El régimen agonizaba. Y lo sabía. Franco había muerto en noviembre de 1975 convencido de que todo quedaba “atado y bien atado”, pero el contexto histórico hacía cada vez más inviable que los Principios Fundamentales del Régimen, los “valores del 18 de julio”, jurados en 1968 por Juan Carlos, pudieran seguir vigentes: España tenía ante sí el reto de ser como sus vecinos o ser el búnker nacionalcatólico de Europa Occidental.
Y había algunos que seguían defendiendo que España fuera el búnker nacionalcatólico de Europa Occidental. Franco firmó sus últimas sentencias de muerte semanas antes de morir, en septiembre de 1975; en marzo de 1976 se produjeron los sucesos de Vitoria con cinco huelguistas muertos; en mayo de 1976, los sucesos de Montejurra, con dos carlistas muertos. Y la matanza de Atocha, de la que este martes se cumplen 40 años, fue un símbolo de cómo un régimen mataba en su agonía, de cómo el búnker, los ultras, quienes se aferraban a los girones de un franquismo que no iba a perdurar a quien le dio nombre, seguían apropiándose del concepto de España: la una, la grande, la libre, la rojigualda, la católica; frente a la roja, la plurinacional, la tricolor, la laica. Hasta tal punto se ha convertido en un símbolo, que es uno de los pocos crímenes cometidos por la ultraderecha entre 1939 y 1978 que ha tenido un juicio y un reconocimiento.
En definitiva: tres pistoleros que irrumpen en un despacho de abogados laboralistas un lunes por la noche –entre las 22.30 y las 22.45– para emprenderla a tiros con quienes allí se encuentran. ¿Por qué? Porque eran comunistas y de Comisiones Obreras.
Los tres asesinos se llamaban José Fernández Cerrá, de 31 años; Carlos García Juliá, de 21, y Fernando Lerdo de Tejada, de 23.
Las Comisiones Obreras surgieron en 1962 aprovechando los resquicios de la ley sindical para ser un agente en la negociación colectiva. Así pasó con Joaquín Navarro y el Transporte –que fue elegido como representante de los trabajadores ante el espanto de la dirección del sindicato vertical del transporte–; quien celebraba asambleas precisamente en el despacho de Atocha, 55 para convocar huelgas; cuya presencia estaba prevista ese 24 de enero de 1977: era uno de los objetivos de los pistoleros.
Pero Navarro, a quien iban a dar “un susto”, no acudió al despacho. Las víctimas fueron Luis Javier Benavides, Serafín Holgado, Ángel Rodríguez, Javier Sauquillo y Enrique Valdevira. Y los heridos, Alejandro Ruiz-Huerta, Dolores González, Miguel Sarabia y Luis Ramos, estos dos últimos ya fallecidos.
“Yo me libré porque había cambiado el lugar de una reunión”, recordaba la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, en la presentación del libro de Jorge M. Reverte La Matanza de Atocha (La Esfera de los libros), en enero de 2016: “Recuerdo los hechos de ese día y los siguientes, se te graban. Y cambiar de un despacho a otro la reunión que tenía que dirigir me salvó la vida, y salvó la vida a otros compañeros que recibieron un burofax cambiando las reuniones. Tengo un recuerdo nítido de lo que pasó”.
“Siempre que me preguntan, digo que me parece importantísimo hablar del asesinato, que fue un crimen horrible, pero también hablar de la vida que llevábamos”, explicaba Carmena. “Éramos extraordinariamente felices en aquel despacho. La lucha por mejorar la sociedad en la que se vive, por la justicia y la igualdad, en esta situación de mundo injusto en el que vivimos, creo que es importante, esencial”.
La alcaldesa apuntaba un detalle muy propio de aquellos días de tensión: “Hubo un colectivo de obreras y obreros que nos protegieron después de los asesinatos, una cadena que llegaba desde la puerta de la calle hasta el despacho. Recuerdo esa cadena de personas que no tenía capacidad objetiva de protegernos, pero sentí la calidez de todas aquellas personas. Hay que enfocar la injusticia tan brutal de la pérdida de la vida: no están porque hubo alguien que decidió quitarles la vida, nada hay que justifique quitar la vida y por eso nos parece importante su memoria para abrir un camino para las personas que siguen intentando hacer un mundo más justo”.
Si la extrema derecha intentaba buscar una reacción violenta del PCE, se encontró con un funeral silencioso; si los pistoleros esperaban encontrar impunidad, se encontraron con un arresto y una condena... Salvo para uno, Lerdo de Tejada, que aprovechó un generoso permiso penitenciario en abril de 1979, para darse a la fuga, y fugado sigue.
En pocos días, la policía detuvo a José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada como autores de la matanza. Y también a Francisco Albadalejo Corredera –secretario provincial del sindicato vertical del Transporte– como autor intelectual.
También fueron detenidos Leocadio Jiménez Caravaca y Simón Ramón Fernández Palacios, excombatientes de la División Azul, por facilitar las armas, y Gloria Herguedas, novia de Cerrá, como cómplice.
Pero el juez de la Audiencia Nacional encargado del caso, Rafael Gómez Chaparro, se negó a investigar más allá y concedió el polémico permiso penitenciario a Lerdo de Tejada antes del juicio, que aprovechó para escaparse. Simón Ramón Fernández Palacios, quien falleció en enero de 1979, tampoco fue juzgado.
Fernández Cerrá y a Carlos García Juliá, fueron condenados a 193 años de prisión cada uno; 63 años a Francisco Albadalejo Corredera (fallecido en prisión en 1985); cuatro años a Leocadio Jiménez Caravaca (fallecido en 1985), y a Gloria Herguedas Herrando, a un año.
García Juliá se fugó también 14 años después, al serle concedida la libertad condicional con todavía pendientes unos 10 años de prisión. Fernández Cerrá, por su parte, fue puesto en libertad tras 15 años en la cárcel.
Años después, en 1990, el Gobierno italiano de Giulio Andreotti reveló que había informes que vinculaban a la organización neofascista italiana Ordine Nuovo y a la red anticomunista vinculada a la CIA Gladio con la matanza de Atocha.
El régimen agonizaba, y lo sabía. Y, aunque mataba en su agonía, como hace 40 años en la calle de Atocha de Madrid, terminó muriendo.