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OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

“No podemos ser un país unitario, porque en realidad no lo hemos sido nunca”

José Enrique Ruiz-Domènec (Granada, 1948) es historiador; uno de nuestros principales expertos en Europa y en la Edad Media, una época en la que se cuecen los mitos y se forjan las realidades que alumbraron los Estados. Es granadino con apellido mediterráneo, de catalanes que se fueron a Granada hace mucho tiempo en una inmigración al revés. Se considera un hombre de frontera: “Soy fronterizo porque entiendo perfectamente lo que es Cataluña y entiendo lo que es mi tierra de origen, que es Andalucía”.

Empezó a trabajar en la Universidad Autónoma de Barcelona en 1968, cuando se fundó. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Génova y Poitiers. Es un férreo defensor del método de la Nouvelle Histoire francesa, otra manera de mirar la historia. Es el representante español en la comisión de 27 historiadores de los 27 países de la UE. Esta es la cuarta entrevista con un historiador español, un intento de averiguar quiénes somos, o al menos quiénes no somos.

Nos citamos en un bar histórico de Barcelona llamado El Velódromo, un templo que en los años 80 reunía la intelectualidad catalana. La entrevista fluye entre ruidos y conversaciones en voz alta. En eso los catalanes son como los españoles. La Edad Media y la narrativa del entrevistado atrapan a quien escucha creando un campo de silencio.

¿Es la corrupción un invento moderno o es consustancial al hombre y ha estado presente siempre en cualquier período histórico?

Hay un dicho que se atribuye a Graco, de los hermanos Graco, un viejo político romano de la época republicana: “Prefiero una república corrupta a una dictadura”. Es un dicho elegante para indicar que en la política no todo es puro. Lo malo es que las repúblicas corruptas terminan generando dictaduras. La corrupción es una tentación habitual en la vida política con independencia de la forma de gobierno, por tanto antes de que apareciera la democracia. La corrupción es sustancial a la historia. Ha habido casos extraordinarios pero en pocas ocasiones se ha producido la desfachatez moral en la que estamos ahora. La corrupción actual nace de un tipo de superioridad moral: muchos dicen, hemos logrado vencer la dictadura, lo cual es verdad, y por eso tenemos el derecho a hacer lo que queramos, todo es permisible. Ese maquiavelismo de vía estrecha es lo que ha provocado esta sensación espantosa del país en el que vivimos.

Lamentablemente, el esfuerzo que supuso la transición desde un régimen autoritario, una dictadura como la de Franco, a un Estado de derecho, más o menos democrático, ha terminado por provocar esta especie de miasma selectivo del que conocemos la parte que afecta a dos cosas que los españoles valoran demasiado, el dinero y la política. La corrupción está más allá del secuestro del dinero y del uso político. El día que desaparezca porque hayamos juzgado a todos los responsables de estos desfalcos, cohechos, prevaricaciones, etcétera, tendremos que atacar otros elementos de las instituciones donde la venalidad no se refleja tanto en aspectos del dinero sino en aspectos de la conducta moral. El tráfico de influencias es el cáncer de un país moderno.

Los políticos surgen de una sociedad que ve lícito no declarar todo a Hacienda, no pagar el IVA o aparcar en doble fila. ¿Falta ciudadanía, somos corruptos?

La corrupción es un gesto que se agranda a medida que se tiene oportunidad para hacerlo. Tan corrupción es llevarse un paquete de hojas del trabajo para usarlas en casa, en el fondo un pequeño hurto, como engordar una dieta 20 euros, que desviar un millón. La diferencia es cuantitativa. Un millón es un delito que persigue la justicia y aparece en los periódicos; nadie lleva a primera página que han sorprendido a un profesor llevándose un paquete de hojas a su casa. En este país llevarse los folios es normal, forma parte de lo que se llama a menudo picaresca aunque es otra cosa.

La picaresca, además de ser un género literario hermosísimo, con grandes obras como las de Mateo Alemán, es una rebeldía contra un sistema opresivo. Ahora no estamos en eso, nuestro sistema es defectuoso, pero no es opresivo. Esto es un Estado de derecho con sus leyes en el que la mayoría de la población se dedica a trabajar honradamente desde las ocho de la mañana a las seis de la tarde para buscar su porvenir y el porvenir de la familia. Ahora es diferente. No se puede llamar picaresca a la evasión fiscal.

¿Por qué somos tan distintos a los alemanes que dimiten por copiar una tesis?

Porque España no se ha creído nunca el orden social que se genera desde la sociedad; hay una especie de desprecio a las minorías que han pensado y propuesto ese orden social. Pero fueron las minorías las que diseñaron la Constitución democrática, por ejemplo. Para justificar ese comportamiento acudimos a nuestros tópicos: el español es envidioso, es cainita, no reconoce a los suyos, mira los mitos extranjeros. Lo peor que te puede ocurrir en España es tener un apellido español. Si lo tienes alemán o inglés, todo lo que digas es bien acogido. Si te llamas Martínez, enseguida sospechan de ti. En cambio, si el que lo dice se llama Brown, ya es otra cosa. Es como si nos gustara caer en el dirigismo; a veces el dirigismo es paternalista, otras, ilustrado. Todo para el pueblo pero sin el pueblo. Otras a veces es autoritario como el absolutismo de Fernando VII o la dictadura de Franco. Entonces surge el que como no tenemos arreglo que venga alguien y nos lo arregle. Es una percepción espantosa.

No sabemos quiénes somos. Hemos pasado de sentirnos muy poca cosa durante el franquismo a creernos los reyes del mambo con el boom económico, y no éramos ni una cosa ni otra. boom

Exacto, no somos ni una cosa ni otra.

Nos creímos ricos y ahora somos pobres. Ha sido un colapso.

Toda sociedad tiene un mecanismo de representación ante el espejo, y los espejos en los que se ha mirado la sociedad española en estos últimos tiempos han demostrado, por seguir su argumento, que España ha pasado de ser un país atrasado a uno importante en Europa. Fue por cálculo político: la comunidad internacional necesitaba que España no fuera un país atrasado. La apuesta era significativa porque existía una sospecha en Europa: saber si íbamos a ser capaces de entender lo que significa la cultura y el sistema político europeo creado tras la Segunda Guerra Mundial. Nos dieron la oportunidad porque el español había estado sometido durante muchos años a la ignorancia, a la pobreza y a una emigración forzada. La idea de que el español es de buen fuste nace de un subjetivismo kantiano, y lo kantiano les gusta mucho a los europeos. Por ese motivo sedujo la idea de rescatar a un pueblo de su casticismo, es decir, de su idiosincrasia, un pueblo al que los europeos conocían en su parte servil, por el turismo, pero que lo veían dispuesto a cambiar, agobiado por un sistema político que le impedía ir al ritmo que marcaba Europa, de una cerrazón ideológica, doctrinal y de costumbres. Recuerde que en los años sesenta, incluso en muchos sitios en los setenta, ver un bikini era como ver al diablo.

