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ANÁLISIS

La mafia policial fue la coartada perfecta para publicar noticias falsas sin condenas en los tribunales

El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz (c), junto al director general de la Policía Nacional, Ignacio Cosidó (i), y al director adjunto operativo del cuerpo, Eugenio Pino.
25 de enero de 2024 22:08 h

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Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior y amigo íntimo de Mariano Rajoy, amparó que diferentes unidades policiales fabricasen dosieres con información falsa para atacar a los rivales del PP. Miró para otro lado cuando estos aparecían publicados en las portadas de algunos diarios de Madrid. Y hasta fingió indignarse mucho cuando le preguntaron en el Congreso de los Diputados si conocía esos atestados apócrifos que atribuyeron falsamente todo tipo de delitos a dirigentes nacionalistas catalanes y también a algunos de la izquierda. No cabía esperar otra cosa: en una conversación que mantuvo con el director de la Agencia Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso, en la que ambos conspiraban para atacar a políticos independentistas sin saber que estaban siendo grabados, el ministro aseguró que negaría esas conversaciones incluso bajo tortura.

La investigación conjunta de elDiario.es y La Vanguardia ha revelado documentos que pasaron por la cúpula de Interior entre 2012 y 2015 elaborados por distintas unidades policiales que actuaban al margen de la ley y de cualquier control judicial y que le reportaban a Fernández Díaz primero, como exigió el ministro cuando se trataba de informaciones comprometedoras para dirigentes independentistas. 

La factoría de patrañas desde la cúpula del Ministerio del Interior siguió a pleno rendimiento incluso cuando ya se había probado que muchos de los documentos contenían graves falsedades, como el informe borrador que atribuía cuentas en Suiza al entonces presidente de Catalunya Artur Mas, a quien en otras “notas informativas posteriores” la policía le llegó a atribuir mordidas por encima de los 30 millones de euros. La caza de brujas incluyó al jefe de los fiscales en Catalunya y también al de los Mossos, según la documentación desvelada por elDiario.es y La Vanguardia. 

Doce años después de que comenzase aquella guerra sucia contra los partidos nacionalistas –justo después de la Diada más multitudinaria en Catalunya– nadie ha sido imputado por este escándalo: jueces y fiscales se han resistido hasta esta semana en que el ministerio público decidió abrir una investigación. Tampoco hubo dimisiones: Jorge Fernández Díaz se mantuvo en su puesto una legislatura larga, cinco años, incluso tras la repetición electoral, entre 2011 y 2016. Tampoco nadie pidió perdón: ni los policías ni los políticos al frente de Interior ni los diarios o los periodistas que publicaron esas falsedades.

Nixon tuvo que dimitir cuando se probó que se habían colocado micrófonos en las oficinas del partido demócrata. El Watergate da nombre a uno de los mayores escándalos políticos de la historia. Cincuenta años más tarde de su renuncia, en España se sabe que hubo un gobierno que investigó al margen de la ley a sus rivales durante más de un lustro, que fabricó pruebas contra ellos y que impulsó procedimientos judiciales para acabar con la reputación de sus dirigentes y condicionar las elecciones. 

Tampoco es previsible que alguien vaya a ser condenado por publicar esas informaciones falsas y esta es, tal vez, la derivada más diabólica de esta trama parapolicial. Porque el hecho de que quienes hayan realizado esos pseudoinformes apócrifos fuesen mandos de la Policía es lo que blinda a cualquier periodista para salir indemne en los tribunales pese a haber atribuido delitos a personas inocentes.

Que esas fake news puedan ser publicadas sin ningún reproche penal tiene que ver paradójicamente con la protección de dos derechos fundamentales: el derecho a la información y la libertad de expresión.

Aunque suene rocambolesco a la mayoría de lectores, una información completamente falsa puede ser considerada veraz en un juzgado. Todo parte de una interpretación extensiva de la libertad de expresión y el derecho a la información que tiene su razón de ser. 

El Tribunal Constitucional ha resuelto en multitud de ocasiones que no cabe exigir a un periodista ser infalible para que pueda publicar sus informaciones. Basta con que haya actuado diligentemente y demuestre haber hecho las comprobaciones pertinentes. Son los requisitos para que una noticia sea calificada como veraz en los tribunales. Se trata de evitar un mal mayor. De lo contrario, viene a decir el Constitucional, se estaría limitando la libertad de expresión si lo que se exige es que el periodista no puede equivocarse nunca. 

Como casi siempre en estos casos, los tribunales ponderan derechos y concluyen que la sociedad perdería más si la prensa dejase de publicar informaciones por una obligación legal de ser infalible. Así que lo que exige la Justicia es que los periodistas sean diligentes en las comprobaciones antes de publicar. ¿Y qué significa ser diligentes? Pues entre otras cosas acudir a fuentes solventes, no hacerse eco de meros rumores, haber intentado contrastar los hechos, que lo revelado sea de interés general…

En el lenguaje intrincado que usan los tribunales, el Constitucional lo escribió así en una sentencia dictada en junio de 1998: “Cuando la Constitución requiere que la información sea ”veraz“ no está tanto privando de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas —o sencillamente no probadas en juicio— cuando estableciendo un específico deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmita como ”hechos“ haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos, privándose, así, de la garantía constitucional a quien, defraudando el derecho de todos a la información, actúe con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado. El ordenamiento no presta su tutela a tal conducta negligente, ni menos a la de quien comunique como hechos simples rumores, o peor aún, meras invenciones o insinuaciones insidiosas, pero sí ampara, en su conjunto, la información rectamente obtenida y difundida, aun cuando su total exactitud sea controvertible”.

Dos años más tarde, el mismo tribunal advirtió en otra sentencia: “Lo que el requisito constitucional de veracidad viene a suponer es que el informador tiene —si quiere situarse bajo la protección del art. 20 de la Constitución— un especial deber de comprobar la veracidad de los hechos que expone, mediante las oportunas averiguaciones, y empleando la diligencia exigible a un profesional”.

Uno de los elementos fundamentales para probar la correcta praxis periodística es acudir a fuentes solventes. Y aquí es cuando entra en juego lo diabólico de esa mafia policial: varios jueces han dicho que el hecho de que determinadas informaciones (aunque falsas) hayan partido de documentos realizados por mandos de la policía es lo que permite presumir que los autores de esas informaciones actuaron con diligencia a la hora de comprobar los hechos. En las diferentes sentencias los jueces presuponen que los mandos policiales son fuentes fiables y concluyen por tanto que la actuación de los periodistas fue diligente, por eso la información debe considerarse veraz (aunque los datos que contenga sean falsos). 

La consecuencia de todo eso es que los comportamientos de esa mafia policial no solo permitieron arruinar la reputación de personas y partidos por sus ideas, sino que dejaron a esas víctimas indefensas ante la Justicia, sin posibilidad de ser resarcidas por los daños causados.

Peor todavía que el perjuicio a políticos independentistas y de la izquierda alternativa es el daño a la credibilidad de las instituciones y a ese Estado de Derecho que los mismos que lo socavaban decían defender.

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