilar. Finalmente, el asesinato más infame, si es que alguno fue menos: el de Cuauhtémoc, último tlatoani de los mexicas, prisionero de lujo desde la caída de Technotitlán (1521). Cuando Cortés va en 1524 a las Hibueras, actual Honduras, a combatir al traidor Cristóbal de Olid, se lo lleva “para que no subleve a los derrotados” y, ya en la selva, lo ahorca “para que no subleve a los indios a su paso”. Encomienda a fray Juan de Tecto, pariente lejano de Carlos I, que lo confiese y obtenga el paradero del perdido tesoro de Moctezuma y al negarse a revelar el secreto de confesión, sigue en la soga al emperador azteca.

Y aunque vuelve a España para acompañar con sus tropas a Carlos I en la Expedición a Argel (1541), la frialdad y distanciamiento del emperador contrastan con el fervor popular.

Naturalmente, Cortés tampoco quemó sus naves: ésa fue otra de sus exitosas mentiras: las barrenó para que no pudieran echarse a la mar, pero para aprovechar sus aparejos en caso de necesitarlos –lo hizo para el asedio de Tenochtitlán–.

Santos tintos en sangre

No sé si es esta clase de santidad a la que aspira la alegre muchachada de la ACdP. Es posible: heredera de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), fundada en 1910 por el jesuita Ángel Ayala, que conspiró contra la II República y que tan señalados servicios hizo a los golpistas del 18 de julio y a la dictadura franquista, uno de sus máximos representantes, va “camino de los altares”, según la ACdP: Fernando Martín-Sánchez Juliá, presidente de la ACNP de 1935 a 1953, fue fundador del CEU, procurador en las Cortes franquistas entre 1958 y 1970 y abanderado de la demonización e ilegalización de la Institución Libre de Enseñanza, que calificaba de “diabólica conjura” con la masonería.

De modo que, ¿por qué no van a alcanzar la santidad los que no fueron “ni genocidas ni esclavistas” sino mozos díscolos? Un ejemplo de sus santos méritos nos lo proporciona fray Bartolomé de Las Casas: 

“El día que los españoles llegaron al pueblo [Caonao, Cuba], en la mañana parándose a almorzar en un arroyo seco, aunque algunos charquillos tenía de agua, el cual estaba lleno de piedras amoladeras, y antójaseles a todos de afilar en ellas sus espadas. Al llegar a la aldea después de ese almuerzo campestre, a los españoles se les ocurre una nueva idea: comprobar si las espadas están tan afiladas como parece. Súbitamente sacó un español su espada, en quien se creyó que se le revistió el diablo, y luego todos ciento sus espadas, y comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aquellas ovejas y corderos, hombres y mujeres, niños y viejos, que estaban sentados, descuidados, mirando las yeguas y los españoles, pasmados, y dentro de dos credos no queda hombre vivo de todos cuantos allí estaban. Entran en la gran casa, que junto estaba, porque a la puerta de ella esto pasaba, y comienzan lo mismo a matar a cuchilladas y estocadas cuantos allí hallaron, que iba el arroyo de la sangre como si hubieran muerto muchas vacas. Ver las heridas que muchos tenían de los muertos, y otros que aún no habían expirado, fue una cosa de grima y espanto, que como el diablo, que los guiaba, les deparó aquellas piedras de amolar, en que afilaron las espadas aquel día de mañana en el arroyo donde almorzaron, dondequiera que daban el golpe, en aquellos cuerpos desnudos, en cueros y delicados, abrían por medio todo el hombre de una cuchillada” (Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 1552).

Relato del que hay que descontar la tendencia a la exageración de De las Casas, que incluso el mesurado don Ramón Menéndez Pidal tilda de propia de los “caracteres patológicos” de su mente. Sobre este episodio transcrito, dice: “En su Historia de las Indias cuenta que unos indios de Cuba, en Caonao, salen a recibir a unos cien españoles, obsequiándolos con una buena comida, pero súbitamente 'se les revistió el Diablo' a los españoles, y mataron 2.000 indios, dicen que porque vieron en los obsequiosos indígenas señales de traición. Al repetir Las Casas este relato en la Destruición, los indios muertos son 3.000 y se prescinde de toda motivación razonable, dejando sólo el placer diabólico de la crueldad. No puede repetir su propio exagerado relato, sin exagerarlo más”.