Se nos dio esa oportunidad y se nos concedieron los recursos necesarios para tenerla. Si el país estaba desvertebrado, desvertebrado territorialmente, se decidió vertebrarlo con autopistas; si lo era económicamente, nos dieron créditos. A partir de ahí comienza el desarrollo que nos llevó a ser un país moderno. España administró por primera vez en términos democráticos lo que se le daba, una situación nada comparable con lo ocurrido en el siglo XVI, cuando llegaba el oro y la plata de Las Indias, de América; entonces no había una sociedad democrática que fiscalizara la venalidad de la Administración.

En la Transición teníamos un sistema democrático, con partidos políticos, y en principio una prensa libre que podía denunciar determinadas acciones. Como fluía tanto dinero, se podía hacer todo lo que era conveniente hacer, aquello que no era conveniente y aquello que era mejor silenciar. Así se fue creando esta sensación de que mientras los fondos estructurales siguieran viniendo, España crecería de forma extraordinaria. Era El Dorado: crecimiento, trabajo y mucho dinero al especulador. Pero todo esto generó un mal proyecto de país.

El escritor griego Petros Márkaris, que utiliza la novela negra para hacer crítica social y política, dice que Grecia pasó de la cultura de la pobreza a la cultura de la riqueza sin transitar por la cultura del esfuerzo. ¿Sucedió lo mismo en España?

La necesidad angloamericana de evitar que Grecia se escorara al bloque comunista les empujó a pagar con una venda en los ojos todo lo que pidieron los griegos. Este no fue el caso de España. Claro que hubo un cierto chantaje político, cuando se decía que España había estado sometida a un régimen terrible, que visto desde Europa lo era, y mucho. Europa se sentía culpable de tener en su frontera sur un régimen que era propio de África. Los que venían de turista veían que al español le castigaban por cosas que él hacía, que los españoles no tenían acceso a bienes que él tenía, y eso genera mala conciencia, sobre todo porque el europeo de la posguerra, de la segunda posguerra, como decía Tony Judt acertadamente, la que comenzó en 1948, es un europeo socialdemócrata con una fuerte conciencia social. Aunque vinieran de una cierta riqueza, como era el caso de los alemanes, daneses, holandeses, suecos, se sentían mal. Si eras un poco obsceno resultaba sencillo convertirte en víctima, porque lo estaban deseando. Cuando al español le permites hacerse la víctima lo hace a las mil maravillas.

Al final pasamos de la pobreza a la riqueza, nos creímos ricos y no invertimos en nada importante, sólo en aquello que el dinamismo europeo nos exigía: vertebrar el territorio, vertebrar el crecimiento económico y en eso se aplicó una rígida política socialdemócrata de la que fue responsable el primer PSOE; rígida como se vio en Andalucía: aquí no habrá pobres, y se creó el PER; da igual que trabaje o no trabaje: va a estar cubierto. El demonio familiar español, que son los golpes de Estado, se solucionó convirtiendo a jefes, coroneles y generales en miembros de la OTAN, con sus misiones fuera de nuestras fronteras. Así, el Ejército no estaba aburrido ni le daba por pensar en lo que se hacía en el Parlamento.

La identidad es importante en la creación de un Estado. Parece que nosotros, los españoles, no hemos tenido mucha suerte en esto.

Cuando en ocasiones la historiografía insiste en la diferencia de la Historia de España con la historia de los países que nos son afines, es, en parte, verdad. Cada vez que ha habido un proyecto de vertebración, de estructuración de este territorio que los romanos denominaron Hispania, y a ellos mismos les costó entender cómo vertebrarlo, ha habido problemas. Ellos crearon dos grandes provincias, la interior, la ulterior, con diferencias de calado en relación con la metrópoli. No era lo mismo ser hispano de la Bética que de la Tarraconense.

Muchos países solucionan sus problemas en la Edad Media, un periodo en el que deciden qué quieren ser. Parece que nosotros no hemos solucionado ninguno.

Decir que España es diferente porque nuestra Edad Media fue diferente es en parte cierto, al menos en relación con la Europa de nuestro entorno. La Edad Media francesa, italiana, inglesa y alemana difiere en la manera de entender la forma de gobierno. El caso español es diferente porque en la península nunca se actuó de manera uniforme. El primer y único intento serio lo llevó a cabo la dinastía Omeya, que creó una unidad política, en torno a Córdoba, de religión musulmana y en alguna época bastante desarrollada cultural y artísticamente. Recibió, como es normal, la hostilidad de los pueblos del norte peninsular, astures, gallegos, navarros, aragoneses y de los condados catalanes, pero también la de las poblaciones interiores, especialmente de los bereberes que no veían cumplida su forma de vida en ese proyecto político. Por todos estos motivos se malogró.

Hubo una civilización que podría haber marcado una pauta importante pero dejó poco legado; el legado Omeya es un legado artístico y de nostalgia de una gran literatura, especialmente de la etapa final. El collar de la paloma pertenece a un exiliado de Córdoba –Ibn Hazm, un hombre de la aristocracia vinculada a la familia Omeya– que trabajaba en Denia y recuerda los viejos tiempos. Después se crean los Reinos de Taifas, que supone desvertebrar el país. Más tarde, en el siglo XIII, aparecen, los cinco reinos: Castilla, Aragón, Navarra, Portugal y Granada.

Que son la base de los problemas actuales.

Sí. Así es. A los diferentes territorios de la Península Ibérica les cuesta relacionarse entre sí; cuando conectan entre ellos provocan conflictos internos, guerras civiles, porque unos son partidarios del encuentro y otros, en cambio, prefieren el desencuentro. Las guerras civiles son intensas. En los dos últimos siglos de la Edad Media, el estado de guerra es permanente, justo cuando en la Europa occidental y central se estaban creando unas matrices culturales basadas en una organización urbanística que llegará prácticamente hasta la Edad Contemporánea, y unos principios de orden social, de creación de una clase media urbana, de una burguesía, que situaba el trabajo como elemento dinamizador, de la promoción personal, de la capilarización social.

Todo eso se interrumpe en España y aparece un embotamiento de castas dominantes, de recursos a la sangre, de persecuciones de los judíos y de su ulterior expulsión en 1492. Hasta que surge un proyecto político de unión dinástica en el que los únicos que creían en él de verdad eran los propios impulsores y un grupo de intelectuales afines en la Corte, grandes humanistas que introdujeron valores que procedían de Europa, como el erasmismo, que, sin embargo, se convirtió en un ente extraño al casticismo español.

Una vez más tenemos ese rasgo característico en España: las buenas ideas que vienen de fuera se convierten en entes extraños, como si la hechura del ser español, como la llamaba Américo Castro, lo impidiera, es como una costra dura que impide la permeabilidad de las ideas. El erasmismo no caló fuera de los círculos restrictivos de una élite muy cercana al poder político, hasta el punto de que cuando el poder político se debilitó o cambió de opinión, como sucede en la segunda parte del reinado de Felipe II, el erasmismo desaparece, se esfuma, e incluso muchos erasmistas fueron perseguidos y tuvieron que exiliarse, un gesto muy extendido entre los españoles.

Algunos venden que la unidad de España nace con los Reyes Católicos, y no es así.

