Josefina Carabias
'Azaña. Los que le llamábamos don Manuel'
Manuel Azaña: su año triunfal
Al principio, Josefina Carabias no pensaba ser periodista, le daba demasiado respeto a la escritura. Se licenció en Derecho y, un año después, cambió de idea y comenzó a escribir reportajes sobre la nueva mujer que se fraguaba en el poderoso clima político de la República. Como el resto de la intelectualidad madrileña de la época, frecuentaba el Ateneo, donde conoció a Manuel Azaña, de cuya admiración y amistad nació el libro ‘Azaña. Los que le llamábamos don Manuel’, del que publicamos uno de sus capítulos
Hay que volver a 1931, el año crucial en la vida de Azaña, aquel en el que dio el salto desde el anonimato a ser el hombre con más poder, con más fuerza, con legiones de admiradores y también con muchos y temibles enemigos.
“Era sólo un oscuro funcionario del Ministerio de Gracia y Justicia, con pujos de escritor, ¡y vean ustedes qué caprichos tiene el destino! Pero, cuanto más suba, más terrible será la caída”, decían algunos ateneístas, de los que seguían sin tragarle.
La verdad es que su puesto de funcionario no era tan oscuro. Entró por oposición como ‘oficial letrado’ en el Ministerio de Gracia y Justicia, un cuerpo que no carecía de alguna brillantez. Había llegado, por sus pasos, a jefe de Negociado y llegaría a jefe de Administración.
Su destino como jefe del Registro de Últimas Voluntades a los jóvenes nos parecía una cosa mitad cómica y mitad siniestra. En cuanto a los viejos enemigos suyos, solían murmurar: “Le pusieron donde le corresponde. Un hombre tan déspota no podría tolerar junto a sí más voluntades que las de los muertos”.
En cuanto a lo de “con pujos de escritor”, tampoco tenían razón. Azaña era ya un escritor hecho. Su novela ‘El jardín de los frailes’, basada en los recuerdos de su vida en el Colegio Universitario de El Escorial, era la obra de un maestro de la lengua castellana. Tal vez por eso mismo a los jóvenes no nos arrebataba del todo. Nos olía, quizá injustamente, a siglo pasado.
A la sazón estábamos entusiasmados con el neorrealismo pacifista, como ‘Sin novedad en el frente’, de Heinrich M. Remarque, y de españoles, los ‘Esperpentos’ y la serie ‘El Ruedo Ibérico’ de Valle-Inclán. Y, por supuesto, Baroja. Todo lo demás, incluso Galdós, nos olía a naftalina. Menos mal que del pecado de menospreciar a Galdós nos arrepentimos la mayoría tan pronto como lo leímos con algún detenimiento.
Tampoco nos explicábamos —de esto ya he hablado— que Azaña llevara años dedicado a estudiar la obra de don Juan Valera. Sin duda se trataba de una personalidad interesante. Un verdadero esnob de su tiempo, que un día ya muy lejano escandalizó a sus contertulios del Ateneo —Valera también fue asiduo ateneísta en el siglo pasado— cuando les dijo:
—Me he hecho diplomático porque me gusta esa vida. Tampoco me importaría dedicarme a otra cosa, si creyera que ella me iba a proporcionar los cien duros mensuales que yo necesito para vivir.
Confesar que necesitaba para vivir cien duros, en un sitio como el Ateneo donde había grandes poetas, grandes escritores y, en fin, toda clase de hombres de talento que se habrían sentido felices y potentados con un duro diario, fue cosa que se tomó como una provocación.
No era la primera vez que yo hablaba de Valera con Azaña. Me divertía pincharle diciéndole que no me explicara que ‘Pepita Jiménez’ se considerase como una obra maestra.
—Lo fue en su tiempo —me dijo un día Azaña, que, por casualidad, encontró un rato para sentarse en un corro en el que había de todo; es decir, jóvenes y mayores. Recuerdo entre otros a Luis de Tapia, a Ricardo Baroja —dos sesentones con espíritu juvenil—, el poeta Paco Vighi, los periodistas Vicente Sánchez-Ocaña y Paulino Masip, mezclados con algunos chicos y chicas de los que ya estábamos recién licenciados en la universidad.
—Pues lo que caracteriza a la obra maestra es que lo es en todos los tiempos. Ahí tiene usted el Quijote.
—Sin ir más lejos... —dijo Azaña, riendo con las mejores ganas.
