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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Los siete pactos de Estado que sí fueron posibles en democracia

“Señor primer ministro, cuente con nuestra colaboración. Todo lo que podamos, ayudaremos. Le deseo coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es nuestra suerte”. Quien habla es el líder de la oposición en Portugal, Rui Rio (PSD). 

“Nos han ocultado la verdad desde el principio… Y pretenden ocultarnos la cifra real de fallecidos. El ministerio dice ahora que los cientos de ancianos contagiados en residencias no computan porque no dio tiempo a hacerles test. Es miserable”. Quien así se expresa en esta ocasión es Javier Maroto, portavoz del PP en el Senado.

Entre una y otra posición está la diferencia entre quienes creen que hay que ganar juntos la guerra al coronavirus y quienes solo quieren tumbar al Gobierno. 

Falta en España algo que sin embargo se está produciendo prácticamente en toda Europa: que partidos gobernantes y oposición eviten el cuerpo a cuerpo, la crispación y, sobre todo, aislen a la ultraderecha. Aquí todo es distinto. Con bulos y sin bulos, no hay forma de encontrar soluciones comunes porque no hay una definición compartida del problema, y porque el PP sigue en su particular guerra por la hegemonía de la derecha siempre a rebufo de lo que haga y diga el partido de Santiago Abascal. 

Para la derecha política y mediática la batalla, más que contra el coronavirus, la mayor crisis sanitaria en los últimos cien años, pareciera una guerra contra el Ejecutivo, que se desgañita pidiendo unidad.

Sánchez invitó este jueves desde la tribuna del Congreso a partidos, sindicatos y empresarios a sentarse ya la próxima semana para buscar un gran acuerdo de reconstrucción. Pablo Casado le respondió que esa propuesta es “un trampantojo para desviar las cifras de los telediarios”. Vox dejó la puerta abierta a acudir a la reunión tras haberse negado su líder a descolgar el teléfono al presidente en los momentos más virulentos de la pandemia.

El consenso y la mirada larga está lejos de producirse en un país que viene de afrontar el ciclo electoral más largo de la democracia. Y el ambiente es muy distinto al que propició los ocho pactos de Estado alcanzados por los dos grandes partidos que se han alternado en el Gobierno, y a los que se fueron sumando en la mayoría de los casos el resto de formaciones políticas.

Unos fructificaron más. Otros, menos. Porque en todos se explicita que es al Gobierno de turno a quien corresponde llevar la iniciativa en su desarrollo, y la oposición siempre acaba por cuestionar la eficacia de esos consensos. Como curiosidad: los que se alcanzaron en la España democrática, salvo los dos primeros -los de La Moncloa y el de la Constitución- fueron a iniciativa del PSOE, si bien la derecha siempre mostró disposición a firmarlos. Su cumplimiento después ya fue otra cosa. 

La pregunta, ahora que Pedro Sánchez ha puesto sobre la mesa la necesidad de una segunda versión de los Pactos de la Moncloa, es si ese consenso es necesario para afrontar la crisis socioeconómica que ya tenemos encima, como demuestran algunos datos. Sin ir más lejos, una encuesta de Metroscopia de esta semana desvelaba que el 48% de los españoles ya siente el impacto de la crisis del coronavirus en sus economías particulares, tras las primeras tres semanas del estado de alarma. Esas consecuencias tan inmediatas las declaran especialmente las personas en paro. Tres de cada cuatro desempleados (78%) perciben ya un daño serio en su economía doméstica. La gran caída en la afiliación a la Seguridad Social en las dos últimas semanas de marzo (834.000 cotizantes menos) y la masiva incorporación de trabajadores a los ERTE pueden con toda probabilidad explicar la magnitud de estas cifras.