En efecto, no es así. Los Reyes Católicos no crean la unidad de España, lo que hacen es una unión dinástica para sostener un proyecto político común entre reinos disímiles que llevaban siglos de enfrentamientos. No crean un Estado único ni crean una nación, pero en cambio evitan que los diferentes reinos hispánicos sobre los que ellos son reyes vuelvan a pelearse entre sí, tengan intereses comunes, y eso ya era mucho.

Cuando murió Isabel, Fernando se tuvo que ir; él era regente, no sucesor.

Sí, en efecto; Fernando se llevaba mal con su yerno, el célebre Felipe El Hermoso, duque de Borgoña. Tampoco entendía el carácter de su hija Juana, lo que generó una situación conflictiva sobre su pretendida locura. Finalmente salió de Castilla y volvió a su reino, la Corona de Aragón, para centrarse en la problemática italiana, sobre todo la napolitana. No estaba convencido de la lealtad de la persona clave que tenía allí en calidad de virrey, el Gran Capitán, un personaje que estudié en profundidad y escribí un libro muy largo sobre él [El Gran Capitán. Retrato de una época; Península]. Era un noble cordobés que se adaptó a la vida de Granada, de hecho cuando murió quiso ser enterrado en Granada y allí está.

Fernando no se fiaba mucho de que ese andaluz, pese a ser pariente suyo. Sin unión dinástica, pensaba que no era el más adecuado para sostener el proyecto político que la Corona de Aragón tenía en el Reino de Nápoles. Por eso lo destituye. También hay cuestiones de celos y alguna cosa más. Pero no su pretendida veleidad; lo de las famosas cuentas del Gran Capitán es una leyenda; las verdaderas, las que envió a la Corte superarían una auditoría moderna de Morgan Stanley. Son perfectas y están en los archivos para su estudio. La unión entre Castilla y Aragón la vuelve a relanzar Carlos de Habsburgo, el emperador, pero siempre con la misma tesitura de evitar que los diferentes reinos peninsulares se enfrenten entre sí y eso se consigue hasta 1640.

¿Qué sucede en 1640?

En 1640 sucede algo extraño en la Historia de España, enormemente extraño porque casi nunca habían gobernado los del Sur. Hablamos del Conde Duque de Olivares, un noble del sur, un personaje que conocemos muy bien gracias al eminente historiador John Elliott, que escribió una gran biografía [El Conde Duque de Olivares; Crítica]. Él vio que el sistema político de lo que nosotros llamamos los Austrias no funcionaba; era demasiado frágil y no estaba a la altura de la revolución monárquica que se estaba desarrollando en el país más dinámico entonces, que era Francia, ni con la revolución, republicana en este caso, en el otro país dinámico de la época, Inglaterra.

De manera que propuso una adaptación de la revolución monárquica francesa, el modelo del cardenal Richelieu, a España. La integración exigía una mayor cohesión fiscal, es decir, que el esfuerzo del imperio español, tanto en Europa como en el Atlántico, debía sostenerse por los reinos que aún no habían participado, Aragón en primer término, también Portugal. Ahí tocó un punto difícil: cuando los impuestos están dirigidos a financiar estados de guerra nunca son bien recibidos; no son bien recibidos ni una subida de impuestos ni un estado de guerra. Surgió entonces la revuelta de los catalanes, que coincidió con la revuelta de los portugueses, que aprovecharon la coyuntura para reafirmar su independencia, que habían perdido en la época de Felipe II en unas condiciones que ellos consideraban ilegítimas.

El fondo de esta trama es realmente lo triste. España carece de un proyecto político seductor y tiene que imponerlo a la fuerza, y al imponerlo de ese modo, fracasa, y se hunde: Portugal se separa para siempre del proyecto español; Cataluña también lo hace pero por poco tiempo, pues cae en manos de los franceses que era tanto como salir de las brasas para meterse en el fuego: si no quieres que nadie te controle, te vas con Richelieu, que era el mayor centralista y controlador de aquella época. Por eso, al cabo de unos años, Cataluña pidió ingresar de nuevo en el imperio español, y el rey lo aceptó. Andalucía, que estaba sumida en su proyecto, también de independencia, cedió ante la situación creada por el último Austria, Carlos II, en la que cada uno podrá hacer lo que quería y ese fue el mal. La muerte de Carlos II sitúa el problema sucesorio como un asunto de política internacional y a la vez de vertebración territorial. Demasiados problemas juntos.

La política internacional es muy importante, y España ha carecido de grandes diplomáticos en los momentos cruciales. Eso es lamentable, pero es así. En la sucesión de Carlos II, se hubiera necesitado un personaje que entendiera lo que pasaba en Europa, es decir, por qué Inglaterra, Holanda, Francia y Austria se enfrentaron en una guerra con el pretexto de la dinastía que debía gobernar en España. De este modo la Guerra de Sucesión fue una guerra europea que utilizó la Península Ibérica como arena de combate. Aquí se entendió como una guerra para decidir qué rey se iba a subir al trono.

Cuando los ingleses y holandeses estaban convencidos de que el poderío de los Borbones, uno en Madrid, otro en París, era insoportable, la causa a favor de la casa de Austria estaba ganada, pero cuando, por azar, el archiduque Carlos se convierte en emperador de Austria, Inglaterra y Holanda dudan, no saben qué es peor, si un rey Borbón en Madrid y otro en Francia, parientes entre sí, o que el rey de España sea también emperador de Austria, un hecho que recordaba demasiado a la figura de Carlos V. Por ese motivo abandonaron la guerra. Pero pocos políticos austracistas se enteraron de ese sutil cambio en la diplomacia internacional, y optaron por seguir la guerra con sus únicos medios contra una potencia como Francia; eso era un disparate, que se pagó caro. En las guerras internacionales, cuando no tienes aliados lo mejor es firmar una paz aunque sea poco honorable antes que esperar una amarga derrota. Aquí se optó por el segundo camino. Y se produjo la derrota.

Muchas de las cosas que no entendimos entonces tampoco las entendemos ahora.

En efecto, aquella compleja situación internacional es un problema no resuelto. Lo más grave es que no se ha explicado bien y las pocas veces que se ha hecho no ha tenido los efectos deseados. En primer lugar porque, desgraciadamente, los historiadores carecemos de audiencia. La tienen otras actividades creativas del ser humano. A España le gusta hoy como ayer la novela, el teatro y la poesía. De hecho la crisis de 1898 la gestaron novelistas, dramaturgos y poetas con mucho talento. Cuando hablamos de la Generación del 98 hablamos de ellos: pensemos en Baroja, Valle, Unamuno o Machado, aún con mucha audiencia en España.

Durante la Transición interesa poco la lectura. Los poetas llegan a través de la prosodia cantada. Los cantautores marcan la mentalidad colectiva de los españoles. La Transición son voces. En Cataluña estaba Raimon, en el resto de España, Paco Ibáñez daba a conocer quién era Neruda, hasta entonces restringido a unos pocos connaisseurs. Pese a ello, todo el mundo cantaba a Neruda y se quedaba entusiasmado. O a Antonio Machado a través de Joan Manuel Serrat.

