Ante la mirada atenta de los Reyes Católicos que presiden el hemiciclo del Congreso –y que, como son estatuas, no podían intervenir en el pleno–, los representantes de la soberanía nacional adaptaron su funcionamiento a la Constitución de 1978. Votaron la toma en consideración de la reforma del reglamento que dará cobertura legal al uso del euskera, catalán y gallego en la Cámara Baja y que se aprobará este jueves.
Un momento histórico para sus promotores, y un motivo de vergüenza para los detractores, que no llegaron a explicar exactamente por qué no se debería permitir hablar en otra lengua que no sea el castellano, también llamado español. No quedó claro en qué sale perdiendo España.
Siempre ha sido un asunto complicado. Esos tres idiomas son oficiales, junto al castellano, en sus comunidades y un elemento esencial de su identidad nacional. La Constitución da primacía al castellano en la medida que dice que todos los españoles están obligados a conocerlo. El discurso oficial de la España que recuperó la democracia en 1977 siempre ha dicho que la autonomía concedida a las regiones es la mayor de Europa, algo entre discutible y falso, ya que España no es un Estado federal. El Parlamento vivía a espaldas de esa realidad multicultural, a diferencia de países como Suiza, Bélgica y Canadá.
En el Congreso sólo se hablaba en español en la tribuna. Si alguien no lo hacía, le llamaban al orden con el aviso de que le podían expulsar ese día del escaño. Ahora ya no habrá una lengua de primera y lenguas de segunda.
Cuando el socialista José Ramón Gómez Besteiro comenzó a hablar en gallego, se rompió el veto. Los diputados de Vox estaban esperando el momento para abandonar el hemiciclo. La performance –en su caso, nada vanguardista– incluía depositar los aparatos de traducción simultánea en el escaño de Pedro Sánchez, ausente al encontrarse en Nueva York.
“Nosotros no vamos a formar parte de este sainete separatista”, dijo la portavoz de Vox, Pepa Rodríguez de Millán. “Pueden ahorrarse nuestros traductores y nuestros pinganillos”. Para ese partido, todo lo que no sea hablar en castellano en el Parlamento es una traición a su arcaica idea de patria que sólo acepta el centralismo más absoluto.
Joseba Agirretxea, del PNV, los definió así después: “Los que se han marchado son los que antes nos echaban de clase y nos insultaban por hablar en euskera”. Hablaba en términos simbólicos recordando la represión cultural impuesta por el franquismo.
En la dictadura, ni los muertos se salvaron. El Gobierno Civil de Vizcaya ordenó en 1949 que se retiraran las inscripciones en euskera de las tumbas del cementerio de Gernika. Las lápidas se taparon con cemento fresco. Antes, en 1937, la comandancia militar de San Sebastián publicó que “se denunciará a todo aquel que infrinja lo dispuesto sobre la prohibición de hablar idiomas y dialectos diferentes del castellano”.
Ya avanzado el debate, un grupo numeroso de representantes de Vox había vuelto al hemiciclo, pero descubrieron que Borja Sémper, del PP, estaba hablando en euskera (luego traducía al castellano lo que había dicho). Ante tamaña provocación, volvieron a abandonarlo entre risas y comentarios en voz alta. Si repiten su actuación en el resto de la legislatura, van a estar entrando y saliendo del hemiciclo constantemente.
A Cayetana Álvarez de Toledo, no le debió de hacer mucha gracia lo de Sémper hablando en euskera. Al menos, no le aplaudió en ninguna de las dos intervenciones del portavoz nacional del PP.
Los partidarios de la reforma afirmaron que se trata de poner fin a “una anomalía histórica”, a un veto a unas lenguas que también forman parte del patrimonio cultural de España. Algunos fueron más lejos al identificar a los que se oponían con las corrientes más reaccionarias del pasado. Hay dos ideas diferentes de España, dijo Marta Lois, de Sumar: “Una se define por la pluralidad y otra por la constante invención de enemigos internos”. La segunda es la que “ha hecho fracasar históricamente a nuestro país”.
