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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Este no es un artículo sobre Albert Rivera

La semana pasada ya escribimos de Albert Rivera en esta esquina y no se puede escribir de lo mismo todo el tiempo, que el lector se aburre. Escribimos de Rivera porque mientras prometía que cambiaría el país entero iba dejando las cosas como estaban, con el PP en los gobiernos autonómicos. Escribimos de él porque él negaba los acuerdos con la extrema derecha al tiempo que los firmaba. Motivos para escribir había, pero hay que cambiar de asunto. En verdad, tampoco es que Albert Rivera sea un personaje tan relevante para que le escriban tanto, aunque ese fenómeno le ha acompañado siempre: a Rivera le han escrito mucho y muy bien, no porque fuera buena la literatura a su alrededor, sino porque era elogiosa y dulce. Él era la regeneración y el cambio a todas horas, el hombre del momento en las recepciones de alfombra y canapé. 

Tampoco merece que le escribamos tanto, si esta semana se han dado noticias políticas de interés, como la constatación para el PSOE, tras el acuerdo en Navarra y en Canarias, de que habrá de apoyarse en la abstención de Esquerra o de Bildu. Además, Pablo Iglesias quiere ser ministro y Pedro Sánchez no le deja y andan discutiendo sobre lo que significa estar en el Gobierno, que es lo mismo que debaten a otra escala PP y Vox en el Ayuntamiento de Madrid. Gobierno es ser ministro o concejal, dicen en Unidas Podemos o en Vox. Gobierno es una secretaría de Estado o la viceconsejería de un distrito, responden en el PSOE o en el PP. Vivimos en eufemismilandia y José Luis Ábalos preside la academia de la Lengua. 

Tampoco merece que le escribamos tanto, si Albert Rivera pretendía la hegemonía de la derecha y se quedó a medio camino, si no tiene gobiernos en grandes plazas, si ha renunciado a jugar un papel en la investidura aunque haya entre los suyos quien le pida la abstención y ha roto con su principal fichaje en Barcelona -la ciudad en la que su partido nació- mientras algunos de los que le auparon le llaman por escrito adolescente caprichoso. No, este no debería ser otro artículo sobre Albert Rivera. 

Que lo sea, pues, de la mentira, porque tiene mérito que, en política, alguien destaque sobre los demás por la forma en que recurre a ella, tan manoseada y tan vista. De tanto usarla, uno se sube a los lomos de la mentira y cree que todo cuela y todo vale y luego no se da cuenta, pese a los avisos, de que lo falso le ha llevado hasta lo obsceno. Tiene mérito hablar en público sólo una vez esta semana y que esa vez sea para meter en tus mentiras a la presidencia de un país que no es el tuyo, porque a lomos de la mentira pierde uno el sentido del ridículo. Dijo que le había felicitado Macron como podría haber dicho que le felicitaba la ONU.

Manuel Valls le ha descrito de la manera más descarnada, pero Rivera le ignora. Apenas le conoce. Rivera no oye a los que tiene cerca porque no se oye ni a sí mismo y por eso es capaz de soltar sin abochornarse que el presidente que se batió con Marine le Pen le ha condecorado por sus acuerdos con la extrema derecha. No es Rivera el tema, qué va, el tema es la mentira, de la que se ha tenido que acompañar cada vez que sus propias palabras, su hemeroteca más reciente, le acorralaban, cada vez que contaba lo contrario de lo que hacía y al blanco lo llamaba negro. 

Rivera tiene un problema con la verdad porque, para llegar a ese punto, uno tiene que haberla despreciado mucho, así que su declaración en Bruselas es el resultado de un proceso, no de un descubrimiento repentino. El descubrimiento está en saber que, en política y en cualquier parte, incluso la mentira tiene un límite. El descubrimiento lo habrán notado, en cualquier caso, aquellos que aún pensaban que Rivera era otra cosa. Por algo le habían escrito mucho y muy bien.