De las canciones se iba a los libros. Da igual la forma como llegue la cultura. En el Siglo de Oro, la audiencia del teatro era extraordinaria. Lope de Vega, gran dramaturgo y además un hombre de éxito, sería un superventas en la actualidad. En algunos momentos críticos tiene éxito el ensayo de perfil filosófico, no la filosofía, eso lo vio muy bien Ortega y Gasset. Cuando le preguntaban “¿es usted filósofo?”, él respondía: “Sí, pero lo que yo ensayo son ideas”. Y era verdad: ensayaba ideas con perfil filosófico. En suma, la historia no forma parte de nuestros fundamentos culturales. Eso es algo que debemos pensar en serio.

Entonces en España no se escucha a los historiadores.

En efecto, así es. En España la historia interesa poco, aunque por un efecto paradójico se venden muchos libros de historia, especialmente biografías y crónicas de la guerra civil. De modo que hay que ser cauto cuando se leen esos libros que no ofrecen una reflexión de carácter histórico sobre el pasado y el presente.

Es lo contrario a lo que sucede en los países de nuestro entorno cercano. La crisis que superó Alemania la resolvieron sus historiadores, la recuperación de Francia después de la Segunda Guerra Mundial también fue una labor de historiadores que tuvieron un hándicap inmenso porque la Gestapo había fusilado al por entonces el historiador de referencia en Francia, a Marc Bloch. No le fue fácil nada fácil sin él; pero a falta del maestro crearon una escuela y nació la École des Hautes Etudes, uno de cuyos miembros más estelares, Fernand Braudel, hizo un análisis de la identidad francesa para profundizar y explicar a sus conciudadanos qué sucedió en junio de 1940, y así un grupo notable de historiadores se dedicaron a analizar en términos históricos la rendición de Pétain, el colaboracionismo con los nazis sin disparar y también, por supuesto, la resistencia.

La historia les sirvió para entender las pautas de una sociedad que aspiraba a volver a ser una potencia europea. En los momentos críticos, por ejemplo tras el Mayo del 68, la sociedad francesa buscó a sus historiadores para que explicaran lo que estaba pasando. Son los años de la emergencia y el éxito de público de la Nouvelle Histoire, formada por historiadores que eran profesores eminentes y académicos que vendían ochenta, noventa y cien mil ejemplares. Eran best sellers. Mi maestro Georges Duby actuaba a veces como un actor de cine. De su libro Le Dimanche de Bouvines, publicado como una novela en tapa blanca por la editorial Gallimard se vendieron 50.000 ejemplares; todo un suceso en Francia. Lo mismo sucedió con Le Roy Ladurie y sus 180.000 ejemplares vendidos de Montaillou o los 53.000 de Penser la Révolution française de Furet. En Alemania también ocurre algo parecido. Cuando cae el muro de Berlín, las miradas se dirigieron a los grandes historiadores alemanes para entender lo que estaba pasando. Pensemos en la influencia actual de un historiador como Karl Schlögel.

Este escuchar a los historiadores es lo que ha ido vertebrando Europa, y nosotros nos hemos quedado fuera. Fuera de muchas cosas.

Sí. Los españoles de la Transición no han estado enraizados en la alta cultura europea, cuyos valores pocas veces han sabido reconocer: apenas se han identificado con los cambios en la lectura de la historia, y han seguido viendo en ella un análisis parcial, sesgado, al servicio de una causa, no un relato imparcial, lleno de vida, tolerante, abierto. Por eso los historiadores no son referentes en los grandes debates. Lo contrario, por ejemplo, que vemos en el británico, inglés o escocés. Hace unos años en el Times, se publicó una lista de los cinco autores más influyentes en el Reino Unido en ese momento. Y entre ellos había algún historiador. Si hiciéramos algo así ahora en España no creo que encontráramos ninguno en esa posible lista. Así pues, la idea de que la historia esté presente en el debate ciudadano, político, social e intelectual, es una asignatura pendiente.

No escuchamos a los historiadores, pero escuchamos a los tertulianos, a los políticos y reinventamos la historia.

Así es. Hemos eliminado a los historiadores. Aquí, en la actualidad, se manipula la historia a través de algunos profesionales poco aptos, que tienen poco que perder. La historia es una disciplina, un oficio, que forma parte de una república internacional de las letras. Si te desacreditas, te desacreditas en esa república aunque tengas éxito en tu zona de influencia. Por mucho que te ensalcen porque sigues el maná de una doctrina política en un momento determinado, desde fuera se te ve ridículo. Y, por tanto, desacredita el oficio de todos los demás.

En Alemania, Angela Merkel se deja asesorar por historiadores, cuando tiene que afrontar un problema serio de política internacional como por ejemplo en nuestros días el asunto de Ucrania, que es de nuevo el problema de la frontera este alemana. Para actuar con precisión en esta asunto se requiere un buen conocimiento de la historia europea de los últimos 500 años, o quizás incluso más, desde la batalla de Tannenberg de 1410. Si no partes del conocimiento de esa historia de larga duración, difícilmente puedes tomar decisiones acertadas sobre lo que está sucediendo en Ucrania; puedes, eso sí, decir cuatro majaderías, pero eso es peligroso en la actual situación mundial.

Merkel atiende a los historiadores, que para ello son personajes eminentes y a los que las instituciones universitarias protegen y cuidan. Lo opuesto de lo que aquí ocurre. El espíritu crítico que ofrece el conocimiento de la historia es realmente constructivo para la política. En España se necesitaría grandes dosis de ese espíritu crítico. En pocas palabras, creo que el conocimiento de la historia es la verdadera pauta de una ciudadanía madura, responsable y por tanto democrática. Cuando un gran historiador de mi generación como Tony Judt llega a esta misma conclusión, en sus últimas reflexiones en las que invita a pensar el siglo XX, me doy cuenta de que ese es el camino correcto. Lo que tenemos en España en este momento es una mala lectura de nuestra historia. Así es difícil construir el futuro.

¿Trata el nacionalismo catatán de reescribir la guerra de sucesión de 1714?

Sí, por extraño que pueda parecer hoy en día en un mundo globalizado, unos cuantos historiadores de nómina oficial quieren convertir una guerra de sucesión en una guerra de secesión.

Pero eso es algo que cala en la opinión pública catalana.

Sí, claro. Pero aquí se pone de relieve un problema más profundo. Porque el inventar no sería tan grave siempre y cuando la comunidad, la república de las letras de la que hablaba, adoptara una actitud más firme, pero antes de que se iniciara este proceso de invención comenzó la laminación de la historia como disciplina y del oficio de historiador, apoyando con grandes recursos una desequilibrada especialización en temas locales y algunos delirios metodológicos bien conocidos, pero que siguen contando con el refrendo de las autoridades académicas y políticas.

En esto, todos somos algo culpables. El mal se conoce, pero por una extraña cortesía, no se habla de él. Si miramos a Francia, nos daríamos cuenta de que esta invención no hubiera sido posible. Allí, la república de historiadores, con gran audiencia en los medios de comunicación, no permite determinados delirios, sin someterlos a una dura crítica. Jamás en un país serio una Administración publica pagaría a impostores; y en nuestro país se hace, y mucho. Para sobrevivir a estos turbulentos años, los historiadores han tenido que o bien refugiarse en investigaciones sofisticadas que no llegan al público o rendirse ante la presión y dejar de publicar. Hay un camino diferente; el compromiso, pero ese cuesta muchos disgustos. Entre otras cosas porque exige el diálogo abierto, el debate sincero, con los otros.