En la misma línea, Agirretxea denunció que esa derecha “considera como enemigo a todo aquello que no es español”.
Sémper sí dijo que todas las lenguas que ahora se pueden utilizar “son también lenguas de España” y que esa diversidad no es un problema, sino patrimonio de todo el país. Pero ante la constatación de que existe una lengua común, que es algo innegable, su partido cree que lo presenciado sólo era “un teatro”.
Es un argumento que intenta justificarse por sí mismo. Como existe un idioma común que entiende todo el mundo, es el único que se puede utilizar en el Congreso.
Por eso, los diputados del PP no se pusieron en ningún momento los cascos de la traducción simultánea. En dos pantallas colocadas por primera vez, aparecía con un breve retardo el texto traducido de la intervención. No es que se leyera perfectamente, así que es probable que aumenten el cuerpo de la letra. Sémper informó a los periodistas de que su grupo parlamentario mantendrá esa actitud en todos los plenos. Parece que les ofende tener que ponerse los auriculares, que España es menos España si escuchan la traducción al castellano de un discurso.
Siempre melodramática como una diva, Álvarez de Toledo escribió que esos cascos han convertido a España “en una fábrica de extranjería”. Si no te limitas al castellano en la sede parlamentaria, te vas haciendo extranjero poco a poco. El virus del catalán va minando tus reservas de españolidad. No todos en el PP creen, como Sémper, que el catalán, el euskera y el gallego son lenguas de España.
Se equivoca quien piense que Álvarez de Toledo va por su cuenta al ser una excentricidad nacionalista dentro del partido. Su grupo parlamentario se mostró escandalizado por el gesto de Sémper de hablar en euskera, aunque lo hiciera para oponerse al uso de las tres lenguas. Les salieron ronchas en la piel al escucharle. “Ha sido un disparate”. “Ha sido un insólito y gravísimo error”. “La gente está indignada”. Son las reacciones de varios diputados recogidas por El Mundo.
Da igual cómo lo vendan. En esto, el PP es idéntico a Vox. No toleran otro idioma que no sea el castellano. Todos los demás son prescindibles o algo peor, una amenaza a la unidad de España. En su idea de la libertad, sólo puedes hablar en un idioma.
El portavoz del PP había dicho el día anterior que hablar en el Congreso en una lengua distinta al castellano sería como “hacer el canelo”. En una aparente contradicción, él sí habló el martes en euskera. Pero dijo que lo hizo así para demostrar que antes se podía hablar en euskera siempre que lo tradujeras todo inmediatamente después. En ese caso, los que adoptaran ese método tendrían la mitad de tiempo para su intervención.
Donde no se puede negar que Sémper transitaba en terreno sólido fue cuando recordó que los socialistas votaron en contra de este cambio hace sólo un año. Han cambiado de opinión, porque “Pedro Sánchez necesita los votos independentistas”. dijo.
A esto se le llama correlación de fuerzas. Es un hecho que Sánchez no puede ser reelegido sin los votos de ERC y Junts. Lo mismo le ocurrió a José María Aznar cuando necesitaba los votos de CiU tras las elecciones de 1996 y se vio obligado a conceder a Jordi Pujol lo que este le pedía. La democracia parlamentaria también es eso en España.
Gabriel Rufián, de ERC, recordó a los “centenares de miles de personas” que llegaron a Catalunya y Euskadi desde distintos lugares de España hace décadas en condiciones difíciles de absoluta necesidad económica, como les ocurre casi siempre a los migrantes, y que hicieron el esfuerzo de integrarse en lo que era una nueva sociedad para ellos. Y lo hicieron también con el idioma. “Yo hablo catalán gracias a mis abuelos y abuelas andaluces”, dijo. Para ellos, eso también era progreso.
El martes fue un mal día para los que creen que sólo hay una España que habla con un único idioma.