Finales de los años 50: nace una España joven de otra España que bosteza, como había escrito don Antonio Machado décadas antes (“El mañana efímero”, en Campos de Castilla, 1912-1917). Con la salvedad de que aunque también era “de la rabia y de la idea”, por fortuna no traía “hacha en la mano vengadora”.
Por el contrario, recogiendo la coincidencia de la mayor parte de historiadores de lo que se ha venido en llamar el Segundo Franquismo –el que, consciente de las exigencias internacionales, aborda desde 1959 el desarrollismo económico, arrumba el estilo falangista y suaviza lo dictatorial en autoritario, salvo los 'rabotazos' puntuales propios de su carácter–, las nuevas generaciones, clases y estamentos sociales han echado borrón sobre la Guerra Civil y su interminable postguerra y comenzado una nueva cuenta, la de su tiempo como protagonista del futuro. Quizá haya sido por la mala, mentirosa educación en el franquismo, por la imposibilidad de debatir el pasado abiertamente y en libertad, de acceder a las obras e ideas de la parte derrotada o quizá porque ese peso del ayer se perciba como excesivo para asomarse al porvenir, pero, en todo caso, es una nueva trayectoria al margen de las minorías politizadas, que se mueve por los tópicos abstractos que impulsan a las generaciones jóvenes, es decir, romanticismo, generosidad, fraternidad universal, justicia social, etcétera. Parámetros en los que, seguramente, incluso podrían incluirse a las generaciones de la guerra civil de ambos bandos, aunque empuñaran las armas o que las empuñaron precisamente por eso.
Esa rebelión, decidida pero en buena parte desideologizada según los patrones al uso –los de los partidos implicados en la Guerra Civil–, encontró tardíamente un espejo en el que reconocerse en la ola renovadora social, política e incluso moral que recorría el mundo con distintos grados de intensidad: en Estados Unidos contribuyó a terminar con la guerra en Vietnam cuando la rebelión del movimiento hippy fue asumida por la sociedad y en el Mayo del 68 parisino tuvo su manifestación más radical y revolucionaria. En ambos, la autoafirmación libertaria se imponía a una difusa ideología socialista.
Esa ola llegó mansa a la España de principios de los 70 –los diversos frentes de lucha política eran anteriores y respondían a otras causas–, pero vino con la profundidad de la pleamar: un anhelo transversal de cambio, que, con diversas motivaciones según los intereses de cada esfera social, alcanzó a casi todas ellas: desde el mundo del capital y la empresa a la Iglesia católica, estudiantes, trabajadores, vecinos, artistas e intelectuales, incluso finalmente al ejército, la estructura más rígida de la época. En España se vio con claridad, por ejemplo, en la opción que los jóvenes universitarios tomaron a favor de Vietnam en su guerra contra los Estados Unidos (1964-1975): no obedecía tanto a una defensa del frío, lejano y poco convincente, salvo para los convencidos, sistema comunista sino a la natural defensa del débil contra el fuerte que no sólo era prepotente sino que, además, se identificaba con la dictadura.
Quizá la explicación residiera en que en la sociedad española existía más una necesidad social que una necesidad política, si es que se puede distinguir el matiz; una exigencia, podría decirse vital de cerrar una etapa obsoleta cuyas costuras se reventaban por los cuatro costados para iniciar una nueva en libertad y moderna, europea.
La revuelta obrera-estudiantil
Había algo irreal o surreal en la España que se fraguaba desde más de una década antes; así lo parece en el ejemplo que utiliza el catedrático Roberto Mesa con el caso del escritor Jesús López Pacheco (Madrid, 1930-1997), entonces estudiante y militante del PCE, detenido en las revueltas universitarias de febrero de 1956. La policía le reprochó que tuviera las paredes de su habitación decoradas con fotos de los miserables suburbios de Madrid y Barcelona. Él, joven escritor adujo que no suponían crítica al régimen ni recreación en su fracaso sino motivo de inspiración literaria para un libro de poemas que escribía y que “no señalan únicamente miseria, sino también tristeza”, motivo que debía parecerle al joven poeta que era entonces López Pacheco bastante lírico para convencer de sus intenciones meramente literarias a los policías de la Brigada de Información Social –la Político-social, como era conocida–.