Y aquí no sabemos escuchar al otro. Seguimos sin entendernos. Hay dos fuerzas reinventando hechos incapaces de escucharse, de ponerse en contacto.

Desde luego, y por una razón educativa. He pensado en esto muchas veces. Se suele decir que en cada español hay un seleccionador de futbol, pero creo que eso también vale para la historia: cada español es un historiador. Cualquiera opina de la estrategia de un partido, como del pasado. En ningún caso se paran a pensar que, para hacer historia, se requiere un método de análisis, una formación en la lectura de los textos del pasado y, lo que a menudo se olvida, leer permanentemente nuevas aportaciones ya que la historia es una disciplina en constante evolución.

Tengo muchos amigos que tienen un conocimiento somero de historia. Algunos, de forma bondadosa pero ingenua me dicen que no entiendo que a mi edad tenga que seguir leyendo libros de historia dos o tres horas diarias, si en su opinión ya está todo escrito.

Hay una creencia generalizada en nuestro país de que la historia está hecha y que uno puede impunemente decir, como he oído decir a algún político, que su historiador de cabecera es uno que murió hace 50 años. Cuando una persona cree que la historia que se escribió hace 50 años es suficiente para poder entender lo que está sucediendo en España es que no ha entendido nada. Como se trabaja ahora no se parece en nada a como se hacía 50 años atrás, al igual que pasa con la física o la ingeniería. Nosotros hemos cambiado igual que ellos y eso pocos los saben.

¿Estamos repitiendo los mismos errores y desastres desde la Edad Media?

Sí, porque sustentamos un modelo de ignorancia de la historia, la idea de que la historia es opinable. Se ha llegado a opinar sobre los hechos, cuando los hechos no son materia de opinión. Se pueden debatir, que no es lo mismo que opinar. Debatir con argumentos y pruebas en un sentido u otro. Cuando miro a mi espejo de hace 30 años descubro que escribo cosas diferentes de lo que escribí entonces. Es normal porque hay hallazgos nuevos; no sólo de información, también de metodología; ambos te permiten cambiar el punto de vista. Si cuando surge el desafío soberanista el presidente del Gobierno dice que eso es un “retorno a la Edad Media” o una de dos, o no sabe nada de lo que fue la Edad Media o desconoce la realidad soberanista catalana; o quizás ambas, no sabe ni una cosa ni otra. Me preocupan por igual ambos aspectos de su ignorancia. El primero explica por qué el Estado se desentiende del rigor y la excelencia en el estudio de la historia en nuestros centros docentes; el segundo explica que se puede ser presidente del Gobierno sin saber política, ni actuar a través de ella. Todo esto es insólito.

No soy experto en la Edad Media, pero he visto cómo se inventaban una mitología medieval en los Balcanes. ¿Sucede aquí lo mismo? En vez de encumbrar a Alfonso VI, que tomó Toledo en 1085 y se declaró rey de las tres religiones, lo que era bastante moderado para la época, preferimos al Cid Campeador, que era un mercenario.

La experiencia balcánica ha sido elevada en algunos foros al estatus de teoría política. Pero también tiene un rasgo que afecta a la historia. En el fondo en ambos casos se percibe la incapacidad de un pueblo de abandonar la manera de ver el pasado impuesta por el romanticismo y lo que le siguió el nacionalismo. La manera en que en España se legitimó la Restauración en los planes de enseñanza. Sobre ese particular, que es nuestro pasado próximo, que no pasa nunca, no se puede estar todo el rato en un tono de queja, como haría mi paisano Ganivet o Unamuno o Baroja. Hay que cambiar el punto de vista. Profundizar en el conocimiento del pasado y encontrar la manera de enseñarlo mediante una escritura adaptada a nuestro tiempo o una docencia que acepte el desafío global. No se puede seguir diciendo que nuestros actuales males proceden del absolutismo de Fernando VII o de la Guerra de la Independencia. Porque si empiezas así llegas a la conclusión de que nuestros males se detectan ya entre los iberos. Y no se trata de eso. La historia es un relato comprensivo del pasado que permite entender el presente siempre y cuando se realice de forma rigurosa. Lo otro es mera palabrería. Pero en España el modelo de la Restauración sigue fascinando a muchos, tanto a los que les gustaría imponerlo como a los que le gustaría enfrentarse a él. No hemos aprendido del pasado. Este es nuestro mayor problema, y no hemos aprendido porque lo hemos relatado mal.

Volveremos sobre eso. Pero ahora quisiera saber si en algún país se ha hecho de modo diferente al nuestro.

Sí, ciertamente. En la reunificación alemana tras la caída del murto de Berlín en 1989 se abrieron dos posibilidades: la de Frankfurt de 1848 o la berlinesa de 1870, cuando Prusia aglutina al resto de Estados “alemanes”. La del 48 había fracasado porque se vinculó a la revolución social y en parte al Manifiesto Comunista; la del 1870 triunfó porque conectó con el ser de un pueblo, aunque ese triunfo condujo a la creación del Segundo Reich, a la Primera Guerra Mundial, a la Republica de Weimar y al Tercer Reich. Tras ese mal paso, Alemania se había reconstruido en el 1948 como una República Federal. Cuando le preguntan a Konrad Adenauer cuál era su referente, dice cualquiera menos el ser un Reich. Por eso apostó por el modelo federal porque pensaban que era la mejor garantía para evitar ser un Reich. Los alemanes, por fortuna para ellos, habían aprendido de una época catastrófica y no estaban dispuestos a repetir el modelo. Su reunificación, aunque significara trasladar la capital a Berlín, fue por la vía federal. Nunca se ha olvidado el pasado que generó el Reich, incluso cuando se lee en términos nostálgicos como “el mundo de ayer”.

Al crecer su economía, los alemanes detectan el peligro de convertirse en Reich, saben que están corriendo demasiado en la dirección de 1870. ¿Cómo lo evitan? Apoyando la Unión Europea. Ellos son el motor, pero necesitan a italianos, a franceses y a todos los demás. Eso es tener una lectura buena de la historia. Cuando Merkel afirma “en este país no va a haber inflación mientras viva” sabe lo que dice, sabe lo que significó la inflación de la República de Weimar y sus consecuencias. La inflación provocó que el marco careciera de valor. Eso facilitó la llegada del nazismo. Los alemanes conocen la dinámica, conocen bien la historia y trabajan para que no se repita.

Y en España.

Eso se conoce bastante bien, pero no se han extraído sus consecuencias. España, después del franquismo, nos sentamos en torno a una mesa para impulsar una transición política y crear un nuevo país. Se reunieron los padres de la Constitución pero no hubo ningún historiador en esa mesa, para evitar determinadas cosas, evitar que se reprodujera un modelo que se parecía bastante al de la Restauración, incluso en la dinastía que ejercía la Jefatura del Estado. La sensación de estar repitiendo el modelo de la Restauración no fue suficientemente advertida. En un país democráticamente maduro, los historiadores hubieran llamado la atención sobre determinadas maneras de hacer política que en España provocó la grave crisis del 98, con la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, los movimientos anarquistas en Barcelona, la Dictadura de Primo de Rivera y lo que siguió.

