- Artículo publicado en el número 1 de la revista Cuadernos de eldiario.es (disponible aquí)
Una tarde de invierno sin frío. Sábado. La convocatoria no coincide con ningún partido de fútbol importante. Las redes sociales llevan 12 días en tensión, 12 días cuajando un caldo de cultivo a punto de romper a hervir. La hora fijada, perfecta: seis de la tarde. El aviso es desordenado, amateur y con solo 34 horas de antelación, pero ya están al tanto en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza... También hay concentración en otros países. Twitter, mientras, revienta por el escándalo político. Los medios de comunicación, preparados para la prueba del algodón. Va a pasar, parece que va a pasar: se van a llenar las calles.
No pasó.
Ese día fue el 11 de diciembre de 2010 y Wikileaks llevaba dos semanas publicando entre fanfarrias escándalos extraídos de cables diplomáticos. La plataforma sufría el acoso mediático y era boicoteada por Visa, MasterCard y PayPal. Y con todo, tras 12 días de portadas digitales, manos en la cabeza y trending topics, en la manifestación de Madrid no había más de 300 personas. Sumando todos los asistentes en las diferentes convocatorias españolas, no había más de 1.000.
Ah, claro, es que “el mundo virtual es una cosa, pero el mundo real es otra”, se escribió. Ah, claro, es que “qué fácil es hacer click, darle a me gusta”, pero luego “hay que estar en la calle para cambiar las cosas”.
Lo mismo ocurrió con la oposición a la ley Sinde. El 16 de enero de 2011 se convocaba una manifestación en Madrid contra la aprobación del texto; fueron 40 personas. El 4 de marzo, otra; fueron 200.
Sin embargo, el análisis de los datos publicado en varios estudios académicos señala que sin el músculo digital acumulado durante aquellos meses contra Sinde y con Assange no se entiende la eclosión social en 2011, no se explica la manera en que se ha expresado la desesperación, no se acaban de identificar los nodos de influencia que potenciaron la protesta.
La red como músculo político, la calle como fetiche mediático. En otras palabras: fracaso tras fracaso en la calle, el éxito se abría paso en red. Invisible a la miopía mediática, una malla cultural y social se tejía en la periferia y comenzaba a repolitizarse. Gente que huyendo de la política acabó encontrándose con la política.
El proceso había comenzado mucho antes. Con el Nunca Máis, luego con el No a la guerra, con el “queremos votar sabiendo la verdad” del 13M de 2004, luego con el movimiento V de Vivienda o de cultura libre... Una corriente generacional ajena a las estructuras políticas clásicas fue madurando usando la tecnología y sus códigos. El arroyo subterráneo crece hasta desbordarse en superficie entre el 15 y el 22 de mayo de 2011.
Ese nuevo músculo digital pertenece fundamentalmente a “gente de entre 20 y 30 años que no había tenido experiencias de politización más allá del desencanto de sus padres o de sus hermanos mayores en los años 90”, explica Víctor Sampedro, catedrático de Opinión Pública que dirige el máster en Comunicación, Cultura y Ciudadanía Digitales de la Universidad Rey Juan Carlos. Como no encuentran espacios políticos propios, esos jóvenes durante años “se refugian en la red, donde socializan sus ideas sin prejuicios o militancias concretas”. Por eso, la ley Sinde tiene tanto que ver con todo lo que ha pasado. “La gente se quejaba: vaya con estos jóvenes, son capaces de movilizarse por Internet y no por otras cosas”, recuerda Sampedro. No entendían que se estaba tocando el espacio político de la “ciudadanía digital”, que en ese momento empieza a salir del refugio, espoleada. “La marea por los derechos digitales se convierte en una marea por los derechos sociales”.
La política tradicional no supo preverlo, verlo ni entenderlo porque miraba al sitio equivocado. En el esquema que ahora se desmorona, tanto para la derecha como sobre todo para la izquierda, el único espacio no institucional donde se puede expresar la reivindicación social es la manifestación convocada. En un país donde aún la inmensa mayoría de los lobbies son solo empresariales, se mantiene el fetiche de “la calle” como único espacio homologado de presión social. Lo ha dicho hace poco hasta la activista y economista Susan George: “La revolución no está en la web, está en la calle”. Si “la lucha” no es “en la calle” entonces “no es real”, se suele afirmar. Internet se concibe como un espacio previo a la realidad, como una fase por la que pasar para después ir a lo serio.