Es significativo que López Pacheco, que organizó el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, suspensión que estuvo ligada al comienzo de los conflictos universitarios del 56, y cuya literatura será un epígono en España de los llamados realismo crítico y novela social (su obra Central eléctrica fue finalista del premio Nadal de 1957), es decir, el arte al servicio del pueblo tal como lo entendía el Partido, el comunista (tanto el arte como el pueblo), será despreciada y tachada de literatura de la berza por la siguiente generación de universitarios y escritores.
Un nexo de unión de las generaciones de la República, la Guerra Civil y el primer franquismo con la de los jóvenes universitarios es la vivencia de la miseria de los desprotegidos de las grandes ciudades, como voluntarios de los falangistas Servicio Universitario de Trabajo (SUT) y del Sindicato Español Universitario (SEU), experiencias que conducen a la militancia comunista a unos –Javier Pradera, Ramón Tamames, Enrique Múgica...– y al cristianismo de base radical a otros –Alfonso Carlos Comín–.
A través de las organizaciones clandestinas hay una correa de transmisión entre los movimientos obrero y estudiantil. A las huelgas de finales de los 50 continúan las movilizaciones universitarias del curso 1960-61. La relación entre ambos movimientos preocupa al gobierno –“(...) Las huelgas de la primavera de 1962 convierten a los mineros asturianos en referente casi mítico y llevan a los estudiantes madrileños y catalanes a corear lemas como ‘Asturias sí, Franco no’ o a cantar públicamente el Asturias, patria querida, convertido de pronto en un himno subversivo”, cuenta Manuel Vázquez Montalbán–, pero lo que le alarma verdaderamente es que los llamamientos a los estudiantes y convocatorias a los actos de protestas las hagan las Cámaras Sindicales de las facultades, es decir, que los que habían sido los órganos de control del SEU estuvieran en manos de los “jaraneros y alborotadores”, según la expresión del aspirante a dictador Fraga Iribarne, lo que llevará al régimen a suprimir sus propias cámaras y sindicato en 1965.
Pero es una concordancia más anecdótica que real, sólo orgánica en las organizaciones que aprovechan o impulsan ambos movimientos y aunque hay unos nexos ideológicos, antifranquistas sin más, y coyunturales, la reivindicación de sus propias metas cada uno, también son diversos los orígenes políticos. Mientras que los obreros son, en su mayoría, los perdedores de la guerra y sus hijos, los estudiantes son, también en su inmensa mayoría, hijos de los vencedores en la guerra.
El profesor de la universidad de Oviedo Rubén Vega García, estudioso del movimiento obrero, expone estas diferencias entre los protagonistas de los movimientos obrero y estudiantil en relación a su extracción social: “Aunque no falta algún ejemplo temprano de estudiante antifranquista destacado con familiares represaliados por el Régimen (es el caso de Enrique Múgica, entre los que participan activamente en los acontecimientos de 1956), la extracción social y la procedencia familiar mayoritaria de los universitarios de los años 50 y 60 los sitúa en las antípodas de aquellos militantes obreros que dan continuidad a los anhelos de sus mayores. Más bien encontramos acabados ejemplos de rebeldía generacional y abrupta ruptura con las ideas y lealtades políticas de sus padres en unos jóvenes que provienen de la burguesía, las capas medias y el funcionariado y que, salvo contadas excepciones, son hijos de los vencedores de la Guerra Civil. Entre el antifranquismo universitario abundarán los descendientes de policías, militares, alféreces provisionales y otros excombatientes, así como de empresarios y pequeñoburgueses de inquebrantables adhesiones al Régimen, lo que en ocasiones representa más un acicate que un freno para el fervor izquierdista y el discurso obrerista adoptado por sus hijos”.
