ENTREVISTA Magistrado y autor del libro 'Jaque a la democracia'

Joaquim Bosch: “Los jueces somos un poder del Estado y debemos ser supervisados, cuestionados y criticados”

Elena Herrera

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Joaquim Bosch (Cullera, Valencia, 1965) es juez desde hace casi dos décadas. La suya es una “Justicia de trinchera”, alejada de los casos mediáticos y de una cúpula que, denuncia, es en ocasiones demasiado permeable a las “injerencias partidistas”. Se muestra crítico con el excesivo “corporativismo” de sus colegas de profesión y afirma que los jueces son un poder del Estado y deben ser “supervisados, cuestionados y criticados”, aunque eso es algo que “no siempre está asumido en la judicatura”. 

Además de titular de un juzgado de Instrucción en Moncada, Bosch colabora de forma habitual con publicaciones jurídicas y medios de comunicación. Acaba de publicar el libro 'Jaque a la democracia. España ante la amenaza de la deriva autoritaria mundial' (Ariel), donde alerta de los “retrocesos democráticos” que se pueden producir en España y pone encima de la mesa varias propuestas para reforzar las instituciones. Entre ellas, medidas para reforzar la independencia del Poder Judicial, pero también para luchar contra la “desinformación”, que considera “uno de los problemas más graves de nuestra democracia”. 

La ultraderecha ganó este domingo las elecciones en Austria y la extrema derecha ya es mayoritaria en Alemania oriental por primera vez desde la II Guerra Mundial. ¿A qué se debe este auge ultraconservador? 

El resultado de Austria confirma todos los datos de transformaciones relevantes que se están produciendo a nivel mundial y que pueden llevar a democracias de tipo autoritario. El punto de partida son la revolución digital y las transformaciones económicas que se desarrollaron a partir de la llegada del siglo XXI, que provocaron cambios en el mundo financiero y en el mercado de trabajo. Además, la Gran Recesión de 2007 provocó desigualdades sociales y un descontento muy notable con las instituciones democráticas, así como un comprensible miedo al futuro en amplios sectores de la población. 

Esos cambios tecnológicos facilitaron un incremento de la movilidad en forma de migraciones que no fue bien recibido por las sociedades de acogida ante la falta de medidas de integración y las dificultades económicas. Todo ello, mientras las nuevas tecnologías modificaban el debate público, rompiendo la hegemonía de unos partidos tradicionales que estaban ya muy desgastados y con unos algoritmos que favorecen los discursos ultraconservadores. 

En su libro afirma que nos hemos acostumbrado a que la democracia pluralista sea el sistema democrático vigente, pero hemos olvidado que no siempre fue así. ¿Cree que existen riesgos potenciales de que en el futuro se puedan producir en España retrocesos democráticos como ya ha ocurrido en países como Hungría?

Los grandes expertos en la materia —como [Steven] Levitsky o [Daniel] Ziblatt— nos dicen que las involuciones autoritarias ahora se producen desde dentro, no a través de tanques y de ejércitos sino de modificaciones del sistema democrático que pueden hacerlo irreconocible. En España no creo que haya riesgo de una dictadura al estilo de un golpe militar, pero hay indicadores de riesgo que no deberíamos minimizar. 

¿Cuáles son esos indicadores?

Todos los estudios internacionales nos indican que somos la democracia occidental con mayor porcentaje de rechazo de la democracia como sistema político. Eso es una herencia del franquismo y de algunas condiciones de la Transición. No hay una identificación absoluta de toda la sociedad con la democracia, como puede haber en democracias más avanzadas. Hay varias señales de alarma, como los discursos constantes de negación de la legitimidad del Gobierno y del Parlamento, la petición de ilegalizar a otros partidos o la discriminación de las minorías. 