Ante esta situación, y con una España angustiada que cuenta cada mañana muertos y parados, Sánchez ha pasado de pedir unidad sin generar previamente un espacio de confianza con el resto de partidos en las primeras semanas de la crisis a telefonear a todos los líderes para hacerles partícipes de la situación y emplazarles a un marco de lealtad mutua con el que sacar a España de la crisis en cuanto pase se levante estado de alarma.

La respuesta de la derecha de Pablo Casado no ha podido ser más desalentadora. A diferencia de Ciudadanos, el PP no está por la labor porque entiende que lo que busca Sánchez es una “coartada” para impulsar un cambio de régimen al estilo del “populismo bolivariano”. Ahí es nada. Casado sigue la estela de Aznar y FAES, que considera inviable una nueva versión de Los Pactos de La Moncloa mientras Unidas Podemos siga en el Gobierno, ya que la formación de Pablo Iglesias es, en su opinión, “una amenaza para el sistema democrático”.

Lo cierto es que Unidas Podemos no  cree necesario el acuerdo porque ve tras él un intento de hacer inviable la acción del gobierno al que pertenece. La única que parece estar por la labor es Inés Arrimadas que, en su afán de buscar un perfil propio en la oposición, no excluye a ninguna fuerza del eventual pacto, si bien pide que se negocie primero con los partidos con sentido de Estado, de tal modo que se diluya entre ellos las ideas de Unidas Podemos.

Salta a la vista que por más que se intente, hoy no será posible lo que en otros momentos de la democracia sí lo fue. Y quizá la razón haya que buscarla en una sociedad extremadamente polarizada en términos políticos y en la que el acuerdo no forma parte de la estrategia de ningún partido. Y eso que los antecedentes de pacto de Estado siempre llegaron en momentos que los actores políticos, económicos y sociales percibieron como especialmente graves y requerían de la concertación de todos, más allá de intereses particulares o de las siglas. Pasó con la economía, con las pensiones, con la lucha contra el terrorismo o la violencia machista, pero no se vislumbra que vaya a ocurrir con las secuelas que nos deje el coronavirus. ¿Tanto ha cambiado España y tanto sus líderes políticos?

Aquí, por orden cronológico,  los pactos de Estado más relevantes de los últimos 43 años:

Los Pactos de La Moncloa (1977). España agonizaba económicamente después de la crisis del petróleo de 1973, el paro estaba desbocado y la inflación rondaba el 30%. Todo en medio de un cambio de régimen -de la dictadura a la democracia- que podía descarrilar entre tanta incertidumbre económica. Impulsados por Adolfo Suárez y su vicepresidente y ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana, los partidos llegaron a un consenso para frenar la inflación, el desempleo y la caída de la peseta. Ni fue fácil ni fue rápido, pero al final hubo un acuerdo sustentado en dos documentos. Uno político y otro económico. En el primero, se incluyeron medidas de ajuste para estabilizar una economía explosiva. En el segundo, iniciativas como la libertad de prensa y la eliminación de la censura, el reconocimiento del derecho de reunión y de libre expresión de las ideas, el derecho de asociación sindical, la despenalización del adulterio y la supresión del Movimiento Nacional. Reformas de gran calado que tuvieron un posterior desarrollo legislativo, incluido la modificación del Código Penal.