¿Tampoco podemos ser un país unitario? ¿Se puede decir que no hemos acertado en el modelo de Estado?

No podemos ser un país unitario, porque en realidad no lo hemos sido nunca. Los únicos proyectos unitarios de verdad fueron el Omeya y el de Franco, que se parecía mucho al Omeya con la única diferencia de que no era la religión musulmana la base integradora, sino el nacional catolicismo. No se puede olvidar la geografía. España, como todos los territorios que tienen una meseta central y tierras bajas alrededor, es un microcontinente y como tal solo es posible la unidad si la meseta desarrolla la idea de un imperio, que fue la solución de los Habsburgo en la Edad Moderna.

Pero tras un difícil paso por el siglo XVIII por la creciente tensión entre el centro y las periferias, tras la Guerra de la Independencia y el absolutismo que le siguió, en el periodo liberal del siglo XIX se apuesta de nuevo por las ciudades de la periferia. Barcelona, por ejemplo, muy tocada desde mediados del siglo XVII, renace al abrirse el canal de Suez. Luego siguieron otras. Sólo Madrid podía competir en el interior con estas ciudades de la periferia costera. Esas ciudades entonces buscan reproducir el modelo medieval cuando la meseta ya no tiene la capacidad de seducción que tenía y se produce un conflicto con los territorios de la periferia.

A finales del siglo XV, Castilla conquistó el Reino nazarí de Granada, que aglutinaba las actuales provincias de Almería, Granada, Málaga y parte de Cádiz y Jaén; toda la Costa del Sol, desde cabo de Gata hasta Cádiz, era de los sultanes granadinos, aunque en realidad era de los genoveses. Por entonces Castilla tiene poca costa: la mediterránea era de la Corona de Aragón mientras la atlántica era del Señorío de Vizcaya que, aunque formara parte de la Corona de Castilla, tenía una fuerte autonomía.

Con lo cual la meseta no tiene esa capacidad de convicción, de ofertar a los otros países una idea. No es el modelo francés, es más, el momento más importante de la historia de España, el único admirable, es el siglo XV, la verdadera época del Siglo de Oro de las Letras Hispánicas porque había grandes escritores en castellano, excelentes también en catalán. Esto escandaliza porque el siglo XVII es oficialmente el Siglo de Oro de las Letras castellanas, pero no lo es de las españolas. Cuando se dice como argumento que el catalán no es español le están dando la razón a los independentistas. ¡Claro que el catalán es español! Si no se parte de esto no existe otra solución que la que proponen unas cuantas gentes de aquí, a destiempo, mal planteado, mal llevado y mal gestionado, todo lo que queramos.

Pero la historia central no viene de ellos, viene de los demás cuando dicen, no, nuestro Siglo de Oro es el siglo de la Letra Castellana. No pongamos como Siglo de Oro el momento en el que junto a la gran literatura castellana aparece Tirant lo Blanc que es una obra valenciana, pero en una derivada lingüística del catalán que es el valenciano. Hay poetas increíblemente buenos en lengua catalana y en lengua valenciana, como poetas muy buenos en lengua castellana. Si los Reyes Católicos en vez de tener una manía constructiva hubieran creado el Estado que no lograron crear quizás ahora estaríamos en otra situación. Siempre estamos pendientes de resolver nuestra dificultad, que la tenemos, pero para eso se requiere imaginación. La Historia solo puede dar claves, no puede decir cómo hacerlo porque esa no es la labor de un historiador, la labor de un historiador es decir, esto ya se ha hecho mal y no ha salido.

En este momento se cuestiona la Transición. Parece que la tercera restauración ha fracasado. La corrupción es visible. Surge un partido del 15M, Podemos, que quiere representar a los ciudadanos, que se presenta como un partido de la ciudadanía contra la élite. ¿Es quizá una oportunidad para hacer las cosas bien?

Esa será la responsabilidad de este movimiento. He pensado mucho en esto y en lo que proponen los jóvenes de Podemos. Algunos de sus mentores son de mi generación, como Jiménez Villarejo, antiguo fiscal anticorrupción. Está bien que haya algo de transversalidad generacional. Aunque es evidente que este movimiento nace del impulso del 15M se ha alejado mucho de él. Utiliza elementos de aquella plataforma, como las redes sociales, el contacto vía internet o Twitter; también que el conocimiento y la soberanía se mueven en la Red pero sus objetivos y su metodología son bien diferentes. Tienen claro que para el asalto al poder tienen que utilizar el sistema vigente, que es un sistema de partidos y las elecciones generales. Por eso se han constituido en un partido político con un secretario general que será probablemente el cabeza de cartel en las próximas elecciones legislativas.

Hasta aquí todo bien. Está claro que la convulsión que genera Podemos nace, usted lo ha señalado, de la pérdida de impulso del proyecto de la Transición. Las costuras del Estado se han resquebrajado y eso ha afectado al sentido de la Constitución de 1978. Se la ve como una dificultad. De ahí que hablen de romper el “candado” constitucional, como si se tratara realmente de un freno a las aspiraciones sociales.

Yo tengo, de momento, bastante reservas sobre esa mayoría en crecimiento que se siente fascinada con sus mediáticas reflexiones socioeconómicas sobre la naturaleza de la Unión Europea, las perspectivas para una república que haga frente a la banca internacional, las metas de la acción colectiva y otras especulaciones parapolitólogicas por el estilo expuestas casi siempre en las tertulias de televisión o en reuniones donde son la única voz cantante. Pero, a la inversa, discrepo de aquellos que quieren deslegitimar sus propuestas mediante referencias a su opaca financiación y sus relaciones con países extranjeros. Lo más importante para mí es que, por lo que he escuchado hasta ahora, sus argumentos sobre Europa, que en realidad es lo que como historiador más me interesa, los encuentro bastante elusivos y metafísicos en muchas de sus presentaciones en público. Pero debo seguir de cerca sus planteamientos en este año electoral.

En una cosa tienen toda la razón. El poder público en España se ha debilitado, porque no tiene conciencia de su responsabilidad ciudadana. La venalidad de parte de la clase dirigente -pues eso no afecta no solo a políticos- es un grave síntoma de cierta “banalidad” de la función pública. Pensemos, por ejemplo, en aquella expresión tan frívola de una ministra que dijo que el dinero del Estado no era de nadie, cuando en realidad es de todos los ciudadanos, que lo depositan en las arcas del Estado a través de un severo sistema impositivo. La inacción ante el sentido del deber, la propia carencia de moral, convierte el patriotismo en cuestión de banderas y de sentimientos fogosos, jamás de responsabilidad cívica. Por eso la actual corrupción es algo más que el cohecho, la prevaricación o la mordida del 3% de la que habló un político catalán. La corrupción es una conducta inmoral hacia las obligaciones del cargo que una persona ocupa, incluso cuando al saberse nadie la denuncia para evitarse problemas. Al final, por este sentido equivocado del deber se podría aceptar decisiones ignominiosas. Ya se ha hecho antes.