—De verdad, don Manuel, ¿es que a usted le divierte esa correspondencia del seminarista con su tío el cura, en la que cuenta las excursiones con la viudita? ¡Jesús, qué pereza!
—Ese estilo de novela supuso una revolución. La prueba fue su éxito. Tendríamos que hablar muy largamente sobre ello. Valera no es mi ideal literario. Creo que vale la pena dedicar un tiempo a estudiar un tipo que nadie ha estudiado a fondo y a escribir una biografía que nadie ha escrito. A lo mejor, un día escribe usted la mía con muchos menos motivos, y los jóvenes de aquel tiempo futuro le dicen que ‘El jardín de los frailes’ es un pestiño insufrible. Claro que esto lo digo suponiendo que yo logre escribir una novela que se venda como ‘Pepita Jiménez’. El recuerdo que deje como presidente del Ateneo no será biografiable.
—¿Y si digo, como repiten algunos por aquí, que era usted un déspota?
—Bueno, con tal que a lo de déspota no se olvide de añadir ‘ilustrado’, me conformo.
—Para todo eso hay un grave inconveniente, don Manuel. Que yo no soy escritora.
—Bueno, pero lo será con el tiempo.
—No pienso. Yo lo que quiero es que traigan ustedes las repúblicas para que el título de abogado conseguido por una mujer valga igual que el de un hombre.
—¿Es que se los dan más baratos?
—No, señor. El papel pergamino cuesta igual. Mil pesetas. Y los estudios los mismos: preparatorio y cinco años. Pero luego no nos dejan hacer nada.
—¿Cómo que nada? ¿Y la señorita Campoamor? ¿Y la señorita Kent?
—Ya ve. Esos son buenos ejemplos. Muy conocidas, con buen porvenir político según se dice, pero ¿usted cree que sus bufetes podrían llegar a darles para vivir bien? El público no confía en las mujeres como ganadoras de pleitos o como sanadoras de enfermos. Lo que nosotras queremos es que nos dejen ser, por ejemplo, registradores de la Propiedad.
—¡Caramba...! ¿Le gusta a usted la Hipotecaria? ¡Qué raro!
—La Hipotecaria o lo que sea. Lo humillante es tener una carrera y que no nos sirva igual que a los hombres.
—Pueden ser funcionarios. Los Ministerios se están llenando de mujeres.
—Sí, eso, como lo de poder informar ante los Tribunales, se lo debemos al general Primo de Rivera. La verdad es que los estudiantes, sin exceptuar las chicas, le dimos muchos disgustos. Por lo menos deberíamos haber reconocido que fue feminista...
—Yo diría ‘feminófilo’...
—Es posible. Por eso se quedó a medio camino. Permitió que las mujeres con título universitario podamos hacer oposiciones a oficiales de los Ministerios. Pero sin pasar de eso, de oficiales. Sigue prohibido el acceso a jefe de Negociado. Y menos al de jefe de Administración.
—O sea que, aunque gane usted unas oposiciones difíciles, no podrá usted nunca despachar con un director general.
—¡Claro...!
—Pues no se puede figurar la suerte que es eso —concluyó Azaña, cada vez más divertido.
Por su tono bromista podría parecer que el asunto de la “promoción de la mujer”, como decimos ahora, era la última de sus preocupaciones, suponiendo que le preocupase.
Hacía impresión ver a un ministro subiendo a una plataforma mientras sonaba una musiquilla hasta entonces subversiva
Sin embargo, hablando meses después con el que había sido mi profesor, don Luis Jiménez de Asúa, feminista hasta sus últimas consecuencias, presidente de la Comisión Constitucional, me dijo que en sus conversaciones o cambio de impresiones con los miembros del Gobierno mientras se redactaba el dictamen y se discutían los artículos, uno de los pocos ministros que no pusieron nunca ningún reparo a la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer fue don Manuel Azaña. Y en cuanto a lo del voto femenino, creo que fue el único que lo defendió. Incluso había muchos socialistas que estaban en contra. Pero Azaña opinó que siendo las mujeres elegibles —habría resultado escandaloso que no lo fueran a tales alturas del siglo y en un país europeo— resultaba injusto y hasta “indecente” que se las prohibiese ser electoras.
