Una manifestación masiva es el mejor remedio que se ha inventado para que un partido recupere la moral. Es tan potente como el mejor placebo que uno pueda encontrar. Los problemas que te martirizaban antes continúan existiendo un día después. Pero los ánimos se recuperan de inmediato. Es una inyección de adrenalina que te permite correr aunque tengas los ligamentos de la rodilla destrozados. La rodilla sigue estando hecha polvo, pero el cerebro te dice que te vas a comer el mundo.
El Partido Popular se metió por la vena un chute de autoestima con la manifestación del domingo en Madrid. El partido calculó que el lugar elegido podía albergar a unas 10.000 personas de pie. Aparecieron tantas como cuatro veces esa cifra, según el cálculo hecho por la policía. Las calles laterales estaban llenas de gente. Los votantes del PP de Madrid se lo tomaron como si fuera una manifestación, no un mitin al que vas a escuchar a los oradores. La asistencia superó las expectativas del propio partido, que no colocó megafonía en esas calles laterales donde no llegaba el sonido. Muchos salieron a la calle para presentarse en el lugar del mitin, aunque no llegaron a oír nada.
No es una sorpresa. El mitin se celebró en la comunidad en la que el PP recuperó la mayoría absoluta en las elecciones autonómicas de mayo. Acertaron los que pensaban que convenía desdeñar el debate de investidura. El momento central de la ofensiva contra una hipotética amnistía no podía ser el discurso de Alberto Núñez Feijóo en el Congreso, sino un acto en la calle. Daba igual qué tipo de acto. Necesitaban que sus votantes se quitaran de encima la decepción del fracaso sufrido en las urnas.
Una de las consecuencias de estos mítines es que las diferencias internas se desvanecen hasta niveles difíciles de creer. José María Aznar llegó a denominar a Mariano Rajoy como “mi colega y mi amigo”, que es algo que no ha pensado de su sucesor desde prácticamente 2004.
Hasta ese punto alcanzó la 'suspensión de la incredulidad', que las obras maestras del cine utilizan con acierto en el cine de suspense y que en la política es precisamente eso, un placebo que consumes a puñados para que la realidad no siga provocándote pesadillas.
Ante una multitud que pedía leña, Feijóo no podía decepcionarles con el hacha. La hipérbole era lo mínimo que esperaban escuchar. “Lo que no votaron los españoles (en julio) fue un cambio de régimen constitucional”, dijo. Era el mismo mensaje con el que el PP aspiraba a obtener la mayoría absoluta, con el apoyo imprescindible de Vox, y que no funcionó en las urnas.
Si no funciona una vez, prueba con lo mismo. Esa es la divisa que enarbolará la derecha si al final hay que repetir las elecciones.
Los asistentes aplaudieron a Feijóo, pero no crean que se dejaron las manos y le interrumpieron con ovaciones cada dos párrafos. Sí rugieron con Isabel Díaz Ayuso cuando ella colocó a toda la izquierda en el bando del terrorismo. La presidenta de Madrid nunca deja que la realidad –esa que dice que ETA ya no existe– se inmiscuya en su mensaje.
Se apropió del espíritu de Ermua, la movilización popular contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco, como si fuera patrimonio únicamente del PP: “Ese espíritu llenó las calles de hombres y mujeres de manos blancas. Pusimos la nuca y ellos bajaron la cabeza”. Para Ayuso, el enemigo no ha cambiado.
Ayuso encontró la frase con la que más se conectó el público: “Si Sánchez se deja humillar, allá él, pero nosotros, de ninguna manera”. Muy adecuado para que los votantes del PP no asuman el fracaso electoral y piensen que todo depende de ellos, no de los que puedan conseguir una mayoría absoluta en el Congreso.
