Neoliberales contra los paraguas: desprestigiar la ciencia pasa a ser otra arma política
Derek Kieper era un joven estudiante norteamericano con ideas muy estrictas sobre la libertad. Se mostraba radicalmente en contra de la obligación de llevar puesto el cinturón de seguridad en el coche. Como otros muchos libertarios en EEUU, sostenía que el Gobierno no debe interferir en una decisión que compete a cada ciudadano de forma exclusiva. “El Tío Sam no existe para regular cada faceta de la vida con independencia de las consecuencias”, escribió.
El destino terminó jugándole una mala pasada. Más que el destino, su propia decisión de ignorar las normas básicas de seguridad. Murió en un accidente de coche en 2005 a los 21 años. El conductor y el pasajero a su derecha llevaban puesto el cinturón y se salvaron. Él viajaba en el asiento trasero sin el cinturón y falleció al ser despedido del vehículo.
Kieper había ignorado dos elementos esenciales en la defensa de sus ideas libertarias. En el plano individual, los estudios que demuestran las ventajas del cinturón en el coche. En el plano colectivo, la obligación del Gobierno de velar por la seguridad de los ciudadanos y de reducir el número de accidentes por suponer un alto coste humano y económico en la sociedad.
El joven activista conservador no era un excéntrico solitario. En las últimas décadas, se ha extendido en la derecha norteamericana un rechazo intenso a posiciones científicas asumidas hasta entonces por la mayoría de la sociedad. Las definen como cómplices de los demócratas, las élites o los medios de comunicación. En el debate sobre el cambio climático, es evidente.
En el caso británico, los partidarios del Brexit mostraron su rechazo a las opiniones de los expertos que advertían sobre los riesgos de la salida de la UE con las consecuencias conocidas por todos.
El paso de las tormentas causadas por la DANA y el uso del sistema de alertas por móvil provocaron este fin de semana una polémica singular en la que se distinguieron dos políticos del Partido Popular con importantes cargos institucionales.
Al presidente andaluz le molestó que llegara a los teléfonos el aviso de emergencia en Madrid con la recomendación de que no se saliera a la calle. A las diez de la noche del domingo, cuando no había terminado aún la lluvia en todos los puntos de riesgo, dio por hecho que no se había actuado con el rigor necesario. “También hago una llamada a la reflexión: si un organismo público alerta de 'peligro extremo' debe estar muy seguro, porque eso tiene consecuencias políticas y económicas. Prudencia toda. Rigor, también”.
Juanma Moreno estaba como mínimo sugiriendo que había faltado rigor y poco interés en las repercusiones económicas.
Era una repetición de las críticas lanzadas desde la derecha al Gobierno durante la pandemia para cuestionar las medidas de confinamiento, diseñadas para salvar vidas, con el argumento de que podían causar pérdidas económicas en el sector de servicios.
El alcalde de Madrid, que había pedido a los ciudadanos que no salieran a la calle el domingo, pareció decepcionado porque las lluvias en la capital no alcanzaran el nivel catastrófico de las previsiones. “Creo y pido que en la medida de la posible la Aemet afine los pronósticos”, dijo el lunes José Luis Martínez-Almeida.
La evolución de la DANA no cumplió exactamente las previsiones técnicas e impactó con dureza en el suroeste de la Comunidad de Madrid, y mucho menos en la capital. Almeida estaba exigiendo una precisión a los científicos que es imposible en el mundo real.
No es la primera vez que Almeida se lanza contra la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) por una razón o por la contraria demostrando que él no afina mucho. Lo hizo con la borrasca de nieve Filomena inventándose que la alerta sobre una nevada de al menos 20 centímetros no se había hecho pública hasta por la noche cuando ya se había conocido a primera hora de la mañana de ese día. Más tarde, el temporal de nieve superó todas las previsiones.
En diciembre de 2022, le tocaba quejarse por no haberse declarado una emergencia. Llovió mucho durante dos días, pero fue por debajo de los niveles necesarios para decretarla. Lo cierto es que no es imprescindible que se alcancen niveles de alerta roja en la ciudad para que varios de sus puntos se vean anegados. Por eso, Almeida siempre termina señalando a los especialistas que hacen el pronóstico. Así, hay menos titulares sobre la responsabilidad de la institución que preside.
Luego están los periodistas que hablan de lo que no saben para diversión de los que no les soportan. La alarma que sonó en los móviles de Madrid a las 14.29 del domingo despertó quejas entre los que la calificaban de intromisión del Gobierno en sus teléfonos. Un columnista de El Mundo lo llamó “pitido orwelliano” confirmando que no entendió mucho de la lectura de '1984'. “Cuál es el siguiente paso en la intromisión del Estado en la privacidad del ciudadano”, escribió en Twitter. Resultó ser una buena imitación de Derek Kieper.
El jefe de Opinión de ABC tuvo una revelación: “Ahora ya sabemos que el móvil de cualquier ciudadano puede sonar cuando lo decidan las autoridades”. Y de hecho las autoridades también se permiten el lujo de decidir que los coches de los ciudadanos no pueden circular a más de 120 km/h, entre otras intromisiones.
Las preocupaciones por la privacidad no tenían sentido si se conocían las características del sistema de alertas. El sistema envía mensajes por radio, no por SMS, a todos los móviles que se encuentren al alcance de las antenas situadas en una zona determinada, una ciudad o una provincia. No marca ningún número ni esa información está a disposición de quien toma la decisión.
El sistema existe desde hace años en otros países europeos y en Estados Unidos, un país donde son habituales los fenómenos meteorológicos extremos. La UE decidió en 2018 que todos los Estados deberían contar con este modelo de alertas.
Ambos periodistas suponían que la responsabilidad era del Gobierno central, pero fue el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso quien dio el visto bueno al envío del mensaje que había decidido la agencia autonómica de emergencias. Sea por eso o por los daños causados por las tormentas en varias zonas de la región, Ayuso corrigió a sus compañeros de partido: “Elevar la alerta ha permitido que los servicios de emergencias pudieran estar centrados solo en esto”.
¿Hasta qué punto son relevantes las declaraciones de políticos de la derecha poniendo en duda el criterio de científicos y técnicos? El 54% de los norteamericanos dice que el cambio climático es una amenaza grave para el país. El dato es muy inferior al de España, Francia o Gran Bretaña, porque años de ataques a la ciencia por razones ideológicas han hecho que los votantes republicanos crean que el problema no es tan serio. Sólo el 23% de ellos afirma que se trata de una amenaza grave.
Es una cifra casi idéntica a la de hace diez años, lo que revela que es un estado de opinión muy consolidado entre ellos.
Esos números tienen una influencia poderosa en las decisiones de los políticos en el Congreso. Si los norteamericanos afirman que el cambio climático está en el puesto 17º entre 21 prioridades, es difícil que las administraciones se sientan muy presionadas para actuar.
La confianza en los científicos se ha derrumbado desde la década de 2000 entre los votantes conservadores en EEUU. Hay una diferencia de 30 puntos entre ellos y los votantes demócratas. La vacunación durante la pandemia fue otro de esos frentes de batalla de lo que llaman las guerras culturales.
Si la ciencia es una de las víctimas de esa guerra, y los políticos cuestionan la credibilidad de sus estudios y previsiones, toda la sociedad saldrá perdiendo.
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