Alguien le objetó —me dijo Jiménez de Asúa— que en Francia, el país que a él le gustaba tanto, las mujeres no tenían derecho al voto:
—Eso viene de que esa reforma tiene rango constitucional y en Francia la Constitución se les ha quedado vieja. Si hacen una nueva, el sufragio femenino se implantará. Igual ocurre en Suiza, donde se rigen por leyes antiquísimas y reforman las cosas mediante referéndums, que es una práctica poco recomendable. Pero, ya ven ustedes, las inglesas votan, las americanas votan, las alemanas votan, las checoslovacas votan.
—Se hundirá la República si damos el voto a la mujer.
—Pues si la estabilidad de la República depende sólo de que no voten las monjas [pudiendo votar los frailes], habrá que convenir que hemos traído una República anémica y agusanada.
Al fin, ya convertido en ministro de Guerra, se anunció que Azaña iría una tarde al Ateneo. Habían pasado varias semanas desde la proclamación de la República. Muchos pensaban que nunca más le veríamos por allí.
—Para él esta casa no ha sido más que un trampolín, a fin de lograr el triunfo político. Lo demás le tiene sin cuidado.
No era cierto.
Azaña, ya ministro fue, como digo, al Ateneo. Era una tarde de domingo, creo que con motivo de un concierto. La sala estaba abarrotada y la orquesta, al entrar él, tocó el ‘Himno de Riego’. Hacía impresión ver a un ministro con sus ayudantes uniformados subiendo a una plataforma mientras sonaba una musiquilla hasta entonces subversiva y, sin duda, poco solemne.
Resultaba que el Comité Republicano, que durante su año largo de funcionamiento había cuidado hasta los menores detalles de su futura actuación como Gobierno provisional para cuando llegara el caso de asumir el poder (una eventualidad que algunos de sus miembros, especialmente Azaña, veían muy lejana), llegando incluso a tener resueltas cuestiones de detalle que funcionaron como un reloj desde el primer momento, no había pensado, en cambio, en que la República debería tener un himno nacional que no podía ser la marcha real, aunque se la llamase por su antiguo nombre de ‘Marcha Granadera’.
Tampoco la gente había pensado en eso. Así fue que lo primero que se tocó en Madrid, el 14 de abril, lo que interpretaron las orquestas de los cines, hoteles y cafés (había entonces muchos cafés con orquesta, algunas de ellas magníficas y famosas) fue ‘La Marsellesa’. Eso era también lo que más cantaba la gente por la calle e incluso lo que se oía por la radio. También se cantaba el ‘Himno de Riego’, pero más en plan de broma, como era tradicional aunque llevara muchos años prohibido. Pero resultaba que las notas de esa vieja musiquilla popular no las tenía escritas en sus partituras ninguna orquesta ni ninguna banda.
Pasadas las primeras cuarenta y ocho horas de jolgorio callejero y vuelto todo a la normalidad, el Gobierno provisional se planteó el problema, que no dejaba de tener su importancia. Por grande que fuera el entusiasmo de la gente y de los miembros del Gobierno respecto a la República vecina, y por muy cargado de sentido tradicional y liberal que estuviera el vibrante himno nacional francés, no era lógico ni lícito compartir lo que era propio y oficial de otra nación.
La República española necesitaba un himno suyo. Ni ‘La Marsellesa’ ni mucho menos ‘La Internacional’ podían seguir siendo interpretadas por las bandas de música municipales de los pueblos al paso de las autoridades.
Así pues, hubo que decretar deprisa y corriendo que se adoptase el ‘Himno de Riego’, como himno nacional, en espera de que alguno de los compositores españoles se sintiera inspirado y acertase con una música capaz de hacerse popular lo antes posible. El ‘Himno de Riego’ era popular, pero carecía de solemnidad. Tampoco era propiamente un himno republicano. Era el homenaje del pueblo a un general liberal que se sublevó para restablecer la Constitución de las Cortes de Cádiz y logró que el rey Fernando VII la aceptase durante dos años solamente.
Aunque las coplillas que se habían hecho más populares eran desvergonzadas, había también una cuarteta decente y que podía ser cantada por todo el mundo:
“Si Riego murió fusilado / no lo fue por infante y traidor, / que murió con la espada en la mano / defendiendo la Constitución”.
Aunque decente, esta letra tampoco traducía la realidad. Riego no murió fusilado sino ahorcado y descuartizado. Quizá por eso la copla se le aplicó a otro general liberal, Torrijos, que ése sí murió fusilado en la playa de Málaga aunque no con la espada en la mano, puesto que no le dio tiempo a luchar. Fue hecho prisionero en el momento mismo de desembarcar para ponerse a la cabeza de una supuesta sublevación que sólo fue una trampa tendida por los que querían acabar con las conspiraciones que se fraguaban contra el absolutismo fuera de España.