Sin embargo, otras matanzas históricas –las de Jaragua (La Española, 1503), donde fue asesinada la cacica taína Anacaona, protegida de la reina Isabel, Caonao (Cuba, 1513), Cholula (Tlaxcala, 1519)..., entre tantas– confirman la barbarie. El conquistador Bernardino Vázquez de Tapia, oficial de las huestes de Cortés y luego alcalde de México-Tenochtitlan, relata la orgía de seis horas en las que dieron muerte a más de cinco mil cholultecas, en su mayoría civiles indefensos, sin que pesen sobre este cronista sospechas de desórdenes mentales.

“Se acata, pero no se cumple”

No puede hablarse científicamente de genocidio, pues no existieron voluntad ni directrices de la Corona para destruir deliberada y sistemáticamente a los pueblos indígenas; todo lo contrario: las disposiciones reales, desde la de la Católica hasta las del último de los Austrias, Carlos II, fueron integradoras: el indio occidental es tan súbdito de la Corona e igual que el nacido en la Península –la Constitución de 1812 lo resume: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”–. Y así lo ordenaban las autoridades del reino de Castilla y León: en marzo de 1503, el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, responsable de las armadas de Indias, proveyó a Nicolás de Ovando, virrey y gobernador interino de las Indias mientras se dirimían los derechos de Colón y su hijo, en la que le indicaba expresamente “vigilar que los españoles respetasen a las mujeres indias”, que no dispusieran de las mujeres e hijas de los indios y quienes lo hubieran hecho habrían de restituir el mal hecho, casándose con la india si ella quisiera, además de fomentar los matrimonios por la Iglesia y promover los mixtos, también entre españolas e indios.

Pero, cantará Manuel José Quintana (Madrid 1772-1857) en su  poema A la expedición española. Para propagar la vacuna [de la viruela] en América bajo la dirección de don Francisco Balmis“:

El rigor de mis duros vencedores,

su atroz codicia, su inclemente saña

crimen[es] fueron del tiempo, y no de España.

Es decir, los conquistadores sobre el terreno recibían las estrictas órdenes reales –cuya desobediencia incluían desde cuantiosas multas a la pena de muerte– con el cínico “se acatan, pero no se cumplen”, por lo que los efectos fueron parecidos a los del genocidio; sin duda, puede hablarse de etnocidio, pues hubo voluntad y directrices de exterminar cultura y modelos vitales de los pueblos indígenas.

Hubo, es indiscutible, un colapso demográfico de la población, pero el factor guerrero no fue el principal sino las “pestilencias y enfermedades”: viruela, tifus, gripe, difteria, sarampión, epidemias que, con la sífilis y otras enfermedades, se repetían con ciclos insuficientes para que la demografía se recuperase de las mortandades que causaba la anterior y que conllevaban depauperación, hambrunas y numerosas muertes colaterales y que mantuvieron su morbilidad hasta la segunda mitad del XVII.

Así lo señalaron los propios dirigentes indígenas en la Instrucción y memoria de las relaciones que se han de hacer para la descripción de las indias, que Felipe II ordenó confeccionar a las autoridades del Nuevo Mundo: un relato de geografía humana de los nuevos reinos –corpus conocido como Relaciones Geográficas (1577)–, acompañado de mapas y pinturas –detalle que adelanta el periodismo gráfico en algunos siglos–, siguiendo las Relaciones Topográficas de los pueblos de España, hechas de orden de Felipe II (1574-78), proyecto iniciado por el emperador Carlos para conocer la verdadera dimensión del imperio hispánico. El americanista Robert McCaa, profesor de la Universidad de Minnesota, sostiene que “el rol de las enfermedades no puede ser entendido sin tener en cuenta el cruel tratamiento a que se sometió a la masa de la población nativa (migración forzada, esclavitud, demandas laborales abusivas y tributos exorbitantes) y la devastación ecológica que acompañó la colonización española”, hasta el punto que a finales del siglo XVI se había generalizado, además de la huida de las encomiendas esclavizantes para acogerse en otros lugares al sistema del concertaje que establecían las órdenes reales, que coadyuvó a otro de los agentes del genocidio: los efectos psicológicos, que llegaron a extremos escalofriantes: no sólo el suicidio, incluso a veces en masa, en el caso de los mineros, sino el infanticidio y las prácticas abortivas para privar a los invasores de fuerza de trabajo de reemplazo.