“Internet es un nuevo escenario, es un nuevo país, es una nueva realidad social”, dice sin embargo Joan Subirats, director del Instituto Universitario de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona. “Lo primero es evitar pensar en Internet como si fuera una herramienta, como un martillo. No; es mucho más”, explica. “Su uso no solo nos permite hacer cosas sino que su uso nos cambia, nos transforma” también en la parte más analógica de la vida.
La izquierda tradicional tardó mucho en preguntarse en serio por qué razón lógica una manifestación de 300 personas en Madrid es más representativa de la opinión pública española que un debate en Twitter en el que participan 30.000 o 300.000 personas con voz propia. O cómo una concentración en Barcelona donde acudan 5.000 personas durante una hora va a tener más impacto y capacidad de cambio que una campaña online que nace en un wiki y deriva en vídeos, posts y cientos de miles de páginas vistas.
La manifestación tiene un poder simbólico que aún se conserva excepcionalmente, y consigue su efecto, pero la mayoría de las ocasiones simplemente satisface una necesidad mediática ritual: los periódicos quieren una foto de una mancha anónima de cabezas juntas para darle espacio y valor a una acción social. Cuando uno va a una concentración, muchas veces es un bulto, una cabeza para ser contada a ojo, para ser fotografiada con otras desde lejos, detrás de una pancarta que no se ha debatido. Alguien hace el discurso y tú pones el cuerpo.
Ya no vale solo con eso. Esa ciudadanía en red no regula su tono social a través de manifestaciones recurrentes, aunque puedan tirar de ellas alguna vez. Sus síntomas de fractura social no podrán medirse solo en función de si la gente se concentra, acampa o se siente apelado por una asamblea.
Se habla mucho de la brecha digital, la que separa a los conectados a Internet de los que no lo están, la que deja fuera de la vida política online a todo el que no tenga capacidades o medios de acceso. Pero no se habla lo suficiente de la brecha analógica: la que deja sin participar a todo el que no viva en un determinado sitio o que no pueda acudir a la convocatoria a una determinada hora; al que necesita conciliar o tiene una expresión oral tímida. Si un grupo de personas queda cada martes a las 19.30 en Madrid, todo el que no viva en Madrid o no pueda desatender otras obligaciones a esa hora y ese día queda fuera de la corriente política que pueda nacer de ese grupo. Utilizando herramientas en red, esa barrera física desaparecería. La brecha analógica ha fomentado una política centralizada, masculinizada y profesionalizada.
El voto como consecuencia, no como causa. Las reglas políticas que se están generando con el uso masivo de Internet son diferentes a las tradicionales. La clave de todo el cambio está en que “pierden peso las intermediaciones”, explica Subirats. Es decir, la gente puede ya hacer muchas cosas por su cuenta sin depender de partidos, sindicatos o medios de comunicación. “Los intermediarios antes eran imprescindibles porque eran los únicos capaces de manejar los mecanismos de acción colectiva”. “Antes”, dice el catedrático, “cuando la gente tenía un problema, acudía a ellos”. La crisis institucional está acelerando el desgaste de ese modelo: “Ahora sucede que, tal y como existen esos intermediarios, se han convertido en parte del problema y no son capaces de aportar valor”.
Los partidos se quedan cortos y la gente hace política sin ellos. En un esquema infinito de iniciativas cruzadas, lobbies ciudadanos y colectivos efímeros, las estructuras van siempre demasiado tarde. Ni siquiera las menos comprometidas por el poder o las más nuevas son capaces de seguir el ritmo de una ciudadanía que ahora participa políticamente cada día, no cada cuatro años. Que debate en público, ante cientos o miles de personas, en su cuenta de Facebook o Twitter, sobre temas sociales, laborales, económicos, culturales. Que genera pequeñas comunidades de intereses. Que comparte conocimiento con millones de personas sin tener que desplazarse o vivir en una ciudad especialmente activa políticamente.
