El relevo generacional de la política española se ha completado este fin de semana con una vuelta al pasado. El espectro de José María Aznar, que tanta sombra arrojó sobre Mariano Rajoy, regresó de entre los muertos con la victoria de Pablo Casado, palentino de 37 años. Un hombre que ha sonreído tanto en estos dos días que habrá acabado con dolor de mandíbula.
El marianismo de modales suaves en el Partido Popular morirá con su líder. “Nadie está en posesión de la verdad absoluta”, dijo Rajoy en su discurso de despedida. Le aplaudieron a rabiar, pero la mayoría de los compromisarios estaban por volver a las esencias duras del aznarismo donde nunca hay déficit de verdades absolutas.
En su discurso de presentación de la candidatura, Casado dejó claro cuáles son sus principios en modo de frases cortas y agresivas. “Somos el partido de la libertad, el partido de las personas”. “Somos el partido de la vida y la familia”. “Somos el partido de la España que madruga (vale, esta frase copiada a Sarkozy sólo cuenta como anécdota). ”Este partido va a liderar la España de los balcones, la España de las banderas“.
Así que todos los demás partidos no representan en realidad a la libertad, las personas, la vida, la familia o la bandera española. O si lo intentan, no pasan de ser una copia imperfecta del PP, en la mentalidad de Casado. Nosotros y ellos.
“Ha ganado la vuelta a los principios del PP”, escribió en Twitter Miguel Ángel Rodríguez, el primer portavoz del Gobierno de Aznar. Los aznaristas se relamen de gusto, así como los medios de comunicación partidarios de blandir la estaca desde Madrid para someter a los insurrectos.
El disfraz de Santamaría
Con independencia de lo que se piense sobre sus ideas, no se puede negar que Casado hizo campaña, algo que no se podría decir de su principal rival, si por campaña se entiende defender las ideas concretas en las que se cree.
El discurso de Soraya Sáenz de Santamaría del sábado casi fue un ejercicio de travestismo político. La exvicepresidenta, que llevaba 18 años pisando moqueta –en la sede del PP y luego en Moncloa–, se presentó como una luchadora del partido, una guerrera del asfalto. “Soy Soraya, la del PP, y mi partido es el PP”. “Yo moriré siendo del Partido Popular”. “Mi lealtad está con el partido”.
En pleno arrebato de amor por el partido al que nunca prestó demasiada atención porque su poder residía en ser la número dos de Rajoy, Santamaría siguió haciendo alarde de sus múltiples identidades hasta acabar con las más improbables. “Yo soy de la España rural”, dijo una mujer nacida en Valladolid, donde también estudió, que trabajó en León y luego en Madrid, y que ahora vive en un chalé de 231 metros cuadrados en una zona de lujo de la capital a la que el ABC llamó “un oasis para los famosos”. Se lo habrá ganado con su sueldo, pero muy rural no suena.
Santamaría se puso tantas medallas que estuvo cerca de caer bajo su peso. Presumió del escrache que hubo ante su domicilio y de lo mal que lo pasó su madre. Hasta citó una querella que le puso el actual presidente de la Generalitat, Quim Torra, alguien a quien en el PP nadie conocía hace seis meses. “Dice mi marido que lo ponga en mi currículum. Querellada por defender la unidad de España”, anunció. Queda consignado por si le permite nuevas salidas laborales.
Es muy posible que los compromisarios del partido recordaran que en las ruedas de prensa tras el Consejo de Ministros cuando los periodistas le preguntaban por los casos de corrupción en el PP la entonces vicepresidenta se ponía de perfil y decía que eso no concernía al Gobierno, que no hablaba de “asuntos de partido”. Todo eso ocurrió en la época en que su enemiga íntima Cospedal se incineraba en diferido cada lunes en ruedas de prensa en la que todos los periodistas podían preguntar, lo que no ocurría en Moncloa con Santamaría.
De vuelta a la mano dura
Lo tuviera escrito o no, Casado destacó muy pronto en su intervención que se había multiplicado “en los platós (televisivos) a los que nadie quería ir, en los días en que nadie quería dar una rueda de prensa”. Ahí lo tenía fácil. Santamaría nunca resultó creíble como la persona que aparentaba haberse batido el cobre en favor de la reputación del partido en sus peores momentos.
Quizá ese factor personal no haya sido lo más importante. A fin de cuentas, el marianismo nunca fue una tendencia ideológica, sino una actitud distante ante los problemas de la vida. En política, no se puede heredar el gusto por el puro en la sobremesa, el Tour de Francia y pasar la tarde del domingo viendo por la tele un Celta-Real Madrid.
Pasado ese largo paréntesis, el PP vuelve a la mano dura, porque Casado insistió en tocar todas las teclas para que nadie pensara que se puede estar más a la derecha que él. Nadie más dispuesto a desdeñar reivindicaciones de colectivos, porque lo que importa es la persona. Nadie con la bandera española más grande en el balcón. Casado es un producto también de la conmoción provocada en la derecha por la independencia catalana de ocho segundos: “Quiero recuperar Cataluña, esa Tabarnia hipotética va a ser una Tabarnia de verdad”, dijo Casado.
Cuando el líder del primer partido español en votos enarbola la bandera de esa broma ya olvidada por la mayoría de los que la apoyaron, hay que suponer que seremos testigos de una cruenta lucha entre Casado y Albert Rivera por ser los más enfurecidos a cuenta de la crisis catalana.
En los pasillos, Núñez Feijóo reconocía, ahora sí, que había votado a Casado. Si este fracasa en el próximo año al no poder frenar la sangría en las encuestas, el presidente gallego podría tener una segunda oportunidad para liderar el partido antes o justo después de las siguientes elecciones.
Claro que eso también es lo que pensaba Susana Díaz.