Su primer pateo
Al entrar Azaña aquella tarde en el salón de actos del Ateneo, aquella música popular que ya era oficial, acompañada por una salva de aplausos, no llegó a ahogar del todo el pateo que se armó en la tribuna de arriba, donde se situaban siempre los inconformistas a los que todavía no se les aplicaba el horrendo galicismo de “contestatarios”.
—Tengo la impresión —le decía un viejo ateneísta a otro— de que a un hombre con tanta tendencia al autoritarismo como Azaña no le puede gustar mucho que le toquen esta música.
—Claro... A él le gustaría algo de Wagner o, mejor, la sinfonía ‘Heroica’ de Beethoven. Además de autoritario es un melómano empedernido, como todos los déspotas.
(Todavía no se hablaba de Hitler ni, por lo tanto, de su melomanía, pero había otros ejemplos históricos).
—Lo que le gustaría a él, a pesar de que fue durante la guerra tan enemigo de Alemania, sería que por lo menos en el Ateneo se le compusiera un himno que empezara diciendo: “Azaña, Azaña, über alles”.
—Sí, sí... Usted puede hacer todo el sarcasmo que quiera, pero ya verá cómo, antes de un año, ese hombre que a usted tanto le molesta y al que aquí pateamos se habrá merendado a todos los otros políticos republicanos. Así es que lo de “Azaña, über alles” no es ninguna exageración. Se los merendará a todos.
No saludé a don Manuel aquella tarde. Ni siquiera lo intenté. Porque no hay nada que me resulte tan triste como esas pobres gentes que se abren camino a codazos para llegar a estrechar la mano de un personaje. Y más si es el mismo con quien poco antes podíamos conversar tranquilamente y al que muchos hacían como que no le veían cuando andaba por aquellos mismos pasillos.
Mi idea era que pasaría mucho tiempo sin tener ocasión de saludarle. Jamás se me pasó por la imaginación la idea de ir a verle al Ministerio como hicieron tantos ateneístas, incluso de los que habían votado en contra suya cuando lo elegimos presidente. Notaba nacer ya entonces en mí la tendencia —que ha seguido siempre acompañándome— a no hacer visitas a los personajes oficiales. Si se les va a pedir algo, lo más probable es que no se saque nada. Si se trata sólo de una visita desinteresada, la cosa me parece todavía más tonta. Jamás nos agradecerán que les hagamos perder el tiempo y, además, siempre estarán con la escama de que los vamos a poner en el compromiso.
Fue de un modo absolutamente casual como tuve ocasión de saludar a Azaña en la mismísima calle. Todavía podía permitirse el lujo de callejear sin que los transeúntes le reconocieran. Y así fue que estando una noche de primeros de mayo la mayoría de los contertulios del Lion sentados en la terraza —por casualidad, aquel año hubo primavera a su tiempo—, nos quedamos muy sorprendidos al ver al mismísimo Azaña llegar por la acera hasta las mesas que ocupábamos. Le acompañaban un par de amigos no políticos y también muy conocidos de todos nosotros.
Venía del Ministerio de Guerra y se dirigía a pie a su casa. No llevaba ayudantes ni escolta de ninguna clase, al menos aparente. Parecía contento y al vernos se detuvo saludándonos uno por uno.
—¿Cómo va usted así... a cuerpo? —le preguntó asustado no sé cuál de nuestros amigos.
—¿Cómo voy a ir, haciendo una noche tan espléndida? ¿Quiere usted que lleve impermeable?
—Quiero decir sin vigilancia ninguna.
Don Manuel sonrió socarrón.
—Bueno, tanto como ninguna... Puede que por ahí alrededor ande alguien cuidándome... Precaución superflua. Todavía... y tal vez siempre (según se pongan las cosas), paso muy bien por un transeúnte, como hay tantos.
En vista de aquella disposición, alguien le invitó a sentarse.
—Prefiero andar. Llevo muchos días que apenas puedo ir a ningún sitio a pie. ¡Con lo que me gustaba andar, sobre todo por la noche...!
A mí no se me ocurría nada que decirle hasta que me acordé de que no le había dado aún la enhorabuena por su cargo. Le dije que no había habido ocasión.
—Es verdad... No nos habíamos visto desde la noche que ustedes me ‘raptaron’.