¿Y Podemos qué papel juega en todo eso?

Podemos ha detectado la debilidad del Estado debido a la fractura moral que ha provocado la corrupción. Hay mala conciencia entre muchos dirigentes de haberla admitido por pasividad e incluso por colaboración de facto. No basta con las palabras; hay que ir a los hechos. Los que han robado deberían devolver el dinero robado, que se cuenta por decenas de millones de euros; verdaderas fortunas. Hemos perdido el sentido de las cosas.

El poder político se ha hecho débil porque no sabe qué decir ante la venalidad que le rodea y que salpica a tantos colaboradores o amigos. Podemos propone al menos un punto de partida. Puede que no sea el adecuado, pero al menos han tenido la valentía de poner los puntos sobre las íes. No pienso que el peor defecto de los partidos que sostuvieron la Transición sea su fracaso a la hora de analizar las causas profundas de la corrupción. Sin embargo, creo que su miopía política se debe a que no están atentos a la realidad del siglo XXI. Al fin y al cabo, ellos escuchan a los tertulianos de las televisiones y de las radios, los que apoyan a unos y critican a otros, jamás a quienes razonan desde la distancia, ajenos al tumulto mediático. Ésta es en el fondo la debilidad también de Podemos porque de momento no le he escuchado qué tipo de historia proponen en su análisis del presente y, con más razón, del pasado. Hablan mucho de economía y de sociología, algo de politología, pero poco de historia. Y eso me preocupa.

Estamos ante una disyuntiva compleja: nuevas instituciones o conseguir que las actuales funcionen.

En el fondo, la España de la Transición remite a la Restauración con un par de arreglos en el sistema electoral y en el régimen territorial. Pero el Derecho Civil es muy parecido, así como el de propiedad; se ha mantenido la distribución del poder y el pacto de que la industria esté en un sitio, la agricultura en otro y la Administración en un tercero. Existe la tentación de romper ese equilibrio, que era sobre todo territorial, y el temor de que se desestructure el acuerdo que puso fin al franquismo.

Fue esta falta de entidad a la hora de modernizar el país la que encuentro inaceptable. Y no es que la generación que canalizó la Transición desde finales de los setenta hasta comienzos del siglo XXI se encontrara confusa, sabía lo que hacía, pero aceptaron un acuerdo que les hizo débiles y potencialmente susceptibles de ser corrompidos. Alcanzaron la conciencia de este hecho cuando la historia les arrastró a un torbellino para el que sin duda no estaban preparados, el atentado de marzo del 2004 y la crisis económica de noviembre de 2007. Se enfrentaron entonces a todas las decisiones trágicas de esos años, no quedándoles más opción que huir hacia delante pensando que ninguno de ambos hechos era realmente significativo o dejar que lo tomaron otros, los medios de comunicación por ejemplo.

Entonces llega Podemos y dice que el problema de la corrupción es el responsable de la inacción política, ante una imagen deteriorada del Estado o ante el control de la banca durante la crisis. Por eso sostienen que utilizarán las instituciones del Estado para transformar el orden social, y una vez que se transforme crearán nuevas instituciones acordes a ese orden social. Podemos no está engañando a nadie, técnicamente es un proceso revolucionario pero no del modo clásico, pero es un proceso revolucionario.

Eso también pude valer para el problema territorial actual.

Por supuesto. El desafío que propone el proceso soberanista debería ser debatido desde sus puntos de vista. Hasta ahora hay cierta ambigüedad conceptual. He escuchado que están conforme al “derecho a decidir”. Una idea atractiva pero teóricamente débil. La realidad es el derecho de autodeterminación, y entonces deberemos plantear si un territorio de la actual España constitucional cumple los requisitos para aplicar el derecho de autodeterminación que se aprobó en el Tratado de Versalles al finalizar la Primera Guerra Mundial. Los juegos conceptuales, el nominalismo gramatical es un excelente ejercicio retórico pero resulta peligroso cuando se habla así en un país que en alguno de sus sectores, como en Podemos, se plantea la revolución como objetivo legítimo.

La situación histórica en 2014 es que España forma parte de la Unión Europea y sobre esa realidad se debe comenzar el debate. La creencia que eso es un elemento marginal al problema es sencillamente salir de la historia; vivir en un mundo que no existe en realidad. La soberanía de las naciones como España está limitada por las normas que rigen ese club que es la UE; pero eso también se aplica a Alemania o Francia. La cuestión es saber si queremos seguir formando parte de Europa, no en su plano geográfico que eso nadie lo puede discutir, sino político y económico.

¿Hemos pasado de ser los más europeístas a un cierto desencanto?

Quizás esté en lo cierto, pero para contestar con rigor necesitaré un mayor sentido del contexto. Quisiera recordar antes que nada que yo soy un europeísta convencido. Mis amigos también son europeístas convencidos, tanto aquí como en Francia, Alemania o Italia. En los países en los que habitualmente me muevo y doy clases o conferencias los europeístas lo son porque ven la UE no como un problema sino como una solución; más aún como la solución al peso de la historia en nuestro continente. Algunos afirman que el euro nos ha llevado a la ruina, porque cuando entramos precipitadamente nos hicieron pagar 166 por él. Es verdad, fue traumático. Nos dijeron que si queríamos pertenecer a la Europa rica tendríamos que empezar a aprender que un euro vale 166 pesetas. Nunca lo aprendimos.

Pero eso es un problema de nuestra manera de entender el presente. Hemos crecido a tanta velocidad que hemos sentido vértigo o simplemente nos hemos acostumbrado a creer que siempre sería así. La gente joven no recuerda que una España, y de eso hace poco tiempo, en los sesenta y los setenta, era un país atrasado, con malas carreteras y trenes que tardaban dos días en atravesar la península ibérica; al borde del colapso social y con un ejército amenazador. Europa nos llevó al buen camino; al espíritu de la democracia; al respeto por las opiniones ajenas; al valor de la alta cultura. Pero cuando lo creíamos tener en nuestras manos, el viento que sopló durante el trienio 2004-2007 se lo llevó casi por completo. Y hemos vuelto a aquel entonces, con cierta perplejidad.

¿Ha jugado la religión un papel negativo en España?

La religión ha dificultado el desarrollo porque recela de todo procedimiento que no sea el suyo; recela y por eso desconfía de la gente que aspira a secularizar el pensamiento y las normas sociales. Durante siglos en este país se ha pensado que unas minorías educadas y formadas al margen de la religión católica son unas minorías peligrosas. Para ver la historia de España en plenitud hay que entretejer los acontecimientos con esos elementos que proceden del espacio doctrinal católico.

¿Se puede decir que en España faltó guillotina como dice Arturo Pérez-Reverte?

No puedo estar de acuerdo con esta afirmación, aunque la entiendo como una boutade o quizás como una metáfora. El debate es para convencer nunca para vencer; el adversario jamás debe ser el enemigo. Esta manera de entender la historia falsifica el proceso social; es un planteamiento distorsionante sobre la realidad del presente. Por ejemplo, hoy consideramos que la verdadera grandeza de la Revolución Francesa fue saber como poner fin al Terror, es decir, al uso indiscriminado de la guillotina para los adversarios del régimen que eran muchos, como no puede ser menos. Hay que valorar a fondo el instante en que las fuerzas democráticas en Paris logran poner fin al derrape del Terror y condenan a Robespierre por abuso del poder.