No cabe duda de que los menos interesados en la exterminación de los indígenas, mano de obra esclava o muy barata, eran los conquistadores, argumento ad captandum vulgus de los exculpatorios, que, obvio, no niega la mayor: la exterminación. No son los tres millones de indios muertos en La Española que acusa De las Casas, exageración caricaturesca que revela la verdad de fondo de su diatriba: en los siete años de miserable gobernación de Ovando en las Indias murió el 85% de los 400.000 indios que se calcula que la habitaban a la llegada de Colón; el censo de indios de 1508 sólo puede contar 60.000.

A falta de datos definitivos, tarea ciclópea que quizá se complete con el fin de los tiempos, pues falta establecer sin duda el dato fundamental: la población indígena antes de la llegada de los diversos colonizadores europeos, los historiadores aceptan –con matizaciones y reparos a las extrapolaciones a partir del número de tributarios– un descenso desde unos 65 millones de indígenas en 1492 y en el área de conquista española –de unos 80 en todo el continente– a cinco millones en 1650. En todo caso, un desastre del que a menudo se olvida una secuela, enfatizada irónicamente la palabra: la muerte de diez a quince millones –estamos en el mismo problema de cuantificación– de personas esclavizadas de raza negra, importadas para trabajar especialmente en las mitas, nombre con que se designaban en la América hispana los repartimientos mineros y los de las obras públicas.

Como ejemplo de las dificultades cuantitativas, el minucioso estudio del citado profesor Robert McCaa de los materiales referidos a los aztecas para concluir, provisionalmente, que “la población nativa declinó al menos en un 50% a lo largo del siglo XVI, sin duda una catástrofe demográfica cualquiera sea el porcentaje exacto”.

Las cifras para la población total de 'México' al momento del contacto varían desde 4,5 millones (Rosenblat, Aguirre Beltrán) hasta 30 millones (Cook y Borah). Este enorme rango refleja la escasez de datos, pero también un desacuerdo fundamental sobre cómo deben ser interpretados los pocos datos disponibles.

La victoria militar de los conquistadores no hubiera sido posible sin la alianza de los pueblos mesoamericanos sojuzgados por los aztecas y quizá no hubiera podido mantenerse sin el colapso de la población indígena.

Lo demás, el haber, los argumentos archiconocidos: el mestizaje, las fundaciones, que el oro que salió de América sólo fue el quinto real –los impuestos– y el resto invertido en aquella España, etcétera, incluso las excusas que el entonces rey Juan Carlos I presentó en 1990 a los indígenas mesoamericanos representados por siete etnias del estado de Oaxaca: “La Corona de España procuró desde el mismo momento del Descubrimiento del Nuevo Mundo la defensa de la dignidad del indígena (...) a menudo, lamentablemente desoída por ambiciosos encomenderos y venales funcionarios que, por la fuerza, impusieron su sinrazón”.

En fin, una realidad: en cuanto a la leyenda negra contra España, lo mejor, como contra toda leyenda negra, sería no hacerla para no tener que pagarla. Sin olvidar lo que de blanco o rosa tiene la leyenda, como en el pasaje en que Inca Garcilaso de la Vega (Historia general del Perú, 1617) narra cómo los españoles enseñan a los agricultores americanos a arar la tierra con bueyes y arado romano, ante el regocijo de aquéllos y el asombro de éstos.

Y una paradoja, a la que es tan aficionada la historia: el nuevo comandante de la Guardia Nacional nombrado por la presidenta Claudia Sheinbaum se llama general Hernán Cortés Hernández.