Pero creo que esas señales de alarma no son absolutamente determinantes. No es lo mismo la extrema derecha de Dinamarca que la de Hungría, por ejemplo. En una democracia liberal cabe una extrema derecha que pueda ser muy crítica con la inmigración o no apostar abiertamente por la igualdad de género, pero que se mantenga dentro de los márgenes de la democracia liberal. Al menos hasta ahora, Vox ha aplicado su programa, pero no ha forzado las estructuras del Estado de Derecho ni ha apoyado actuaciones violentas. Hay signos de peligro, pero todo dependerá de la evolución de la extrema derecha en España y del panorama internacional.

En su libro apunta también a la responsabilidad de la derecha tradicional. 

En la reflexión sobre el futuro de la democracia es fundamental el enfoque de la derecha convencional porque hay dos posibilidades en la quiebra de los principios democráticos: el ascenso de la extrema derecha o la mutación de la derecha convencional, que me parece más peligrosa y es algo de lo que sí veo riesgo en España. No tenemos nada más que ver el giro en aspectos xenófobos del Partido Popular y de Junts bajo la presión de Vox y de Alianza Catalana. Podría bastar un cambio de liderazgo en la derecha convencional española para ir a fórmulas que pudieran llevar a concepciones de democracia autoritaria, tal y como ha pasado en Israel, Hungría o Estados Unidos. 

Siguiendo con la responsabilidad de la derecha clásica… Hemos visto que en ocasiones incluso ha copiado las estrategias de la extrema derecha. ¿En qué aspectos o discursos cree que han influido más partidos como Vox e incluso Alvise sobre el PP? 

La cuestión de la xenofobia es muy importante porque puede suponer rupturas importantes de la convivencia. Vivimos en una sociedad multicultural y eso no tiene vuelta atrás. Y esto es algo que se puede gestionar desde la convivencia constructiva y la integración o desde los discursos de confrontación, la propagación de discursos de odio y la difusión masiva de bulos como vincular a los extranjeros con la delincuencia cuando los datos oficiales nos dicen que el 98% de los extranjeros no cometen delitos. Esto lo subrayo porque una cosa es que ese discurso lo enarbolen sectores minoritarios, pero otra que sea asumido por un partido que puede tener la responsabilidad de gobernar. 

La extrema derecha también ha influido en la derecha convencional en unos planteamientos de orden público más rígidos en materia de endurecimiento del Código Penal y de renuncia de perspectivas sociales para resolver los problemas de marginalidad. La presión ideológica de la extrema derecha en la derecha convencional ha provocado lo que se llama polarización afectiva, en el sentido de que el discurso democracia cristiana, que era el que históricamente había utilizado PP, puede estar basculando hacia posiciones de derecha más dura.

Antes aludía a cómo afecta la difusión de bulos a la expansión de este tipo de discursos xenófobos. ¿La desinformación puede llegar a ser un problema grave para el sistema democrático? 

La desinformación es uno de los problemas más graves de nuestra democracia porque vulnera el derecho constitucional de la ciudadanía a recibir información veraz y, al mismo tiempo, favorece los discursos de odio en situaciones de conflicto que pueden acabar en auténticas tragedias humanas. Lo vimos en Reino Unido y podía haber pasado perfectamente en España con lo que ocurrió recientemente en Mocejón

Las redes sociales han contribuido a una mayor libertad de información y de expresión, pero también han favorecido las mentiras tóxicas que se propagan masivamente y mediante formatos que no facilitan un diálogo constructivo. Además, sus algoritmos estimulan la propagación masiva de postulados de la ultraderecha porque están basados en reacciones de tipo emocional o generadoras de conflicto. Incluso propietarios de algunas de estas plataformas, como Elon Musk, están alineados indisimuladamente con los postulados de la extrema derecha.

¿Cómo se debería actuar desde las autoridades contra la desinformación y los difusores de bulos? 

Como jurista lo que más me preocupa es que se vulneren derechos fundamentales. Y por eso creo que se debería regular un nuevo procedimiento contra la desinformación bajo control judicial, pues es peligroso que algo así pudiera estar gestionado por el poder político por los riesgos de que pudiera ser usado para perseguir la disidencia. Pero sí que se puede regular un nuevo procedimiento judicial que sustituya al antiguo derecho de rectificación —que ha quedado desfasado— y que pueda declarar cuando se producen actos intencionados de desinformación, incluso con un catálogo de sanciones. 