Lo cual explica la independencia ideológica de las nuevas generaciones, así como su implicación en la oposición al régimen. El futuro confirmará esa apreciación, pues aunque el Partido Comunista fue, sin duda, el partido de la lucha antifranquista en España, el que se organizó en todos los frentes –excepto en la milicia, del trabajador al clero– y desde todos ellos impulsó la protesta, cuando se celebren en 1977 las primeras elecciones de la transición democrática, los cortos resultados obtenidos por el PCE en las urnas certificarán que esas mayorías que participaban, activa o pasivamente, en las movilizaciones sectoriales distaban de compartir la ideología, las metas y la visión social de los comunistas. Hacen el papel, en efecto, que les atribuía la militancia comunista ortodoxa en combinación con la propaganda del régimen, que, entre ambos, tildaban de “tonto útil” y “compañero de viaje” al jaranero y alborotador no encuadrado en ninguna militancia.
“Esta nueva izquierda nunca discutirá sobre planes de transición a la democracia, gobiernos provisionales o plebiscitos sobre monarquía o república –escribe el historiador Abdón Mateos–. Sus referentes sobre el pasado se limitaban a criticar el reformismo y revisionismo de la tradicional izquierda socialista o comunista, simpatizando vagamente con el sindicalismo revolucionario de la CNT y la corriente caballerista del socialismo español. Era una nueva izquierda en la que el anticapitalismo era una clara prioridad sobre el antifranquismo y, desde luego, al histórico y lejano antifascismo republicano. En todo caso, su lenguaje hablaba de Revolución, de Democracia o de Revolución Socialista, frente a proyectos de transición 'burgueses' liberales (...) Estos hijos de la Guerra Civil no querían oír hablar de la guerra civil y, por tanto, del pasado republicano, representado en esos momentos por el exilio, conocido sólo por un anticlericalismo que no dejaba de recordar la dictadura”.
La Universidad, en llamas
Aunque el 'libertarismo sesentayochista' no era necesario, menos imprescindible, para la independencia del movimiento estudiantil. Tres años antes ya estaba forjada en la Universidad española: en 1965, que tras 1956 fue la segunda fecha crucial de la protesta universitaria y la que marca el comienzo del sindicato libre unitario, y a la vez plural, el Sindicato Democrático de Estudiantes (SDE), a cuyas siglas se añadirán las de las universidades donde se vaya constituyendo: el SDEUB, el de Barcelona, es el primero, fundado el 11 de marzo de 1966 en el convento de los Capuchinos de Sarriá; el SDEUM, el de Madrid, se constituye el 23 de abril de 1967 y, a lo largo del curso 67-68, en el resto de las universidades, el SDEUV de Valencia, etc.
La nueva oleada de disturbios comienza con otra excusa nimia, la subida del precio del transporte –que se soluciona con una tarifa especial para el recinto universitario–, causa común a los intereses de todo el estudiantado a la que las organizaciones clandestinas van añadiendo reivindicaciones específicamente políticas: libertades de expresión y asociación. A comienzos del curso 1965-66 sólo un distrito universitario sigue en manos del SEU; en todos los demás, el sindicato está tomado por estudiantes de izquierdas.
Una nueva generación de catedráticos e intelectuales colaboran con los estudiantes demócratas y apoyan sus reivindicaciones, ligadas a las del movimiento obrero. Las purgas de catedráticos afines y colaboradores de las reivindicaciones estudiantiles agudizan los conflictos. A comienzos del curso, al profesor Manuel Sacristán no se le renovó su contrato de profesor de Filosofía en la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona por su pertenencia a la dirección del PSUC y del comité central del PCE; unos meses después, son expulsados los catedráticos de la Universidad Complutense de Madrid José Luis López Aranguren, Agustín García Calvo y Enrique Tierno Galván –que se incorporó al proceso desde su cátedra de la Universidad de Salamanca–; Mariano Aguilar Navarro y Santiago Montero Díaz fueron sancionados con suspensión de empleo y sueldo durante dos años.