Lo del ‘rapto’, que después, como ya he dicho, lo repitió Azaña muchas veces al correr de los años, produjo alguna curiosidad en el grupo. No sabían a qué podía referirse. Don Manuel tampoco se metió en explicaciones. Prefirió seguir bromeando:
—He visto que de ‘intrépida raptora’ se ha convertido usted en pocas semanas en ‘intrépida interviuvadora’. Me ha hecho gracia verla retratada con los nuevos prohombres que tienen prisa por hacer declaraciones para los periódicos.
Si hubiera conocido a Azaña siendo ya periodista, me habría parecido antipático e intratable
—Sí, pero me falta usted. Estoy esperando la ocasión.
—¡Pues menos mal que espera usted sentada...!, y pelando la pava, como de costumbre.
Lo de la ocasión se lo había dicho también en broma. Sabía muy bien que Azaña, a pesar de tener muchos amigos periodistas, se negaba rotundamente a cualquier declaración y menos aún a que le hicieran reportajes de tipo personal. Las interviús (como se decía entonces en lugar de entrevistas) le causaban verdadero espanto. Los que intentaban algún tipo de reportaje de carácter personal —su vida privada, sus aficiones, sus costumbres— tropezaban con más dificultades que quienes le pedían declaraciones políticas.
Azaña y los periodistas
Creo que eso contribuyó mucho a la fama de hombre antipático que siempre tuvo e incluso a que se le llamara ogro. El que entraba por lana, en ese terreno, salía trasquilado. La célebre frase “Yo solo hablo para la Gaceta” ha pasado a la historia porque la pronunció más de una vez. Si entonces hubiera sido costumbre celebrar conferencias de prensa del estilo de las que después empezaron a celebrar los presidentes de Estados Unidos y más tarde el general De Gaulle, es posible que a eso sí hubiera accedido alguna vez, en caso de existir las cintas magnetofónicas, donde quedarían grabadas las preguntas y las respuestas, a fin de evitar aquellas malas interpretaciones de sus palabras que le irritaban tanto.
Las conferencias de prensa habrían sido para él como una especie de turno de ruegos y preguntas en el Parlamento. Azaña era antes que escritor, antes que político, antes que hombre de Estado, un gran parlamentario. Su habilidad para poner los puntos sobre las íes, para pulverizar el lugar común, para quedar siempre dialécticamente por encima del oponente, era extraordinaria. Como unía a esto unas grandes dotes de improvisación mental y una envidiable facultad de expresar con elocuencia, elegancia, justeza e incluso una buena dosis de humor todo aquello que improvisaba, estoy segura de que se habría sentido muy a su gusto enfrentándose con muchos periodistas a la vez y desarmando incluso a los más irreductibles con la fuerza de sus razones y la rapidez de sus respuestas.
Bien entendido que Manuel Azaña, a pesar de que le gustaba eso que se llama ‘vestir el cargo’, o sea, producirse en forma que impusiera respeto y algún distanciamiento, nunca hubiera accedido a celebrar esas reuniones con la prensa rodeándose de la pompa teatral de que se rodeaba más tarde el general De Gaulle en tales casos. No habría puesto al Gobierno en ‘silla de orquesta’ ni se hubiera hecho hacer ‘preguntas preparadas’ para su lucimiento, ni habría ordenado que le hicieran las preguntas todas juntas o, mejor dicho, una detrás de otra al comienzo de la reunión, a fin de que no se notase que se dejaba muchas sin contestar. Azaña las habría contestado absolutamente todas, por retorcidas y difíciles de contestar que fuesen.
También es posible que no hubiera accedido a esa clase de reuniones, por estimar que, como intermediarios entre un hombre de Gobierno y su pueblo, ya están los diputados y que es a ellos más que a la prensa a quienes un político debe toda clase de explicaciones. El papel de la prensa, y en su tiempo de la radio, es el de dar después a conocer al pueblo ese diálogo que entonces en España —como sigue ocurriendo hoy en la Cámara de los Comunes— era constante, casi a diario y no estaba sometido a reglamentos que prescriben un orden del día rígido y marcado con anticipación. Si había cuestiones palpitantes, podía abrirse debate sobre ellas en el acto.
Azaña no hacía concesiones a la prensa ni ‘pasaba jabón’ a los periodistas. Por ese motivo a muchos les caía antipático. Es posible que si yo le hubiera conocido siendo ya periodista, y no antes como le conocí, tampoco hubiéramos llegado a ser amigos. Me habría parecido tan antipático e intratable como a muchos de mis compañeros.