Ahora que día a día el individuo conectado puede hacer política sin intermediarios, su posicionamiento ideológico no viene derivado del voto, sino al revés. Uno ya no defiende determinadas cosas porque es lo que defiende el partido al que vota, sino que tras cuatro años de participación personal, toca mirarse al espejo y pensar qué opción es más coherente. El voto es una consecuencia y no una causa de la identidad ideológica de las personas. La lealtad y la militancia a una organización ya no son valores políticos supremos sino la capacidad personal de aportar a diferentes espacios comunes.
El mensaje no es que los partidos ya no sirvan de nada. “Los partidos van a seguir siendo importantes, pero cumplirán otro papel”, dice Subirats. “El futuro de los partidos está en saber agregar y articular todos esos intereses”, aunque tendrán mucho menos poder que ahora “para gestionar la selección de élites y la ocupación de espacios institucionales”, dice Subirats. Una estructura pequeña, ágil y porosa atravesada por el debate público.
¿Y los partidos grandes? ¿Están preparados para este cambio? Le preguntamos a alguien que los ha asesorado. “Los partidos políticos en España no han avanzado lo más mínimo, siguen organizados de la misma manera que hace treinta años”, se lamenta César Calderón, consultor político, militante del PSOE muy activo en redes y autor del libro Open Government–Gobierno Abierto (2010). “Las soluciones pasan por cambios orgánicos y de valores tremendamente radicales”.
Ahora que el monopolio de la palabra no lo tienen los periodistas o los políticos, ahora que la generación de ideas sucede en la red y, mucho después, cala en las organizaciones, cobra mucho más valor el acceso a una información rigurosa.
Transparencia y desconfianza. La privatización en Madrid de seis hospitales y 27 centros de salud se ha justificado técnicamente sobre apenas un puñado de datos confusos. La Comunidad dice que, según sus cálculos, los hospitales privatizados son más baratos que los públicos. ¿De dónde sale ese cálculo? No se sabe. Lo único que el Gobierno autonómico ha hecho público son once folios. Once folios como informe de una transformación radical de la atención sanitaria de millones de personas.
“Si el consejero de Sanidad de Madrid tuviera la obligación de hacer públicos los datos, los informes, los cálculos, podríamos entre todos legitimar esa decisión o no”, explica Victoria Anderica, de la Coalición ProAcceso, que une a organizaciones que reclaman un acceso ciudadano a la información de las administraciones. Plantea un “escenario transparente” en el que “la gente es más consciente” de los problemas y más empática con las soluciones, hasta en los casos en que estas sean desagradables.
Internet ha roto las costuras de la vida política. Ahora el mapa es otro y el representado tiene más peso que antes sobre el representante. Es, en realidad, un juego basado en la desconfianza: puedo votarte, pero eso no significa que delegue mi vida política en ti. Ahora hay herramientas para articular la desconfianza, lo que ha de verse “como algo positivo”, explica Joan Subirats. “Hay que desconfiar de la democracia: crear más instrumentos de control desde la sociedad, dar la capacidad a la gente de controlar, evaluar y denunciar la actuación de los poderes”, concluye.
O visto desde otra perspectiva, “los ciudadanos ya no son únicamente fuente de problemas para las instituciones sino que también son productores de soluciones”, dice Subirats. La inteligencia colectiva, a veces amateur, empuja procesos políticos necesarios que serían imposibles dentro de los mecanismos tradicionales.
Esa producción ciudadana tiene un potencial difícil de imaginar: lobbies en red, datos públicos procesados por expertos, participación directa en votaciones oficiales, fiscalización de cuentas al milímetro e información contrastada en común. Esto acaba de empezar.
Y, con todo, esa misma actitud escéptica, desconfiada, hay que aplicarla a la propia teoría de que la tecnología cambiará la política por completo y lo hará para bien. El experto en cultura digital José Luis de Vicente lo explica en sus ideas sobre tecnología: no hay soluciones simples para problemas complejos; la tecnología también produce dinámicas desiguales de poder.
Artículo publicado en el número 1 de la revista Cuadernos, disponible en este enlace: El Fin de la España de la Transición (Cuadernos)El Fin de la España de la Transición (Cuadernos)