Esos bulos, como comenta, se difunden en plataformas que incentivan su difusión. Pero también hay medios que ejercen de altavoz. ¿Qué le parece medidas como el registro para conocer la propiedad de los medios que anunció el Gobierno hace unas semanas? ¿Será útil para detener la difusión de bulos?

Es una medida necesaria, entre otras. Los medios todavía tienen bastante credibilidad. Y, sin embargo, hay poca formación crítica para saber discriminar cuáles mienten y cuáles generan credibilidad o confianza. Las medidas de transparencia son importantes. Hay que conocer quiénes son sus propietarios y, muy especialmente, cómo están financiados, porque el origen del dinero que reciben puede dar pistas sobre cuáles son sus intenciones. Además, creo que los medios que tengan resoluciones judiciales que declaren que se dedican a difundir desinformación no pueden recibir subvenciones públicas. Es un contrasentido que los ciudadanos sufraguen contenidos que vulneran su derecho a recibir información veraz.

En su libro afirma que una de las “falsedades estelares” en España en los últimos años es la de la ocupación, con la transmisión de la idea de que hay centenares de delincuentes que ocupan a diario viviendas habituales. Usted trabaja en un juzgado. ¿Son de verdad habituales los datos de ocupación de viviendas familiares? 

En veinte años como juez de instrucción no he tenido ni un solo caso de una persona a la que hayan ocupado su vivienda habitual. Estas cosas las comentamos los jueces en nuestros foros y todos sabemos que es una leyenda urbana o incluso un bulo malintencionado para generar inseguridad. Entrar a una vivienda habitada es un delito de allanamiento de morada y el desalojo es inmediato. 

En cambio, sí que existe, en unos niveles más relevantes, la ocupación de inmuebles vacíos, que en un 90% son propiedad de los bancos u otras entidades. Eso es un delito leve en el Código Penal. Y aunque es un problema jurídico que debe resolverse, no es el principal problema de este país. En los juzgados resolvemos asesinatos, casos de violencia machista o de padres que no pagan la pensión… no todo tiene la misma prioridad. Pero, sin duda ninguna, los jueces acabamos desalojando a los ocupantes. 

Hablemos ahora sobre las debilidades del sistema institucional. En su libro recoge un dato muy llamativo: más de la mitad (56%) de los españoles considera que la independencia de sus tribunales es muy mala o bastante mala por las presiones partidistas. Usted es juez. ¿Existen esas presiones? 

Tenemos un sistema que permite fuertes injerencias partidistas, especialmente en la cúpula judicial. Eso se traslada por los medios y es lo que hace que la ciudadanía tenga esa percepción. Esto es problemático porque la cúpula judicial tiene funciones de supervisión de los tribunales inferiores y todo poder sin límites tiene tendencia a la corrupción y al abuso. Por decirlo más claramente, se pueden estimular casos de lawfare si el juez que actúa abusivamente cree que desde arriba nadie lo va a cuestionar. 

¿Una vía para remediar eso es objetivar los nombramientos en las cúpula judicial? 

Sí, la vía va por ahí. En Francia, Alemania, Italia o Dinamarca —que son países que conozco bien— no se dan estos debates tan intensos sobre lo que ocurre con los tribunales o con la cúpula judicial. No he visto que en esos países la cúpula judicial esté diez años para renovarse. Si esto no pasa allá y pasa aquí será porque la regulación de España no es la misma que la de otros países. 

La solución está en dos niveles. Por un lado, con que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se configure sin injerencias partidistas. Y, por otro, con baremos objetivos para configurar los altos tribunales, que es una carencia que nos reprochan continuamente los organismos europeos. Respecto a la conformación del CGPJ hay dos posibilidades: seguir el sistema mixto de los países europeos, donde una mitad se configura por los parlamentos y la otra por los jueces; u optar por una elección parlamentaria de verdad, transparente, abierta a los medios de comunicación y que impida trasladar al CGPJ a comisarios de los partidos. 