Estoy convencido que un país capaz de acabar con la guillotina es un país serio y con futuro. Un país que la necesita para seguir es un país condenado a repetir sus errores. El uso de la guillotina conduce a la exaltación del terror y por ese camino hacia las formaciones totalitarias. No se puede enviar la guillotina o a la cárcel a todos los que no estén de acuerdo contigo. Eso es el fracaso de la historia. España por ejemplo nunca ha sabido superar sus crisis de forma positiva, siempre ha necesitado una dura catarsis. Pero decidir cómo liberarse de las fuerzas reaccionarias sin necesidad de recurrir a estos medios expeditivos supone todavía una tarea básica del historiador. Por lo que sabemos que ocurrió en la Europa del Este en la segunda mitad del siglo XX conviene tomarse estas cosas muy en serio.

¿Se podrían enmendar errores ahora que estamos en una crisis ética y política?

El debate está abierto en los tres planos que siempre ha tenido España. De esta resolución puede dejar de existir el problema que es España, o de esta resolución puede dejar de existir España, dicho de otra manera. Está claro que el proceso secesionista catalán es, técnicamente, un suceso histórico a destiempo, se plantea en un tiempo histórico indebido, pero eso no significa que no vaya a hacerse si no se plantean alternativas en serio. El problema territorial conducirá a fracturar España en dos, tres o cuatro, con lo cual el problema España habrá dejado de existir. Habrá otros problemas; existirá el problema catalán; Cataluña tendrá su propio problema, sabrá dónde se ha metido en los próximos diez años, llamando cada día a la puerta de la UE para que la deje entrar con una inflación galopante y un problema de corralito. He leído un artículo de un buen amigo mío, en el que pide que desdramaticemos. De acuerdo, no dramatizo, pero tampoco me dejo conducir por el error. El segundo plano es el problema social. Podemos plantea un problema social serio y es verdad que este país no puede mantener una juventud de entre 25 y 40 años cuyo su horizonte de vida es ganar 900 euros al mes.

Antes había una escalera salarial y social que subir, ya no hay escalera.

No hay escalera, y no la habrá. Para poder vivir necesitas hipotecarte toda la vida. Una pareja suma juntos 1800 euros. No hay perspectiva. Es mera supervivencia. Un país no puede funcionar con este horizonte de expectativas. Por eso hay una fractura social grave.

El tercer plano del que hablaba es el político.

Es el político. Lo que España no puede es seguir manteniendo que la corrupción es un mero accidente porque no lo es. No digo que todos los políticos sean indecentes, pero nadie ha hecho nada cuando sabía que el de al lado era corrupto. ¿Cuántas denuncias presentadas por políticos están en las fiscalías? ¿Cuántos profesores se reúnen un día y dicen, ese que han contratado es un enchufado? ¿Cuántos? Si el fiscal no recibe la denuncia por escrito no hará nada, si después de recibirla no hace nada entonces es problema de la fiscalía. Los políticos no son conscientes de que las leyes que ellos han creado, las leyes políticas que ellos han creado, permiten la aparición de estos individuos.

Tengo la sospecha de que nosotros no somos mejores que los políticos.

En efecto, es lo que estoy diciendo...

Y los empresarios, los periódicos...

También.

Se trata de la misma frecuencia ética.

Estoy de acuerdo. Se trata de la misma frecuencia ética. Por eso hay que contar la verdad como un ejercicio de responsabilidad cívica. Defraudar a Hacienda es un delito contra el bien público, no un ejercicio de picaresca; el que lo hace debe ser juzgado y en caso de ser culpable conducirlo a prisión, con independencia de quien sea. Hablar abiertamente de la falta de ética en la vida social, cultural o profesional abre la posibilidad de un país más justo y más prometedor.

En España nos falta educación cívica, formación ética.

En efecto nos falta y esto constituye un gran fracaso. La textura moral del español de hoy responde a modelos de comportamiento inadecuados. Cuando pensamos en los años cuarenta, en el estraperlo, el tráfico de influencias político para los afines al Movimiento Nacional, el recurso al enchufe del pariente o del amigo del amigo, creemos que se trata de un gesto moral producto del franquismo. Pero, al ver esos mismos comportamientos en nuestros días, con pequeñas variantes, cambiando Movimiento Nacional por el partido hegemónico de un territorio, nos damos cuenta que es un problema más hondo. Y entonces deberíamos haber recurrido a la historia para saber algo de eso. No lo hemos hecho. Seguimos parloteando de la falta de educación, de la ausencia de formación ética, de la vulgaridad en los debates, sin preguntarnos por qué la sociedad sigue premiando lo zafio, lo vulgar, por encima del comportamiento educado, civilizado.

Hay muchos ejemplos que podría traer a colación en este momento. Pero me centraré en uno, la educación como gesto social. Pongamos un caso sencillo. Una persona lanza un papel al suelo, aunque tiene una papelera a escasos metros o deja los restos de una comida campestre a la intemperie. Hay dos modalidades para evitar esto. La coercitiva. Un agente ve la acción y acude con la multa en la mano. Pero hay otra manera, enseñar que eso no debe hacerse por el bien de la comunidad. El camino es la educación. No me cabe duda. Y aquí aparece el verdadero escollo actual. ¿Cómo hacer que la educación sea un valor prioritario? Solo hay un camino. La referencia de la autoridad moral. El respeto por figuras de referencia. ¿Por qué España no recurre a ellas?

Eso: ¿por qué no recurre a ellas?

Porque se ha acostumbrado a vivir con la desagradable sensación de que aquí triunfa la mentira sobre la verdad desagradable; motivo por el cual se rechaza de forma inconsciente si se quiere a las figuras de referencia que descubren esa trampa, la descubren y la explican. Es de nuevo el caso del recurso a la historia, no a esas historietas inventadas a gusto de un consumidor que ya está acostumbrado a que le mientan: el papel del historiador es descubrir la verdad entre las mentiras, ponderar los hechos, informar, y ese es el principio de educación de un ciudadano del siglo XXI. Los gestos sociales carentes de educación cívica, desde tirar un papel en el suelo hasta calumniar en el trabajo, son corrosivos no solo por lo que respecta a la cualidad ejemplar propia de una sociedad democrática sino que lo son por conculcar los valores que han forjado un país a lo largo de los siglos.

Siempre aparece la historia.

Es verdad. En mis reflexiones siempre aparece la historia. Pero hoy la creo más necesaria que nunca. Diría incluso que la historia se está convirtiendo en un bien social en las sociedades avanzadas. Cuanto mejor es la historia de una país, más porvenir existe en ese país. Esta por ver qué decidirá al respecto la sociedad española actual tan erosionada por la crisis económica y los malos referentes morales de muchos de sus dirigentes. La regeneración va a ser un camino largo, pero no hay más remedio que hacerla. Cualquier otra solución nos llevaría al borde de la falacia.