El pacto constitucional del 78.  El suyo fue un relato cargado de desencuentros, rupturas, sobresaltos, y acercamientos. Todo dominado por una decisión compartida: no romper una vez más la convivencia pacífica entre españoles. En junio de 1977 se habían celebrado las primeras elecciones libres de los últimos 40 años y la coalición UCD, presidida por Suárez, obtuvo 166 escaños, seguida por el PSOE con 118. A una enorme distancia los electores habían situado al Partido Comunista que sólo obtuvo 19 escaños. Muy cerca del PCE se colocó Alianza Popular, liderada por Manuel Fraga que se había presentado rodeado de ex ministros de Franco, lo que valió a la candidatura el apodo de «Los siete magníficos». Los nacionalistas catalanes en coalición con otras fuerzas catalanistas se alzaron con 11 escaños y los vascos obtuvieron 8 diputados. Un mes después, se constituyó las Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, de la que salieron los siete ponentes encargados de elaborar el primer anteproyecto constitucional. El primer problema que se planteó es que de esos siete ponentes constitucionales habían quedado excluidos los nacionalistas vascos y catalanes. Al final, el PSOE cedió uno de sus puestos en favor de Miquel Roca, quien se comprometió a defender también las posiciones de la minoría vasca, que quedó fuera de la ponencia. Las discrepancias aparecieron desde el primer momento, como no podía ser de otro modo: la forma del Estado; la unidad de España; la organización territorial; el reconocimiento o no de las nacionalidades; la no confesionalidad del Estado; el divorcio; la pena de muerte; los derechos y libertades de los ciudadanos… La simple enumeración de estas cuestiones da idea de la enorme distancia que separaba a unos partidos de otros. El espíritu de consenso que alumbró la Constitución no fue el resultado de una concordia de origen, sino del fruto de un esfuerzo difícil, largo y sostenido por todos para lograr la España democrática.

Pacto para el desarrollo autonómico (1981). El clima de inestabilidad que se respiraba tras la dimisión de Suárez y el intento de golpe de Estado el 23F marcaron un punto de inflexión en la política autonómica que hacía cada vez más necesario delimitar. Calvo Sotelo como presidente del Gobierno y Felipe González como líder del PSOE plasmaron las conclusiones del informe de una comisión de expertos dirigida por el jurista Eduardo García de Enterría, que recogieron el nuevo mapa autonómico, su estructura organizativa  y la armonización de todo el proceso a través de una ley orgánica. La década de los 80 estaría marcada por la reticencia del Gobierno central a transferir algunas competencias. En 1987, cumplidos los cinco años desde la aprobación de los estatutos, muchas se rebelaron para ampliar su techo competencial. El problema no se resolvería hasta 1992 con el segundo gran pacto autonómico, firmado entre el entonces presidente Felipe González y el líder del PP, José María Aznar. Se fijó así el marco para transferir 32 nuevas competencias, incluida la de Educación, en un intento de igualar a las comunidades de “vía lenta” con las “históricas”.

Los tres pactos contra el terrorismo de ETA (1987-2000). Partiendo de la consideración de que el terrorismo era un asunto de Estado y después de un largo proceso de conversaciones y reflexiones conjuntas, el 5 de noviembre de 1987, en el Congreso de los Diputados,  PSOE, AP, CDS, CIU, PNV, PDP, PL, PCE y EE firmaron el Acuerdo de Madrid contra el terrorismo. Un año más tarde, y tras 50 horas de negociación, las fuerzas políticas vascas, con la excepción de Herri Batasuna, cerraron en enero de 1988 un pacto por la pacificación y la normalización de Euskadi. PNV, PSE, Eusko Alkartasuna, Euskadiko Ezkerra, AP y CDS suscribieron un documento que el entonces lehendakari, José Antonio Ardanza, calificó de esencial para la derrota de ETA.

El texto consideraba válidas las vías de reinserción para quienes decidieran abandonar la violencia con el propósito de defender sus ideas por cauces democráticos y apoyaba un proceso de diálogo si los terroristas daban muestras de una clara voluntad de poner fin a la violencia. Quince días más tarde, ETA declaraba una tregua que duró un mes.  El 8 de diciembre de 2000, el Gobierno del PP y el PSOE, a propuesta de éste último, cerraron un pacto de Estado por las libertades y contra el terrorismo. El documento perseguía reforzar la unidad de los dos partidos para concertar la estrategia antiterrorista y les comprometía a no suscribir acuerdos con los nacionalistas del PNV y EA hasta que estos renunciaran a la vía soberanista abierta en los pactos de Lizarra. El texto manifestaba la voluntad de eliminar del ámbito de la confrontación política o electoral entre los dos partidos las políticas para acabar con el terrorismo. Subrayaba también que la política penitenciaria formaba parte de la estrategia de persecución contra ETA, aunque contemplaba la posibilidad de reinserción para los que abandonaran la organización terrorista y mostraran actitudes inequívocas de arrepentimiento.