La purga alcanzó al profesor Roberto García de Vercher, un caso singular y sintomático. Era uno de los profesores contratados por la Secretaría General del Movimiento para impartir clases de Formación Política, que era una de las “tres marías”, con Gimnasia y Religión, asignaturas obligatorias pero que no entorpecían el paso de curso. Los profesores de esta materia, tanto los universitarios como los del Bachillerato, salían de la Escuela de Mandos José Antonio –embrión del posterior Instituto Nacional de Educación Física (INEF)– y su asignatura, como indicaba su propio nombre, era otro de los vanos intentos del franquismo de uniformizar ideológicamente a las nuevas generaciones. García de Vercher era, pues, falangista, pero incardinado en los 'hedillistas', es decir, disidente, intransigente y, finalmente, decepcionado con el régimen de Franco –progresivamente entregado en manos “de la derecha, la extrema derecha y los conservadores”, en palabras de Velarde Fuertes– y ya se había posicionado junto a los estudiantes progresistas diez años antes, en 1956, oponiéndose al asalto de la facultad de Derecho por las Centurias falangistas. Y diez años después, tampoco dudó en ponerse al frente de la manifestación de estudiantes junto a Aranguren y los demás. En pocos textos se lo menciona y en algunos de éstos, con exceso de ironía, el de Fernando Savater: “Justo el segundo año que pasé en la universidad fue uno de los más movidos políticamente: en él tuvo lugar la gran manifestación encabezada por Tierno Galván, Aranguren, Montero Díaz y García Calvo, que concluyó con la separación de sus cátedras de éstos profesores (y de alguno menos conocido, como un falangista que daba clase de Formación Política y también se unió, en nombre de la revolución pendiente, a la marcha reivindicativa; éste lo pasó mucho peor que los demás porque nadie se ocupó de él ni le ofreció cátedras en Estados Unidos; tampoco fue rehabilitado cuando llegó la democracia: incluso a mí se me ha olvidado su nombre)”.
Unos años después, Aranguren reflexionó sobre esos sucesos: “El sistema estaba demasiado envejecido y sus estructuras, aquejadas de arterioesclerosis política, demasiado rígidas para asimilar productivamente el challenge de las Asambleas libres y de la demostración de febrero de 1965, absolutamente pacífica, no violenta. Que la conducta oficial fue inhábil y que no consiguió sino radicalizar el movimiento estudiantil es algo que hoy a nadie, franquista o no, pero con un mínimo de sensatez, ofrece la menor duda (...) Al separarnos definitivamente de la Universidad, los estudiantes quedaron abandonados a su propia iniciativa, que, es natural, había de tender a extremarse más y más”.
Efectivamente, se extremó con violentos enfrentamientos con la Policía y las organizaciones fanáticas de la ultraderecha pero no lo hizo desde el punto de vista de la ideología. Como se ha dicho, a partir de la brutalidad del verano checoslovaco de agosto de 1968, ni las organizaciones del PCE eran ortodoxas; las disidentes se alineaban con el maoísmo chino o el trotskismo, inocentes de las barbaries soviéticas –en todo caso, responsables de las suyas, menos conocidas, más lejanas– y las de la izquierda no comunista se identificaban con la democracia y se solidarizaban con los anhelos nacionales de un indefinido futuro de libertades.
De hecho, uno de los fundadores del SDEUB, el profesor Francisco Fernández-Buey, dice que el número de “estudiantes que entonces nos considerábamos comunistas (...) pudo oscilar, en la Universidad de Barcelona, entre 50 (al principio del proceso [1965]) y 200 (en el mejor momento: entre el otoño del 66 y la primavera del 67)”. Los porcentajes de afiliación respecto a los estudiantes implicados en las protestas no diferirían mucho en Madrid, País Vasco, Andalucía, Valencia, etc.
Muestras de ese extremismo que adelantó Aranguren –juicio en el que, luego, no les quedó más remedio que coincidir a las instancias educativas gubernamentales, y a las de Gobernación y el resto– fueron los llamamientos al movimiento estudiantil a manifestarse, en diciembre de 1966, en apoyo de los trabajadores de Madrid, Barcelona, Euskadi y Asturias en huelga y, el 27 de enero de 1967, a sumarse a la multitudinaria manifestación en Madrid de más de 30.000 trabajadores, convocada por las ya mayoritarias Comisiones Obreras (CCOO). Un estado de cosas que, lejos de amainar con los estados de excepción y los cierres temporales de las universidades, la dureza del régimen los va radicalizando y se prolongan a lo largo del final de la década y hasta el final del dictador.