¿Es partidario de mantener los aforamientos? En su libro, vincula esta figura con las “feroces batallas” de los partidos por la supremacía en el CGPJ. 

La figura del aforamiento se debería reformular de manera drástica. Lo que ocurre en España no tiene equivalente en ningún país democrático. Lo habitual es que esté aforado el presidente del Gobierno y, como máximo, los ministros. En nuestro país hay tribunales especiales para políticos y esto casa mal con el principio de igualdad. A los políticos los tiene que juzgar el tribunal que le corresponda, igual que a cualquier otro ciudadano. Las batallas por el control de la cúpula judicial vienen por ahí porque el CGPJ configura los tribunales que juzgan a los políticos. Si se acabara con esto, se acabaría la mayor parte de las pugnas para controlar la cúpula judicial.

Otra parte del libro va dedicada al lawfare. Muchos de sus compañeros niegan incluso su existencia. ¿Cómo lo ve usted? ¿Existen esos abusos en la práctica judicial? 

En España ha existido lawfare con casos sentenciados. Un caso claro es la condena al juez Salvador Alba por intentar perjudicar la actividad política de Victoria Rosell. La mejor manera de saber si hay una actuación dolosa en la actividad judicial es que exista una clara apariencia de imparcialidad en los altos tribunales, que son los que juzgan los casos más relevantes. Es muy importante que estén configurados con criterios objetivos de mérito y capacidad y no de forma discrecional. La mejor receta contra el lawfare es que haya fuertes elementos de imparcialidad en la configuración de los altos tribunales.

¿Cómo se debería actuar cuando se dan esos abusos en la práctica judicial?

Hay dos situaciones muy distintas en las que una actuación judicial puede ser cuestionable. Puede haber una interpretación incorrecta del ordenamiento jurídico y ahí la regla general son los recursos. Es habitual que todos los días se revoquen miles de resoluciones en España y eso no implica —incluso en los casos de tipo político— que sean casos de lawfare en los que haya una actuación judicial para interferir en la actividad política. No necesariamente una actuación incorrecta tiene que estar derivada del lawfare. Pero hay otros casos en los que sí hay una actuación de tipo doloso para perjudicar a unos protagonistas políticos o para beneficiar a otros. Y para ello la vía debe ser el proceso penal a través de acciones judiciales por prevaricación. Para esto es importante que quienes supervisan estas actuaciones estén configurados en órganos imparciales. 

En todo caso, querría remarcar que el lawfare no debe traducirse del original inglés como guerra de los jueces. El lawfare es la guerra legal o jurídica que supone trasladar las batallas políticas al escenario de los tribunales. A veces hay acciones judiciales que están planteadas de una manera que necesariamente tienen que abrir un proceso judicial. Y eso no significa que el juez actúe dolosamente, sino que el lawfare es practicado por partidos para amplificar sus acciones políticas. 

El PSOE y Junts pactaron un documento en el que se hacía una referencia un tanto ambigua al concepto de lawfare. La reacción de todas las asociaciones de jueces fue contundente y unánime e incluso hubo manifestaciones de jueces delante de las sedes judiciales. ¿No contribuye ese corporativismo a extender la idea de casta?

Que hubiera manifestaciones de jueces ante las puertas de los juzgados forma parte de la libertad de expresión y del derecho de manifestación. Pero esos jueces también deben aceptar ser criticados por la ciudadanía y por los medios de comunicación. Y eso es algo que no siempre está asumido en la judicatura y que me parece muy cuestionable. Hay posiciones corporativistas en la judicatura que sí que creen que los jueces son figuras absolutamente intocables. Los jueces somos un poder del Estado y debemos ser supervisados, cuestionados y criticados. 

Por otro lado, las reacciones a ese acuerdo se debieron a un apartado que tenía ambigüedades y que hablaba que desde comisiones parlamentarias de investigación se pudiera sancionar a los jueces. Se tocaban espacios sensibles de equilibrio entre la separación de poderes que era incuestionable y que posteriormente fueron aclarados o rectificados. Y, de hecho, no se han creado comisiones de investigación para poder sancionar a jueces.