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El dinero o las banderas

A menudo las semanas vienen vacías, como si fueran legislaturas catalanas, aunque luego sin querer se pongan a contrariar a la historia y sus costumbres. Esta iba a ser una de esas semanas sin más, acaso con el adelanto andaluz y el típico anuncio político frente a un puticlub, pero casi al final de los días ha dispuesto un orden extraño de las cosas: la izquierda española ha alcanzado un acuerdo y la derecha se ha fragmentado, por usar la expresión de José María Aznar.

La novedad es doble, porque PSOE y Unidos Podemos no pactaron sólo un intento de presupuestos, sino que empujaron el debate público hacia un eje ideológico que distingue entre izquierda y derecha, no entre patriotas buenos o malos, que es por donde crece Ciudadanos. El PP, que tiene su particular análisis de la situación, se ha puesto a colgar banderas en los balcones. “Compartimos con VOX una idea de España”, llegó a decir el secretario general, Teodoro García.

En los meses últimos, varios diputados han paseado por el Congreso un libro de Mark Lilla -'El regreso liberal', se llama- que resume la historia reciente de los Estados Unidos en dos etapas: la dispensación Roosevelt y la dispensación Reagan. En la primera prevaleció la sociedad y el nosotros; en la segunda, el individuo y el yo. Si simplificáramos mucho, podría decirse de la España democrática que ha tenido dos “dispensaciones”, una asociada al primer Felipe González en la que se construyó el estado social y otra identitaria que empezó con Aznar y, Zapatero mediante, desembocó en el procés.

La izquierda, desdibujada en Europa, trata de situar de nuevo el debate en el terreno que le es más propicio en las urnas. Lo intenta singularmente Podemos, desvaído en las encuestas. Cuanto más avance social trate de exhibir la izquierda, por más identidad pugnará la derecha. A lo mejor la nueva transición era eso, la pelea entre lo ideológico y lo identitario.

El solapamiento de campañas que prepara el curso ayudará a que se dibujen los ejes. Al cabo, las campañas sirven para extremar las posiciones de cada uno -“céntrese”, reclamó con intención Pedro Sánchez a Pablo Casado- y por algo los discursos se han empezado a agriar en el Congreso, donde se practica una crispación con sonrisas. Tendrían que verlos en sus escaños: se acusan de lo peor y después ríen como niños o buscan con sus ojos vivos la complicidad del compañero, en una especie de 'mira lo que le he dicho, mira qué bien he estado'. Ellos solos se jalean entre sonrisas filosas y cómplices, creyendo que pueden sonreír como lo hacía Cristóbal Montoro. Se quedan en eso, en copias espantosas.

La fragmentación de la derecha definirá el escenario aunque sea menos de lo que pueda hacerlo la fragmentación independentista, incapaz ya de disimular que se tienen en un alambre. Puigdemont aprieta mientras Esquerra va culminando el tránsito de las 155 monedas de plata hasta el pragmatismo del pájaro en mano. Los comunes, sin rumbo claro, tratan de apuntalar ese giro, pero el debate es ese, por ver qué dispensación se impone: ideología o identidad, propuesta de presupuestos a la izquierda o tomar los balcones con banderas.

En ese momento andamos, el momento que el CIS medirá ahora mes a mes y que confirma que España es, en fin, una rareza en Europa: un presidente socialdemócrata, una minoría en precario, crisis territorial, ultras sin representación...

En un contexto así, la revitalización de la discusión entre izquierda y derecha se presenta, aunque sorprenda, como el mejor remedio contra la extrema derecha. Sólo las políticas contra la desigualdad y el debate sobre su alcance y su solvencia -al Gobierno le toca precisar mejor de dónde ingresará el dinero para las cuentas que proyecta- espantará los argumentos que alimentan la xenofobia. Sólo los hechos, si los hay, combaten la palabrería. En Bruselas, donde las semanas parecen anodinas y burócratas, quizá lo tengan en cuenta ahora que la Italia de Salvini ofrece un desafío. Esos días vacíos en los que nada pasa a la larga resultan de los más trascendentes.