- Fragmento de 'Los olvidados de los olvidados' (Catarata), el nuevo libro del escritor Carlos Taibo e ilustrado por Jacobo Pérez-Enciso
Mujeres Libres fue una organización cuya actividad se desplegó desde la primavera de 1936 hasta el final de la guerra civil. Llegó a contar con 150 agrupaciones y unas 20.000 afiliadas, entre las que destacó el trabajo de militantes como Amparo Poch, Mercedes Comaposada o Lucía Sánchez Saornil. Cabe entender que fue un movimiento precursor de lo que hoy se describe como anarcofeminismo.
Conviene recordar que en el mundo libertario, y en la década de 1930, lo común era que el feminismo se identificase con un discurso y una práctica burgueses, estrechamente relacionados con el sufragismo y con la defensa de determinadas reformas legales que poco interesaban, por lógica, a las mujeres anarquistas. Cierto es que éstas defendieron -no podía ser de otra manera- la igualdad entre mujeres y hombres en materia de derechos laborales y sociales, y que al respecto denunciaron los salarios, más bajos, percibidos por las mujeres, rechazaron la doble explotación padecida por éstas y subrayaron los efectos negativos de la menor presencia femenina en el sistema educativo. Pero fueron más allá, de la mano de la contestación de lo que suponían la sociedad patriarcal y el autoritarismo masculino.
En ese sentido decidieron enfrentarse a tres esclavitudes, como eran las surgidas de la ignorancia, de la condición de las mujeres como tales y de su explotación en tanto que trabajadoras. Aunque en ocasiones defendieron la familia, en otras se inclinaron por rechazar lo que ésta acarreaba, de tal manera que si unas veces postularon la pareja monogámica, en otras se inclinaron por respaldar el amor libre e igual. Muchas de las percepciones de las integrantes de Mujeres Libres se manifestaron a través de una apuesta en la que con frecuencia se dieron cita la educación colectiva de los hijos, la socialización de las tareas domésticas, los llamados “liberatorios de prostitución”, el despliegue de ambiciosos programas de apertura de guarderías o, en suma, la atención a los refugiados.
Mujeres Libres se pronunció con claridad por la configuración de organizaciones específicamente femeninas en el mundo libertario. Esas organizaciones debían ver la luz por cuanto, en lo que a las mujeres se refiere, y pese a la afirmación de Federica Montseny en el sentido de que “el anarquismo no ha establecido jamás distingos entre el hombre y la mujer”, descollaban problemas no precisamente menores. “He visto muchos hogares, no ya de simples confederados, sino de anarquistas (¿!?), regidos por las más puras normas feudales”, subrayó en un artículo Lucía Sánchez Saornil. Un texto de enero de 1937 recordaba, por otra parte, que “los music-halls y las casas de prostitución siguen abarrotados de pañuelos rojos, rojos y negros y de toda clase de insignias antifascistas”. A menudo se ponía el acento en cómo los órganos confederales partían de la presunción de que las mujeres no estaban en condiciones de desempeñar papeles de relieve o de que, para hacerlo, precisaban de la ayuda ineludible de los hombres.
Para que nada faltase, en fin, no fueron infrecuentes, durante la guerra civil, las colectivizaciones en las que pervivieron salarios diferentes para mujeres y hombres. Acaso no habían quedado plenamente superadas opiniones como las que, en el XIX, entendían sin más, en el mundo libertario, que el papel de la mujer debía quedar circunscrito en exclusiva al hogar y que cuando aquélla accedía al mercado de trabajo no estaba haciendo otra cosa que propiciar, al restar empleos a los hombres, la miseria y la degradación de los obreros. Y ello por mucho que fuese innegable que en sus sucesivos congresos la CNT se había pronunciado con claridad por el derecho de las mujeres al trabajo y por la independencia económica de éstas.
Mujeres Libres tuvo motivos sobrados para contestar, por otro lado, una imagen muy extendida en las organizaciones libertarias: la del revolucionario entendido como un varón henchido de atributos masculinos y enfrentado a la condición de debilidad de las mujeres, condenadas a asumir, entonces, una función menor. De hecho, y pese al esfuerzo realizado, esa imagen se mantuvo durante la guerra civil, con las mujeres -por primera vez portadoras de 100 pantalones y con el pelo corto- a la postre obligadas a alejarse de los frentes de combate. Lo anterior no fue óbice para que, en términos generales, las mujeres experimentasen, con todo, una notoria liberación, con una mayor libertad económica, sexual y de movimientos, entre 1936 y 1939.
Así las cosas, y fueren cuales fueren los problemas que se revelaban en las organizaciones anarquistas, es difícil imaginar que Mujeres Libres hubiese podido surgir en un magma distinto del que ofrecía la CNT. En ese magma despuntaron figuras femeninas que, a más de ejercer la enseñanza, el periodismo o el sindicalismo, mostraron una clara conciencia de que la revolución social, por sí sola, no acabaría con muchas de las ataduras que afectaban a las mujeres, necesitadas de una emancipación que reclamaba una revolución propia.