En 2005, el PSOE con Zapatero de presidente solicitó al Congreso permiso para abrir un proceso de diálogo con ETA si la banda abandonaba la violencia. El texto fue respaldado por todos los grupos, excepto el PP. Su presidente, Mariano Rajoy, declaró ese día: “Un Parlamento democrático que representa a la soberanía ha dado a ETA el título de interlocutor político”. Nada dijo, sin embargo, de anteriores negociaciones con la banda, incluida la que impulsó Aznar, y sin autorización previa del Parlamento. El acuerdo antiterrorista saltó por los aires con los atentados del 11-M, cuando el PP convirtió la masacre en los trenes de Atocha en munición política contra los socialistas, que habían ganado las elecciones tres días después de la matanza en Madrid y regresado al Gobierno.

Pacto de Toledo (1995). A propuesta de CiU, el pleno del Congreso aprobó una Proposición no de Ley para  una ponencia en la Comisión de Presupuestos con el objetivo de elaborar un informe en el que se analizarían los problemas estructurales del sistema de la Seguridad Social y se indicarán las principales reformas que debían acometerse. El plan era garantizar la viabilidad del sistema público de pensiones. Catorce meses después,  nacía el Pacto de Toledo, llamado así porque el acuerdo final se fraguó en una reunión en el Parador de la capital manchega entre representantes de PP, PSOE, CiU e IU. Todos se comprometieron a dejar fuera del debate electoral las pensiones y a acometer por consenso para que el sistema fuera sostenible a largo plazo, las reformas en la Seguridad Social. El acuerdo perduró hasta que en 2011 con Rajoy en el Gobierno el Consejo de Ministros suprimió el IPC como fórmula para la revalorización anual. Luego hubo intentos para su reconstrucción y fue Podemos en 2018 el que impidió un nuevo consenso ante la cercanías de las elecciones de 2019.

Pacto por la Justicia (2001). Con Zapatero como jefe de la oposición, el PSOE impulsaría, además del acuerdo contra ETA, un pacto para despolitizar la Justicia. Lo suscribieron el secretario de Libertades Públicas socialista, Juan Fernando López Aguilar, y el secretario general del PP, Javier Arenas, y perseguía cerrar el debate sobre el polémico sistema de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El acuerdo implicaba cambiar una veintena de leyes para modificar las competencias de los altos tribunales, introducir criterios de productividad en las retribuciones de jueces y fiscales e informatizar y reorganizar la oficina judicial para agilizar los procesos. El acuerdo se mantuvo hasta la siguiente renovación de los órganos constitucionales que, ya con el PSOE en La Moncloa, volvió a ser por parte de la derecha motivo de bloqueo.

Pacto contra la violencia machista (2017). La ley orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género de 2004 marcó el inicio en España de una batalla inconclusa que tiene como objetivo garantizar la integridad de las mujeres y evitar la violencia estructural ejercida contra ellas. La norma trajo consigo la adopción de medidas concretas que empezaron a combatir y visibilizar el maltrato que históricamente han sufrido las mujeres en el ámbito privado. Además, sirvió para que el foco se pusiera en el castigo del maltratador y para otorgar a las víctimas recursos de ayuda y defensa. Pero no sería hasta 2017, con el PP en el Gobierno, cuando los partidos políticos sellaron un acuerdo histórico en esta materia. El pacto de Estado contra la violencia de género buscaba que las mujeres y sus hijos estuvieran protegidas en todo momento, incluso desde que su médico de cabecera identificase el más mínimo indicio de maltrato. 

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