Rajoy quiso estar a la altura de la pasión desmedida, un rasgo que nunca ha estado muy presente en su trayectoria. También quiso pintar un horizonte lleno de calamidades si Pedro Sánchez es reelegido, entre otros con el apoyo de Carles Puigdemont. Después de recordar que la amnistía de 1977 se aprobó en el tránsito de una dictadura a una democracia, anunció que “la amnistía supondría ahora el paso a un régimen distinto”.
Seguro que él no estaba pensando en eso cuando se publicó en octubre de 2017 la portada del ABC que informaba de que Rajoy ofreció una “amnistía” a Puigdemont si no proclamaba la independencia de Catalunya y aceptaba convocar unas elecciones autonómicas tras el 1-O, una portada que ha sido muy recordada en las últimas semanas.
El expresidente quiso barrer para casa al defender sus decisiones sobre el procés. Contra toda evidencia, dijo que “lo único que mejoró la situación de Cataluña fue la aplicación de la ley y la del artículo 155”. El público fue condescendiente, porque no es eso lo que piensan los votantes de la derecha en Madrid, que esperaban en su momento un 155 permanente y controlar a los catalanes desde Madrid durante algunos años más.
Feijóo dejó en casa todas esas especulaciones con las que intentó hacer creer en agosto y buena parte de septiembre que él había ganado las elecciones y que por tanto sólo él podía gobernar. Para qué seguir golpeándose la cabeza contra una pared. Lo que hizo fue presentarse como el artífice del avance en las urnas conseguido por el partido. Se acabó eso de repartirse los méritos con los barones regionales. Afirmó que cuando llegó a la presidencia del partido “en la inmensa mayoría de los gobiernos autonómicos no había presidentes del PP”, ni alcaldes del PP en muchos de los grandes ayuntamientos.
El gallego se prepara por si acaso –y aquí el acaso tiene el rostro de Díaz Ayuso– algunos sienten la tentación de moverle la silla. Se quedará como líder de la oposición y avisará de que cualquier contestación interna sólo puede beneficiar a los enemigos de España. La dirección del partido necesita cuanto antes anular esa idea arraigada en la derecha mediática de Madrid de que Feijóo estaba dispuesto a volverse a Galicia a nada que sus planes se torcieran.
Tanto Feijóo como los otros oradores insistieron en la bandera del PP de las últimas semanas. “La igualdad de todos los españoles es la garantía de que cada uno tenga los mismos derechos”, dijo para sostener que la amnistía la conculca.
Si hablas de igualdad en el plano económico, el PP lo considera un ataque a la economía de mercado. Eliminar el impuesto de sucesiones o de patrimonio favoreciendo a los más ricos, como se ha hecho en Madrid y en las regiones donde gobiernan desde mayo, no es un ataque a la igualdad, sostienen. Tampoco acabar con la gratuidad de los comedores escolares en Extremadura o reducir el gasto en educación pública.
Para la derecha, esa desigualdad forma parte del orden natural de las cosas. Llegar a acuerdos políticos con los independentistas, no.
Un debate profundo sobre la desigualdad no interesa al PP y mucho menos a sus partidarios más enfervorecidos. Lo que querían oír es que tienen razón en todo. Que el PP defiende los principios de la Constitución de 1812, aniquilada por los conservadores de esa época. Que España lleva 500 años viviendo “en la diversidad” (el lector puede insertar aquí el emoji del asombro) y que no necesita “pinganillos” y “karaokes” en el Congreso (todo esto es cosecha de Feijóo).
Tocaba llevar a cabo una terapia de grupo masiva en la explanada que lleva el nombre de Felipe II, ese monarca para quien la diversidad era un invento del maligno y los impíos protestantes con el que acabar con la España católica.
Si te das un castañazo como el del 23J, un psiquiatra te recomendaría empezar a ajustarte a la realidad. El PP ha optado por creer que eso sería una rendición y que lo que le pide el cuerpo es utilizar el fuego contra todos los incendios que se le presenten. Como en la fábula de la rana y el escorpión, está en su naturaleza.